por Rogelio Alaniz [email protected]
Por Rogelio Alaniz
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“Debemos tener el valor de nuestras opiniones y la inflexibilidad de nuestros deberes”. Maximiliano Robespierre No deja de ser preocupante que un militar con los antecedentes represivos de César Milani sea ascendido a la máxima responsabilidad militar en el Ejército, pero mucho más preocupantes son las consideraciones políticas que el gobierno ha tenido en cuenta para promoverlo. Con el riesgo de simplificar las opciones, diría que el general Milani no está allí por sus presuntas habilidades como represor, sino por sus posiciones políticas que se corresponden con las necesidades del gobierno peronista encabezado por la señora Cristina. Dicho con otras palabras, la llamada refuncionalización de las Fuerzas Armadas significa una estructura militar no subordinada a la Constitución o al Estado sino al gobierno, y no al gobierno de turno, sino al gobierno de los Kirchner. Quienes presentan su decisión como un acto contradictorio, deberían saber que en realidad es un acto de sinceramiento político, al punto que muy bien podría decirse que la farsa montada por los Kirchner en materia de derechos humanos, hoy queda superada por esta decisión que se ajusta a lo que efectivamente creen en materia de poder. El principio o la consigna de uniformados participando del proyecto nacional y popular abreva en una añeja tradición peronista. Es más, es uno de los conceptos fundacionales de un movimiento que nació y creció al calor de un golpe de Estado y que desde sus orígenes pretendió -con resultados no tan felices- transformar a las Fuerzas Armadas en un apéndice del gobierno o en una corporación destinada a cumplir una función estratégica clave en el modelo de poder pergeñado por el jefe. El ascenso de Milani es el ascenso de las Fuerzas Armadas a la política o al poder. Viola los derechos humanos, pero fundamentalmente viola el Estado de derecho. Al respecto, no deja de ser una cruel paradoja un oficialismo que decidió celebrar con bailes y tamboriles los treinta años de la democracia cuando el país ardía y los deudos enterraban a sus muertos, mientras a un costado del escenario sus operadores tramaban la maniobra que significaría politizar a los militares o, para ser más precisos, oficializar a los oficiales. En efecto, uno de los logros perdurables de la etapa democrática iniciada en 1983, fue haber puesto punto final al protagonismo de los militares en el sistema político, protagonismo iniciado en septiembre de 1930 y que durante medio siglo condicionó la política nacional. En su momento, Raúl Alfonsín denunció el pacto sindical militar, la componenda entre la burocracia sindical y los golpistas. En realidad, ese acuerdo no necesitó ser probado jurídicamente, porque era tan evidente que hasta los propios imputados no se preocuparon en refutarlo. Tampoco deja de ser casualidad que las impugnaciones militares a la democracia nacieron de “soldados” identificados con el peronismo. Son los casos emblemáticos de Rico y Seineldín que, por supuesto, no son los únicos ni los últimos. En todas las situaciones, y con la inevitable diversidad de registros ideológicos, siempre estuvo presente la concepción corporativa y fascista de considerar a las Fuerzas Armadas como integrantes privilegiadas de la causa nacional y popular. El ascenso de Milani se hace inteligible en ese contexto ideológico y en esa tradición política. No es novedoso ni sorprendente que un gobierno peronista perpetre una maniobra incorporada a su ADN político, lo que en todo caso llama la atención es que algunos observadores desprevenidos consideren que hay una contradicción entre la política de derechos humanos que se atribuyen los Kirchner y esta iniciativa de convocar a un militar acusado de haber participado en la cacería iniciada en 1975. ¿1975? Si, y no me equivoco con la fecha. Es 1975 y no 1976, porque el terrorismo de Estado y la consecuente luz verde a los militares para que torturaran y mataran se inició antes del 24 de marzo de 1976, y la responsabilidad del peronismo en esa faena es una de las asignaturas pendientes que está intentando saldar la historia, ya que hasta el momento la política no ha podido hacerlo. Por lo tanto, los legisladores oficialistas al momento de levantar la mano para promover el ascenso de Milani, no sólo estaban complaciendo a la señora, sino dando el primer paso para incorporar a los militares al sistema político, es decir, recuperar la tradición militarista iniciada en 1930. Algunos dirán que en este caso se trata de una iniciativa nacional y popular auspiciada por la “izquierda peronista”. Más allá del abuso del lenguaje que significa unir el concepto de izquierda con peronismo, el criterio de recurrir a las Fuerzas Armadas para asegurar el proyecto nacional, nació en las usinas del fascismo. Y más allá de las ilusiones verbales de los sedicentes militantes de la causa nacional y popular, deberían saber por experiencia propia que más temprano que tarde esta estrategia concluirá restituyéndole poder político a los militares y dejando abierto un ancho espacio para futuras aventuras cuarteleras. Como frutilla del postre, habría que agregar que Milani es un experto en inteligencia interna y, además, a esta altura del partido debería estar procesado por enriquecimiento ilícito, una causa que -dicho sea de paso- en algún momento debería incluir a sus jefes políticos y a ese modelo de empresario nacional y popular (así lo calificó Dante Gullo) que se llama Lázaro Báez. Milani no es una casualidad en el gobierno nacional y popular. Es el producto de una concepción ideológica, pero también la consecuencia política de una estrategia corporativa que no sé si podrá concretar con todas sus consecuencias, pero las intenciones existen y los primeros pasos se han dado. El populismo, por otra parte, necesita de Fuerzas Armadas adictas con prescindencia de los resultados decepcionantes que han tenido en la materia. A las enseñanzas de Perón se suma el ejemplo de ese otro ícono de la superchería populista: Hugo Chávez. Decía que el ascenso de Milani preocupa no tanto por su pasado como por las consecuencias que esta decisión tiene en el presente. Por supuesto que la decisión es un retroceso en materia de derechos humanos, tal como se los concibió en 1983. ¿Pero es una contradicción con la gestión de los Kirchner? Lo es a medias, porque para un gobierno populista cuya vocación de poder es decisiva, estas contradicciones son absolutamente previsibles y hasta funcionales a su estilo. Seamos sinceros. Este gobierno nunca creyó en los derechos humanos. Sus principales promotores, empezando por los Kirchner, estuvieron ajenos a ellos y si alguna vez retomaron algunas consignas fue por oportunismo. En el camino, como no podía ser de otra manera, lograron la hazaña cultural de corromper a instituciones que en su momento fueron símbolos de resistencia a la dictadura. A lo sumo, los Kirchner se preocuparon por juzgar a represores -en algunos casos a ancianos que asisten a los tribunales con pañales descartables- pero el juicio a los represores puede ser en el mejor de los casos un capítulo en materia de derechos humanos, porque la plenitud de esta asignatura incluye una filosofía, una ética, una práctica social que este gobierno desprecia o desconoce. Además requiere la vigencia de un Estado de derecho que para los Kirchner ha sido siempre más un obstáculo y una molestia que un espacio a perfeccionar y ampliar. Por lo tanto, el diagnóstico de algunos observadores acerca de que con el ascenso de Milani hemos retrocedido en materia de derechos humanos, es una verdad que necesita ser contextualizada, porque, como ya intenté explicar, este gobierno lo que ha hecho es manipular y corromper a esta consigna que debería ser más que un dudoso gesto hacia el pasado una estrategia hacia el futuro, con instituciones que este gobierno nunca se preocupó en crear y principios que jamás respetó.