I
I
El gobierno nacional lanzó su singular "Vamos por todo", una consigna que, como todos sabemos, no le pertenece, pero cuando se trata de ejercer el poder nadie puede reclamar copyright. A decir verdad, nadie debería sorprenderse que el presidente Javier Milei se despache con un DNU para promover cambios que según sus propios enunciados pondrán fin a cien años de colectivismo. ¿Mucho no? Cristina Kirchner en su momento propuso "Ir por todo". Y muy bien no le fue, aunque en honor a la verdad hay que decir que si bien a su programa de máxima no pudo realizarlo, se dio el lujo de ser una protagonista central de la política nacional. Queda abierto hacia el futuro saber si Milei correrá la misma suerte. Según él, en el país hay condiciones más que justificadas para un DNU de estos alcances, es decir, 366 artículos, alrededor de treinta medidas que incluyen decisiones económicas y políticas trascendentes conviviendo con iniciativas que generosamente podríamos calificar de "vida cotidiana".
II
La Constitución de 1994 autoriza los DNU previo un enunciado terminante acerca de sus riesgos. En realidad los DNU se iniciaron en 1853, aunque conviene advertir que desde esa fecha hasta 1983, es decir, durante treinta años, se dictaron 25, mientras que desde 1983 a la fecha, cuarenta años, los DNU arañan el número 1.000. Y el atleta eximio de esa hazaña institucional fue el compañero Carlos Menem, que sumó la cifra de 545: hazañas institucionales de la Comadreja de Anillaco que en estos temas no le hacía asco a nada. Después, Néstor y Cristina se encargaron de hacer lo suyo, incluido disposiciones legales que prácticamente hacen imposible que un DNU sea rechazado por el Poder Legislativo. Mauricio Macri y Alberto Fernández no se quedaron atrás. Peripecias del poder. La letra de la ley considera al DNU como un recurso excepcional, pero es el titular del poder el que decide el carácter excepcional de la coyuntura. Al respecto, mi memoria histórica no me da resuello: siempre los autócratas y los aspirantes a autócratas invocaron para ejercer el poder las supuestas "condiciones excepcionales". Desde Juan Manuel de Rosas en adelante.
III
En homenaje a la historia les recuerdo que en enero de 1908 el presidente José Figueroa Alcorta tomó una decisión que aún hoy sigue provocando asombro. Esa mañana calurosa del miércoles el Cuerpo de Bomberos, bajo las órdenes del temible coronel Ramón Falcón, le impidió a diputados y senadores ingresar al Congreso. Hubo protestas, improvisadas arengas esquineras, Alfredo Palacios pronunció algunas de sus habituales frases para la historia, pero lo cierto es que el Congreso se clausuró y esa maniobra del hasta entonces "insignificante" Figueroa Alcorta fue el acta de defunción del roquismo. Muy zorro, muy pícaro, al final de su carrera Julio Argentino Roca aprendió que políticamente no se debía subestimar a nadie, y mucho menos a un cordobés con pinta de mosquita muerta como Figueroa Alcorta que, dicho sea de paso, fue el único argentino que ocupó la presidencia de los tres poderes del Estado de derecho: la Cámara de Senadores, la presidencia de la nación y la presidencia de la Corte Suprema de Justicia, de la que se despidió -ya que estamos hablando vamos a decir todo- votando una acordada judicial que no solo legitimaba a los golpistas de 1930, sino que sentaba el precedente jurídico para que todas las dictaduras militares que nos van a llover como lluvia ácida, se legitimen. Retornando a la clausura del Congreso, no tengo conocimientos de que ningún historiador acuse a Figueroa Alcorta de déspota, autócrata o algo peor por cerrar el Congreso. ¿Por qué? No hay una sola respuesta, pero como para salir del paso yo estoy tentado a sugerir que la historia no está enojada con Figueroa Alcorta porque su maniobra salió bien: derrotó al malo de Roca, arregló con Roque Sáenz Peña e Hipólito Yrigoyen, y de esos pactos a la hora de la siesta salió la ley "Sáenz Peña" y el inicio de la democratización política o, como le gustara decir a Juan Bautista Alberdi en su tiempo, "la república verdadera", un hecho histórico que seguramente Milei no comparte porque estima que la decadencia nacional y su consecuencia, el colectivismo, se inició en 1916, una imputación que Yrigoyen, Joaquín V. González, Ramón Cárcano y las espadas más brillantes del liberalismo de entonces hubieran escuchado con asombro.
