Por Rosa García*
Sobre la declaración de crímenes de lesa humanidad contra los pueblos Qom y Mocoit, noventa y ocho años después del genocidio.
Por Rosa García*
¿Hay historia antes de la Historia? Sí, siempre hay otra historia. La que nos invita a galopar a contrapelo la comodidad del sentido hegemónico de la historia oficial y sus olvidos selectivos. Aún ardían las brasas de la semana trágica, las huelgas patagónicas y las de los hacheros de La Forestal, cuando en Napalpí se acumulaban las injusticias.
Qom y Mocoit vivían y trabajaban allí en condiciones de semi-esclavitud. En 1924 dijeron basta: declararon la huelga denunciando los maltratos y la explotación. Planeaban marchar a los ingenios azucareros de Salta y Jujuy, buscando solidaridades entre los peones de los obrajes.
En aquel momento, ese territorio se perfilaba como el primer productor nacional de algodón, por eso, al cuidado de los intereses oligárquicos, el presidente Marcelo Torcuato de Alvear (UCR) nombró gobernador a Fernando Centeno, un estanciero algodonero y radical.
Como en otros reclamos obreros, la respuesta estatal fue disciplinar a pura bala. El 19 de julio de 1924, un centenar de gendarmes, colonos y civiles, bajo órdenes del gobernador y Alvear, reprimieron ferozmente, -con caballos y apoyo aéreo- la huelga. Según dice la sentencia del Superior Tribunal del Chaco, fechada el 22 de mayo de 2022:
"De forma inmediata, por el impacto de la balacera, cayeron muertos estimativamente entre cuatrocientos y quinientos integrantes de las etnias Qom y Moqoit, entre ellos niñas y niños, mujeres, algunas de ellas embarazadas, varones, ancianos y ancianas. En algunos casos, perdieron la vida varios de los componentes de una misma familia. Los/as heridos/as que quedaron en el lugar y no pudieron escapar a tiempo fueron ultimados/as de las formas más crueles posibles. Se produjeron mutilaciones, exhibiciones y entierros en fosas comunes. Los/as sobrevivientes que pudieron escapar, atravesando los cardales, soportando el hambre, la sed, el frío, debieron esconderse durante mucho tiempo para evitar ser capturados/as y asesinados/as".
Un modo de atravesar lo inefable es restituir la ausencia de palabras para expresarlo. Sumar hilos que al tejerse tornen densa la agujereada trama del relato y la memoria. Propongo un pequeño diccionario de palabras para entender lo que no cesa en la dialéctica del tiempo.
Napalpí, es uno de los genocidios (¡Qué dolorosa constatación el plural de esta palabra!) más atroces de nuestra historia contemporánea. Como ofrenda, don, comparto un conjunto de palabras, para que no nos asalte la desmemoria cuando la experiencia del silencio y el desamparo nos embarguen. Palabras que se hagan luz para cuando venga la noche.
Pienso (ya lo he pensado)
que en este invierno están los antiguos inviernos
de quienes dejaron escrito
que el camino está prefijado
y que ya somos del Amor o del Fuego.
Jorge L. Borges
El fuego es una reacción química de oxidación resultante del calentamiento de una materia sólida o líquida, para producir vapores que luego se encienden al mezclarse con el oxígeno. Tiene prolíficos estados y modos: chispa, llama, lumbre, fogata, incendio, brasa, ceniza. Muchos verbos lo expresan: encender, incendiar, crepitar, chispear, arder, deflagrar, incandescer, quemar, inflamar…
El fuego concita escenas pregnantes: calienta, quema, cuece, cura, abriga, e ilumina. Amar, junto al fuego; conversar, junto al fuego; fumar, junto al fuego; pensar, leer, beber, mejor, junto al fuego. Guardamos experiencia ancestral de ese instante peligroso, de ahí, nuestro respeto, temor, veneración del fuego. Cuando la huelga estalla, el fuego de la historia se enciende e incendia…
(...) todo, como el diamante, antes que luz es carbón.
José Martí
Antes de arder y quemar, antes de ser combustible, el fuego fue materia viva.
El carbón vegetal es un material sólido, frágil y poroso, con alto contenido de carbono, producido en un ámbito privado de oxígeno. Se obtiene por combustión incompleta de la madera. Cosa curiosa: para que pueda arder luego, es preciso primero, haber "grabado" en la madera, la experiencia y, por lo tanto, la memoria del fuego.
