A comienzos del siglo XX, un joven Evaristo Carriego visitaba habitualmente a la familia Borges, dada la amistad que lo unía con los padres de Jorge Luis, en ese entonces "Georgie" para la familia. En una de esas ocasiones, el poeta entrerriano les recitó un poema que no era propio y significó para Georgie una "brusca revelación". Los versos que en voz alta se escucharon esa noche eran de Almafuerte, que "de algún modo parecía abarcar el universo entero". Al prologar una edición de sus obras, Borges recordó que hasta ese día el lenguaje no había sido para él otra cosa que "un medio de comunicación, un mecanismo cotidiano de signos", pero ese poema le reveló que "podía ser también una música, una pasión y un sueño". Añadió Borges que Alfred Housman había "escrito que la poesía es algo que sentimos físicamente, con la carne y la sangre", y debía a Almafuerte su "primera experiencia de esa curiosa fiebre mágica".
El poeta Pedro Bonifacio Palacios, nombre detrás del seudónimo Almafuerte, nació el 13 de mayo de 1854, en San Justo, partido de La Matanza. A los cinco años falleció su madre y debido a que el padre se desentendió de él, lo criaron sus abuelos y una tía. Tuvo tempranamente vocación de maestro aunque sin título oficial, ejerciendo en diversas escuelas. A su vez, mostró inclinación por la pintura, en particular, dibujos y retratos. Trabajó en la legislatura provincial y después de bibliotecario y traductor. Una vez radicado en La Plata, fue periodista en el diario "Buenos Aires" y, luego, director en otro, "El Pueblo". Su obra puede agruparse, por un lado, las "Poesías" y, por el otro, la prosa volcada en las "Evangélicas" y los "Discursos". Falleció en la ciudad platense el 28 de febrero de 1917.
Fue un espíritu atormentado, tan sensible como impulsivo, con arranques de cólera, propenso a la verborragia y a exabruptos. Una vida que oscilaba entre el desasosiego y la exaltación. Llegó a vivir la pobreza extrema, en soledad y al borde de la desesperación. Almafuerte tuvo un carácter desconcertante, escribió Roberto Corvalán Posse, era "capaz de albergar el amor más puro y el odio más reconcentrado", pasaba de una "vida ascética por instantes y en ocasiones ruidosa y notoria" (en "La vuelta del siglo: Almafuerte", año 1967). Pero nada de ello era un obstáculo para sus gestos de enorme generosidad, como cuando adoptó a cinco hermanos que cuidó como hijos. En "El Misionero" puede leerse una estrofa en consonancia con su obrar: "Yo tuve mi covacha siempre abierta/ para cualquier afán falaz o cierto;/ y tan franco, tan libre, tan abierto,/ mi hermoso corazón como mi puerta".
Esta personalidad impetuosa e incontrastable fue vertida en su obra. Al recorrerla se observa -como describió Corvalán Posse- a un Almafuerte que "ora le rinde pleitesía al caído, al desamparado; ora se prosterna ante Dios; ora lo rechaza altivo y le recrimina su olvido del hombre. Por momentos se burla de todo, y en otros respeta a ese todo con fe y unción de creyente". Igualmente, tuvo el reconocimiento de Rubén Darío, Pedro Henríquez Ureña y Jorge Luis Borges, entre otros, que destacaron tanto sus virtudes como carencias.
En la poesía de Almafuerte tiene relevancia "su fe en la bondad inmediata y directa" y, observó Corvalán Posse, que no sin cierto sarcasmo está la "decisión de 'dejar a otros' las grandes luchas y los 'grandes ideales'". El poeta se orientó "más a lo objetivo y a lo cotidiano", al igual que "buscó al hombre en su miseria y en su pobreza, en su desaliento y en su dolor, pero para dar testimonio de sus lacras y no para indagar sus causas". En fin, como escribió Corvalán Posse, prefirió "una realidad tangible a lo inalcanzable del misterio", tal cual se refleja en el poema "Como los bueyes".
"Ser bueno, en mi sentir, es lo más llano/ y concilia deber, altruismo y gusto:/ con el que pasa lejos, casi adusto,/ con el que viene a mí, tierno y humano.// Hallo razón al triste y al insano,/ mal que reviente mi pensar robusto;/ y en vez de andar buscando lo más justo/ hago yunta con otro y soy su hermano.// Sin meterme a Moisés de nuevas leyes,/ doy al que pide pan, pan y puchero;/ y el honor de salvar al mundo entero/ se lo dejo a los genios y a los reyes:// Hago, vuelvo a decir, como los bueyes,/ mutualidad de yunta y compañero".
