Rogelio Alaniz
El comunismo no fue derrotado cuando se cayó el muro sino cuando lo levantaron. La derrota no ocurrió, como se cree habitualmente, el 9 de noviembre de 1989, sino el 13 de agosto de 1961. En efecto, el día en que los jefes comunistas admitieron que tenían que levantar un muro para impedir que la gente se escapara de sus supuestos “paraísos populares”, fue el momento en que de manera conciente o inconciente supieron que estaban derrotados.
Según las cifras disponibles, desde 1947 a 1961 tres millones de alemanes abandonaron el régimen comunista; en las dos primeras semanas de agosto de ese año se sabe que alrededor de 47.000 alemanes optaron por el capitalismo o renegaron del comunismo. La competencia o puja entre los dos sistemas se expresaba en un escenario territorial acotado.
Finalizada la guerra, los campos de batalla de los que luego se conocería como la “guerra fría” estuvieron definidos al otro día. La beligerancia se expresó en todos los niveles. El comunismo optaba por el pacto de Varsovia, los capitalistas por la OTAN; unos se integraban al COMECON, los otros a la incipiente Comunidad Económica Europea; unos defendían la propiedad privada, los otros decían defender la propiedad colectiva de los medios de producción; unos ponderaban los beneficios de la dictadura del proletariado, los otros las ventajas de la democracia republicana. Las diferencias eran tajantes, absolutas. No había margen de negociación o acuerdo. Hitler era una pesadilla del pasado, el presente se constituía para zanjar la disputa entre dos sistemas de vida. Por lo menos eso era lo que se creía sinceramente desde un lado y el otro de la barricada.
De 1947 a 1961 transcurrieron catorce años signados por conflictos periódicos que anticipaban un nuevo enfrentamiento armado. La convivencia entre dos sistemas opuestos era inviable. Sobre todo en el estrecho perímetro de una ciudad. El mercado negro y el contrabando se estaban transformando en una actividad cotidiana. Los dirigentes comunistas pasaron en limpio sus cuentas y arribaron a la conclusión de que debían hacer algo o serían avasallados por el capitalismo.
La decisión fue levantar un muro. Hubo varias razones para hacerlo, pero la fundamental, la decisiva, fue que se estaba yendo la gente y, se sabe, a ningún político o jefe de estado, de derecha o de izquierda, le gusta gobernar en el vacío. Es verdad que para 1961 los comunistas estaban siendo vencidos por su rival, pero mantenían intacta su capacidad para construir consignas. El muro se levantaba para poner un límite consistente a la temida contaminación capitalista respaldada por todas las burguesías del mundo. Según este punto de vista, el imperialismo había decidido levantar en Berlín su vidriera más elegante y luminosa para engañar o seducir a los trabajadores. Esa vidriera debía apagarse o se debía impedir que los trabajadores la contemplasen y se dejasen seducir por ella.
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