Me gustaba escucharlo reír a carcajadas después de hacer el amor y acariciar su pelo suave de trigal maduro. Yo sentía, que en ese instante, mientras el sonido de su alegría se expandía por la silenciosa vivienda como un cascabeleo de luz, él era feliz.
Nos habíamos conocido en la facultad. Estudiábamos Derecho, y la verdad, no le había prestado demasiada atención. No era el tipo de hombre que me atraía: rubio con nariz perfecta, y los ojos claros y fríos como los lagos del sur. Sin embargo, una noche coincidimos en una reunión de amigos y entre copas -expresando alguna loca teoría sobre la incidencia de emociones profundas en las acciones cotidianas y en la neurosis extravagante de la vida- se declaró cocinero, filósofo y poeta, y me enamoré en un abracadabra. Éramos jóvenes, soñadores, idealistas. Estábamos parados en la misma vereda y queríamos cambiar el mundo. Naturalmente nuestras manos se buscaron y trepé la rocosa geografía de sus pensamientos para instalarme en una grieta o quizás en esa herida que anhelaría sanar.
Comenzamos a salir sin condiciones ni compromisos. Casi siempre nos encontrábamos en su casa, una construcción clásica de los años 40 o 50 con un pequeño jardín al frente y un portón de madera pintado de blanco. Estaba situada en un pasaje tranquilo que desentonaba con la urgencia urbana de las avenidas cercanas. Allí residía con su abuela, una octogenaria de iris celestial y albos cabellos que me recibía con cómplice simpatía y luego desaparecía.
Con las noches ofrendándonos sus embrujos y misterios, escuchábamos música, compartíamos whisky y chocolates, deshilvanábamos los más antiguos juegos de seducción entre besos y caricias. A veces intuíamos que la anciana, de picardía infantil, nos espiaba. Entonces él salía presuroso para retarla, y la hallaba en su cama, quieta, con los párpados cerrados, y eso lo desconcertaba. A mí me divertía la inocente travesura de quien simplemente añoraba el bienestar de su nieto.
Un atardecer caluroso de enero nos sentamos los tres en el patio. La pérgola le daba un toque griego a la escena donde brindábamos por el viaje hacia Patagonia que él iba a emprender. Le entusiasmaba la idea de conseguir un boleto en una excursión a la Antártida junto a un amigo suizo que lo esperaba en Ushuaia. Los grillos se quejaban de sopor y unas pocas estrellas guiñaban místicas señales que no alcanzáramos a comprender. Nos quedamos solas unos minutos y su mirada serena me endulzó el corazón. Había un magnetismo delicioso y ancestral en sus pupilas luminosas. "Él es dichoso con vos… pero no se da cuenta", murmuró apenas, con tono de niña envejecida. Mis dedos rozaron las sabias arrugas de su cara, agradecidos por la confesión y con disimulo, seguimos charlando de otros temas mientras él volvía con nosotras. No sospechábamos que era la última vez que nos veíamos… La palidez y el cansancio comenzaban a asomar en la imagen de la abuela y le sugerimos, amablemente, que fuera a descansar. El aire nocturno pegaba su humedad en la piel e impregnaba los cuerpos de sudores y promesas, y ya sin testigos, la glorieta se regó de serpentinas de agua y de pasión.
El romance terminó un tiempo después. El se recibió de abogado y yo me fui a Rosario a estudiar Ciencias Políticas. Nos distanciamos tanto que no sé si esta historia sucedió o la leí en algún libro gastado de la biblioteca. Lo cierto es que esta mañana crucé a un señor de traje oscuro en la Plaza España que me recordó a él. Yo caminaba distraída imaginando tonterías. Al pasar a su lado, noté la sutil provocación de una sonrisa e inmediatamente un temblor recorrió mis piernas y el rubor me incendió las mejillas. Detrás de sus anteojos, vislumbré un fulgor repentino, la chispa inesperada de aquellos hermosos ojos brillando en mi memoria. Me di vuelta con una extraña melancolía latiendo en mi interior y lo observé marcharse hasta que dobló en la esquina.