Lunes 23.12.2024
/Última actualización 14:17
La navidad es la fiesta más popular. Atacarla es no respetar a los pueblos. Esto es una realidad anterior a cualquier opción de fe. Dentro de su núcleo está el sentido rescatado por el papa Francisco en el Ángelus de este 22 de diciembre, de que "ningún niño es un error".
San José, su actitud ante las tensiones propias de la noticia de la concepción de María Virgen, es un paradigma. Por un lado, tenía certeza de quién es María, quien no podía ser adúltera. Por otro lado, no era resoluble la cuestión dentro de los datos que la propia situación concreta le arrojaba.
Entra así, como explica Leonardo Castellani, en "una noche oscura", consistente en que en base a los elementos de la realidad "no sabía qué pensar", la cosa se le hacía irrepresentable en tanto cosa. Según la reflexión de Castellani, es una prueba estupefaciente para la intimidad que Dios demanda a ciertas personas, para darles servida acaso la posibilidad de unión mística.
Como en Santa Teresa. San José termina de adquirir el sentido que calma su espíritu por un Ángel que le reveló el misterio de la Encarnación, por el tipo de duda, tenía que ser por revelación de Dios.
"La duda de San José" es colmada por intermedio de la causa material de una visión angélica que, a diferencia de nuestros sueños, no es arcilla interpretable en términos psicoanalíticos o curanderiles, que para el caso sería lo mismo. Su contenido, del orden de un tipo específico de realidad mensajera, no es jeroglífico, ni fantasmático, ni cifrado: simplemente, Es.
San José es un trabajador alegre y siempre pronto al perdón. Occidente, en cambio, está en gran parte resentido, las cosas no van bien y para colmo de porfiado, busca el camino de solución en la misma fuente de sus problemas, queriendo resolver los padeceres de la tecnocracia y la riqueza, solamente a través de generar linealmente más poder técnico-económico.
Occidente tiene en este aspecto los berretines del Barón Munchausen, un jinete teutón que pretendía salir de una ciénaga movediza, donde había caído con su caballo, tirando neciamente de sus propios cabellos.
Tiempos como los actuales, de desorganización de la vida y agresión a las instituciones que nos han provisto de una estructura de personalidad estable, son horrorosamente angustiantes. Agregan al componente de desmembramiento paranoico de nuestra vida social, de cuerpo fragmentado comunitario, el horror de una aceleración sin destino.
Tal vez por eso aparecen como placebos, como un intento de tramitación anímica sublimada, tantas películas de cine con tipos con motosierra despedazando grupos de jóvenes, chorreando sangre humana a borbotones.
Es raro: el problema es el desorden basal de la vida en los barrios, pero la discusión en los analistas políticos de la televisión es siempre por plata y por variables. Por ahí, no pareciera que un sustituto del orden perdido asome.
No ya dentro de las alternativas de los jugadores que pueden "timonear" la cosa, sino más bien dentro de las mismas posibilidades del propio juego, de conducirnos a un estado de solución. Ya no esperamos cambiar al guía con la linterna a pilas, directamente descreemos, porque lo que se transparenta es que el juego del laberinto, en sí, no nos depara objetivo cierto.
Para ciertas crisis humanas, no alcanza con cambiar de guía o de linterna.
A Jesús lo matan en el tiempo de Tiberio, a quien el escritor romano Plinio el Viejo describió como tristissimus hominum: "el hombre más triste". Aparentemente el hombre lo tenía todo, pero era un resentido en el sentido caracterológico del término.
En ese tiempo, es justamente cuando San José, un obrero constructor, hábil con la madera, recibe un auxilio de otro orden. Si uno recorre las veredas de las ciudades como la nuestra a diario, mirando fresnos, jacarandás y las caras de los albañiles, aparece lo contrario del resentimiento del globalismo occidental.
En nuestros barrios, lo corriente del subsuelo de la patria sublevada y la corriente global se entreveran, pero veteadas, se reconocen distintas. En las obras, a mano curtida y desde antes que salga el sol, los tipos trabajan sin las complejidades neuróticas de esta civilización que, como dice Francisco, "se ha pasado de rosca".
Esperan el asado del viernes y en cada chiste arriba del andamio, se anuncia una pisca de restauración de esa alegría esencial, inmediata, que es reflejo de la convicción de San José. No es antinatural: tiene la coherencia y el realismo de esos hilos de manantial finitos de las cordilleras que cuando se juntan, de tiempo en tiempo, hacen mareas indetenibles.