Este poema habilita una reflexión sobre el sentido de los ideales, tanto de los que importarían "salvar al mundo entero", los grandes ideales, como de los cercanos, ese "hacer yunta" con el prójimo. Al respecto, José Ortega y Gasset fue quien al ver el lugar que el hombre le da a los ideales, encontró una incongruencia. Vio que es frecuente, por un lado, tener vergüenza de afirmar el bien individual por considerarlo nimio cuando -en realidad- influye con mayor vigor en el ánimo personal, mientras -por el otro- se dota de "colosales proporciones" a cuestiones muy lejanas, a "ideales exangües", totalmente "faltos de adherencia sobre nuestra individualidad", como el "bien de la humanidad" que "se nos presenta con el tamaño de un dios enorme, (…) a quien todo debe sacrificarse".
Esta incongruencia, para el filósofo, deriva en una radical hipocresía y obedece a una "cultura enferma de presbicia", que sólo percibe lo lejano y deja a lo contiguo fuera de foco. A su criterio, el hombre debe reaccionar y ensayar una "cultura miope", dispuesta a exigir "a los ideales proximidad, evidencia, poder de arrebatarnos y de hacernos felices" (en "Ideas sobre Pío Baroja", año 1916).
Proyectar ideales, explicó el pensador madrileño, "es una función de la fisiología humana", pero para corregir ciertas falencias se los ha utilizado como "función compensatoria". Lo cual es un problema y ello sucede, según Ortega, cuando el hombre necesita junto a su destino real, "dar a su vida una especie de segundo piso imaginario donde poder representar una comedia de grandes actitudes y hacer cuadros plásticos de virtud, de ascetismo, de sacrificio!". Al tener un déficit en su destino, busca equilibrarlo creyéndose tener "una misión", como "reformar la sociedad" (en "Notas del vago estío", año 1926).
Ante semejante panorama, Ortega postuló la necesidad de una "higiene de los ideales" (en "Mirabeau o el político", año 1927). El hombre debe evitar esa presbicia y el mecanismo compensatorio. Para lograrlo es esencial preguntarse cómo tiene que ser algo para ser un ideal, y en esa línea –señaló Ortega- la historia nos muestra que es frecuente que un ideal germine, fructifique y fenezca, por lo cual, se preguntó: "¿Cómo es esto posible, si no ha variado su contenido, su trascendencia objetiva?". La respuesta está, para el filósofo, en que "es un error considerar a los ideales sólo en sí mismos, aparte de su relación con nosotros".
Advirtió Ortega, entonces, que "no basta que algo sea perfecto para que sea, en verdad, un ideal", lo importante es que sea "una función vital, un instrumento de la vida" concreta y circunstanciada del hombre. La vida es imposible sin ideal, destacó el filósofo, porque es uno de sus órganos constituyentes. En definitiva, sentenció que "como los antiguos caballeros, la vida usa espuela" (en "Epílogo al libro 'De Francesca a Beatrice'", año 1924). Y, a fin de evidenciar que deben ser cercanos los ideales, aclaró que "hay que extraerlos de la realidad misma" (en "Meditación de la criolla", año 1939).
Ahora bien, este abordaje permite ser más perspicaz en la lectura de los problemas, dado que a veces -según Ortega- se padece "una vital decadencia que no procede de enfermedad en nuestro cuerpo ni en nuestra alma, sino de una mala higiene de ideales". Hay que saber diferenciar entre los ideales cercanos, esos "estímulos del vivir: encantar, atraer, irritar, disparar nuestras potencias", de aquellos distantes.
Será cuestión, entonces, de enfocarse en ideales enraizados a la vida de cada uno y su circunstancia, que para nada se asemejan a un ciego egoísmo. Es que si todos proyectasen ideales bien próximos involucrarán a un entorno extendido, ocupando realmente el lugar que los ideales altisonantes sólo retóricamente hacen. Se trata, en definitiva, de esos ideales que tienen la esencia del que eligió Almafuerte cuando vio al prójimo en dificultades, el hacer "como los bueyes,/ mutualidad de yunta y compañero", sin estridencias, dentro de lo que es posible y con sentido.
(*) El nombre del ciclo corresponde a un verso del poeta Roberto Juarroz: "Un poema salva un día"
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