El carbón mineral, en cambio, es producto de la sedimentación, de la encendida paciencia del tiempo condensada, sedimentada, geológicamente.
En esperas geológicas nuestros pueblos originarios sedimentan el derecho a la justicia, por las oscuras violencias de las que aún son víctimas y testigos. Negras violencias que siguen -como el carbón- manchándonos de sangre la memoria.
Durante los tres primeros años de la década del veinte, las huelgas de los portuarios, de esquiladores, hacheros y jornaleros, ese país de a pie y alpargatas, ya tenía "memoria del fuego".
La brasa es una latencia del fuego, un modo de su "ardiente" paciencia; un estado de alerta de su memoria. Quien haya observado el fuego, sus cambios y variaciones, no habrá dejado de advertir que en la brasa se concentra peligrosamente la posibilidad de estallar como un incendio o de arder serenamente para dar calor y lumbre.
La brasa encierra, expresa, esa sutil, intensa y vertiginosa experiencia de la potencia del fuego. Desde la posibilidad de transformar lo crudo en cocido, y así, abrir paso a nuevas y otras formas de vida; hasta la de extinguir, arrasar y desaparecer toda huella de la existencia.
Como todas las pasiones que "nos combustionan" siempre pueden volver a encenderse, valga Napalpí y la memoria victoriosa de esa historia que hoy alcanza algo de justicia, para volver a abrazar y abrasarnos.
Arde la herida, enciende nuevamente la memoria y se ilumina la historia. Arde porque el antiguo dolor del que proviene, aún no ha sido reparado y quizás nunca lo sea. Si arde, la herida es un presente sensible que aún duele. Si arde, el proceso de sanar se ha iniciado.
Sanar es paradójicamente doloroso. La memoria de este y otros genocidios étnicos en nuestro país arde, se inflama, y aún nos consume. Una especie lenta de incendio, vuelve a arder 98 años después, porque en ese lugar de la memoria, las brasas aún no se han enfriado.
Sabemos que la memoria está siempre amenazada por el olvido. Por el fuego han desaparecido sabias y saberes; brujas, científicos, libros y bibliotecas. Dice Didi Huberman, que el archivo suele ser gris, no sólo por el tiempo que pasa, sino por las cenizas de todo aquello que lo rodeaba y que ha ardido.
No es menor que la ceniza sea gris y el fuego crepite en tonos de amarillos, rojos, naranjas y azules. Mientras una tiene el deslucido color de lo muerto, el otro vibra en tonalidades múltiples que evocan calores, pasiones y sabores. No en vano, sin embargo, en esa deslucida existencia del gris habita la memoria del fuego, como promesa y bendición. La ceniza, residuo, resto, la conserva y resguarda.
Somos nuestra memoria,
somos ese quimérico museo
de formas inconstantes,
ese montón de espejos rotos.
Jorge L. Borges
La memoria es un fogonazo de la historia que se niega a ser olvidada. Al decir de Walter Benjamin, ese rayo que nos ilumina en un instante de peligro. Humildemente, creo, bien puede ser esa resolana que nos queda en la piel, un escozor, un rubor que nos recuerda que la tibieza fue y puede volver a ser posible.
Quizás sea también eso que aún arde cuando las cenizas del olvido parecían haberlo consumido todo. Cuando historia y memoria se encuentran, la ceniza del olvido recibe el oxígeno necesario para que la brasa se encienda. Así, los buenos fuegos de la historia, pueden volverse a encender. O mejor, pueden deflagrar: arder súbitamente, con llama y sin explosión: encenderse y arder, iluminando.
Napalpí, arde por justicia. Resplandece y brilla como toda verdad valiosa. Quema porque la persistencia del dolor hace imposible cualquier retirada, cualquier bifurcación hacia el olvido.
En "Cien años de soledad", dice García Márquez: "Las estirpes condenadas a cien años de soledad no tendrían una segunda oportunidad sobre la tierra". Pues ojalá que sí, que haya una y mil oportunidades en esta tierra para que ningún pueblo esté condenado a cien años de soledad. Ojalá que no nos cuesten 100 años ni la verdad, ni la memoria, ni la infinita justicia que estas comunidades merecen tanto en relación con los genocidios del pasado como con el abandono estatal del presente.
(*) Psicóloga social, profesora de Historia. Docente y trabajadora de museos.
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