No diría que estoy en desacuerdo con la participación de los militares en la denominada lucha contra el narcotráfico; no diría que estoy en desacuerdo, pero "me hace ruido", como se dice ahora. Provengo de un tiempo en que la historia nos dio muy buenas razones para recelar de los militares involucrados en temas internos. No es para menos. Desde 1930 hasta 1983 las fuerzas armadas se consideraron la reserva moral de la Nación, determinar lo permitido y prohibido en materia política y fueron los titulares de dictaduras con su secuela de represión y muerte. Debo admitir que los entorchados no estaban solos en sus faenas. Amplios sectores de la población los apoyaron en nombre del orden, la seguridad y la defensa del mundo occidental y cristiano. Alguna vez se creyó con fe de cruzado que el modelo ideal de sociedad debía parecerse a un cuartel; un escritor conocido proclamó la llegada de la hora de la espada; escribas de pluma ligera dijeron que la grandeza de una canción dependía del tamaño de sus fuerzas armadas. Para los años cuarenta, los nacionalistas con C y con Z suspiraban por la llegada de un dictador buen mozo, de sonrisa ancha y si es posible amigo de Mussolini. Está demás decir que a esa ilusión la hicieron realidad, tan real que hasta el día de hoy los herederos de los que en los años cuarenta apostaban a la victoria del Eje añoran hasta el éxtasis la llegada de algún coronel que sonría como Carlos Gardel.
No concluyen allí mis recelos a la presencia de militares en la vida interna. Alguna vez se advirtió que en un estado de derecho es difícil sacar a los militares de los cuarteles, pero luego resulta mucho más difícil obligarlos a regresar. "Militarismo" se denominó a un régimen político en el que las fuerzas armadas son la fuente exclusiva de legitimidad. Que los argentinos hayamos padecido esta enfermedad durante medio siglo obedece a varias causas, una de las cuales, tal vez la más importante en los últimos tiempos, responde a necesidades internacionales, a la guerra fría para ser más preciso. Fue a partir de los años cincuenta cuando en el contexto de la lucha entre EEUU y la URSS, encarnando al capitalismo y al comunismo, los yanquis capacitaron a los militares para su incursión en el orden interno. Nada quedó librado al azar: campos de capacitación en Panamá o en West Point; teorías que fundamentaron la vigencia militar al estilo "seguridad nacional"; políticos liberales que se olvidaron de la libertad y nacionalistas que se olvidaron de la nación y promoción de golpes de estado en nombre del orden y la libertad. Por supuesto, no faltaron los argumentos de una izquierda nacional dedicada a teorizar sobre las virtudes de los líderes militares y el rol liberador de las fuerzas armadas en los países dependientes. Importa decirlo: los militares no estuvieron solos en sus dictaduras, pero más allá de civiles, políticos e intelectuales que colaboraron con ellos, lo decisivo fue el rol y el peso institucional de los militares, del militarismo, una calificación que hasta el día de hoy hace estornudar a los populistas quienes en estos tiempos, con toda el agua y toda la sangre que corrió bajo el puente, se niegan a hablar de dictaduras militares o intentan suavizar sus rigores anteponiendo la palabra "civil", una manera discreta de disculpar o suavizar el militarismo que padecimos los argentinos.
Ahora estamos en la segunda década del siglo XXI y muchas de las experiencia que narro pertenecen al pasado y en términos prácticos las hemos vivido y padecido quienes tenemos más de sesenta años. Las fuerzas armadas no son las de antes porque el contexto histórico y cultural que hizo posible el militarismo no existe. Sin embargo, hay cuestiones que me siguen haciendo ruido. En América latina la incorporación de los militares a la lucha contra el narcotráfico dio como resultado la presencia de un nuevo cartel de la droga: el cartel militar. Los colombianos, los venezolanos, los mexicanos, entre otros, algo saben de estos menesteres. Admito que no necesariamente debe ser así, pero convengamos que esto ha ocurrido entre otras cosas porque el narco maneja mucho millones de dólares y, como se dijera alguna vez, se hace muy difícil, es necesario disponer de convicciones morales muy firmes, para resistir un cañonazo de un millón de dólares.
El narco maneja mucho millones de dólares y, como se dijera alguna vez, se hace muy difícil, es necesario disponer de convicciones morales muy firmes, para resistir un cañonazo de un millón de dólares.
En términos prácticos, admitamos que si en la lucha contra el narcotráfico está la policía, la gendarmería y la prefectura, muy bien podrían estar los militares, incorporando a esta lucha su capacidad técnica y humana. Todas estas instituciones integran lo que Max Weber denominó el monopolio legítimo de la violencia. Se trata de organizaciones integradas por hombres armados y uniformados autorizados por la ley -con las exigencia del caso- para matar. Insisto una vez más en la cuestión práctica: ¿Por qué no los militares? Conozco algunos argumentos para rechazar esta presencia, como por ejemplo, que mientras la policía está para prevenir, los militares están preparados para matar. Para el caso es una diferencia más teórica que práctica. Hecha esta disquisición, digo a continuación que el narcotráfico en Rosario se ha transformado en el enemigo público número uno porque ha contado con el consentimiento, la complicidad, o, en el más suave de los casos, la indiferencia de la clase dirigente. Y ese consentimiento, complicidad o indiferencia no fue gratis. Hay políticos, empresarios, profesionales, jueces, policías y fiscales que han hecho y están haciendo mucha plata con este negocio. Y de una manera directa o sinuosa han estado y están interesados en que en Rosario todo siga igual y si es posible un poco peor.
En América latina la incorporación de los militares a la lucha contra el narcotráfico dio como resultado la presencia de un nuevo cartel de la droga: el cartel militar. Los colombianos, los venezolanos, los mexicanos, entre otros, algo saben de estos menesteres.
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