IV
Milei jugó una carta brava. Es su virtud y tal vez su defecto. Como alguna vez él mismo dijo: "Si me sale mal me dirán loco; si me sale bien, seré un genio". Sinceramente, yo no estoy en condiciones de pronosticar resultados. No sé si el DNU será aprobado o rechazado; y sobre todo, no sé si realmente podrá hacer realidad lo que se propone. Para el presidente, el país vive una emergencia que obliga a tomar decisiones extraordinarias. Se me ocurre que Figueroa Alcorta pensaba lo mismo en 1908. Sus iniciativas, las de Milei, se proponen avanzar con medidas económicas, institucionales y políticas que muy bien podrían considerarse revolucionarias por la profundidad de los cambios y por las transformaciones culturales que esa revolución incluye. ¿Podrá hacerlo? La veo difícil, pero ya se sabe que toda revolución es difícil. No creo descubrir la pólvora si digo que las resistencias que tendrá serán formidables. Ochenta años de hábitos corporativos, de paradigmas culturales, de privilegios irritantes y derechos conquistados, se le echarán encima. No está solo, claro está, pero no sé si la fuerza que dispone para dar esta batalla le alcanza. No digo que no, digo que no sé.
V
Mis incertidumbres sin embargo no me inhiben para decir que los DNU no me gustan. Ni en nombre de la revolución ni en nombre de la contrarrevolución. Por otra parte, en un Estado de derecho no hay revoluciones, hay reformas, reformas que se elaboran con paciencia, con tiempo y con perseverancia. En Argentina hemos tenido muchos revolucionarios, la mayoría de pacotilla, pero muy pocos reformistas en serio. Lo cito a Bartolomé Mitre, porque junto con Alberdi y Domingo Sarmiento es el gran intelectual político de la segunda mitad del siglo XIX. Él fue quien dijo: "Aceptemos a la Argentina como Dios y los hombres la hicieron, para que con los hombres y la ayuda de Dios la vayamos cambiando". Lo dijo en 1900, pero muy bien podría decirlo en 2023. Y cuando el presidente Roca lo consultó porque no sabía qué decisión tomar con las multitudes en las calles protestando por un proyecto de pago de deuda (siempre estuvimos más o menos endeudados), que Roca consideraba razonable pero la gente parecía no entenderlo, don Bartolo le dijo: "Cuando todo el mundo se equivoca, todo el mundo tiene razón". Y Roca levantó el pie del acelerador, aunque esa decisión le significó una pelea para siempre con el Gringo Pellegrini, el mismo que alguna vez dijera una frase que, de bueno que soy, se la regalo a Milei y a sus amigos libertarios porque le viene como anillo al dedo: "El voto más libre es el que se compra y se vende". Supongo que en estos momentos "todo el mundo" no está contra Milei, pero tampoco tiene todo el mundo a favor. ¿Podrá imponerse? ¿Es posible una revolución, es decir, un cambio de relaciones económicas, jurídicas, un cambio de paradigmas culturales, a través de un DNU? No digo que no, pero lo veo difícil, por lo menos complicado. Insisto una vez más: no me gustan los DNU, pero por algo los constitucionalistas de 1994 los autorizaron. Entiendo la impaciencia de quienes aseguran que el país se precipita a los infiernos, pero en sociedades democráticas los cambios o se hacen con consensos o no se hacen. ¿Estamos al borde del abismo? No lo sé. Sí sé que podemos estar peor de lo que estamos; como también sé que mi memoria de viejo escuchó muchas veces, tal vez demasiadas, la letanía a veces civil, a veces militar, de que estábamos al borde del abismo. ¿No tengo más nada para decir? Por ahora no. Por ahora prefiero mirar, escuchar y aprender. No soy presidente, no soy gobernador, no soy diputado, no soy ministro, motivo por el cual tengo derecho a ejercer el paciente y resignado oficio de la duda.