Iniciamos el tiempo litúrgico de Cuaresma, que es un tiempo de "retiro" para vivir en la ciudad, que la Iglesia propone a los fieles para que a ejemplo de Cristo en el desierto, se preparen para celebrar las Solemnidades pascuales con un corazón purificado.
Son cuarenta días que conducen a la Pascua del Señor. Sobre los que el apóstol san Pablo exhorta: "Miren, ahora, el momento favorable; miren, ahora, el día de salvación". (2 Cor 6, 2)
El austero ritual litúrgico de la imposición de la ceniza se realiza en el cristiano con dos fórmulas. La que seguiré en esta reflexión dice: "Conviértete y cree en el Evangelio".
Conviértete y cree en el Evangelio
El llamado de Cristo es siempre actual. Cuanto más lo es la metanoia evangélica en el tiempo presente, con las particularidades que lo caracterizan en el país que habitamos y en el mundo alterado por conflictos y aún guerras. Con los rasgos que conciernen a las diferentes culturas y los acontecimientos que caracterizan nuestro siglo. Con sus riesgos y esperanzas.
Convertirse y creer no son dos actitudes separadas ni sucesivas una de la otra. Sino que ambas configuran la misma acción de "convertirse". Convertirse es creer.
Hay que empezar por pasar de la idea equivocada que se suele tener de Dios, como el que pide, exige, castiga y hasta amenaza, a la concepción de Dios que nos ha revelado Jesucristo. Que nos ama y da su amor.
En medio de la cultura de la intrascendencia, del seguir atados a la vanidad que atrapa y no se logra soltar, incluso por la seducción del mercado y el atractivo brillo de sus productos tanto como sus engañosas formas de vida, vuelve a resonar el llamado de Dios. Se caracteriza por su urgencia. No admite apatías ni dilaciones. El vocablo "ahora" indica que no se puede ni se debe posponer.
"Somos, pues, embajadores de Cristo -decía el apóstol Pablo- como si Dios exhortara por medio de nosotros. En nombre de Cristo les suplicamos: ¡Reconcíliense con Dios! A quien no conoció pecado, le hizo pecado por nosotros, para que viniésemos a ser justicia de Dios en él". (2 Cor 5, 20-21)
Cristo asumió lo humano
"Nos parece escuchar por todo el mundo un inmenso y confuso clamor, decía Pablo VI al término del Concilio Vaticano II, la pregunta de todos los que miran al Concilio y nos piden con ansiedad: ¿No tienen una palabra que decirnos… a nosotros los gobernantes…, a nosotros los intelectuales, los trabajadores, los artistas…, y a nosotras las mujeres, a nosotros los jóvenes, a nosotros los enfermos y los pobres?" (*)
Cristo ha querido asumir y compartir todo lo humano. Por lo que para todos los que han interrogado al Concilio y hoy siguen interrogando a la Iglesia, es válido el texto conciliar cuando dice que: "El Hijo de Dios, por su encarnación, se identificó en cierto modo con cada hombre. Nacido de María Virgen, es verdaderamente uno de nosotros, semejante en todo a nosotros, excepto en el pecado". (GS 22)
"Cordero inocente, por medio de su sangre libremente derramada, nos ha merecido la vida, y en Él Dios nos reconcilió consigo y entre nosotros. (...) El Hijo de Dios ¨me amó y se entregó por mí¨ (Gál 2, 20)". (oc 22)
Además y como decía el Pontífice, "estas voces implorantes no quedarán sin respuestas. Para todas las categorías humanas ha trabajado el Concilio durante estos cuatro años". Y por cierto que el Concilio ha dado esas esperadas respuestas. Pero al Concilio hay que estudiarlo y conocerlo. Como hay que conocer el permanente Magisterio de la Iglesia, que enriquece la enseñanza dirigida a los fieles cristianos. Y a todo hombre de buena voluntad.
Testimonios
Si miramos con atención el mundo y sus atractivos comprenderemos que el llamado a la conversión pide dejar atrás la mediocridad y la tibieza. Y dar el paso del pecado a la gracia, con relación al cual en la historia de la santidad cristiana encontramos -entre otros- dos grandes testimonios.
Uno de esos testimonios procede de San Agustín, que decía: "Entra en ti mismo. En tu interior habita la verdad". La verdad, que no es lo mismo que las múltiples opiniones que sobre todo se vierten en el mundo actual.
Su testimonio no ha perdido vigencia a través de los siglos, aunque podamos ver que en nuestro tiempo se han perdido las virtudes que atañen a la interioridad. Y la vida espiritual se disuelve en un abanico de intentos y aún abandonos.
Pero el suyo no es el único ejemplo que se pueda citar. La conversión de la tibieza al fervor se puede apreciar en Santa Teresa de Jesús. "De pasatiempo en pasatiempo, de vanidad en vanidad, de ocasión en ocasión, decía la santa, a meterme tanto en muy grandes ocasiones y andar tan estragada mi alma en muchas vanidades. (…) Dábanme gran contento todas las cosas de Dios, teníanme atada las del mundo. Parece que quería concertar estos dos contrarios, tan enemigos uno de otro, como es vida espiritual y gustos y pasatiempos sensuales".
En el Castillo interior volcó la santa toda su experiencia espiritual. En la Séptima Morada de ese castillo refiere, llegada a esa etapa de su camino, "no deseo como antes morir para ver a Dios. Ahora prefiero vivir muchos años para trabajar por Él".
Aunque ya no hay sequedades, y "el alma se encuentra en quietud, pues me encuentro junto al mismo Señor". Teresa de Jesús advierte que "sin embargo, no falta la cruz, pero sin pérdida de la paz interior".
Convertirse
La conversión no es un ajuste pequeño y momentáneo. Sino un cambio radical para adherir al Evangelio, que abarca todo el recorrido de la vida cristiana.
Por último y para tener en cuenta este es tiempo litúrgico de oración, práctica del ayuno y la limosna, para transitar el camino cuaresmal. Y volver a Dios con corazón contrito.
(*) Pablo VI: Mensaje al finalizar el Concilio Vaticano II, el 8 de diciembre de 1965.
(GS) Concilio Vaticano II: Constitución pastoral Gaudium et spes.