Miércoles 9.11.2022
/Última actualización 12:36
Desde siempre lo imposible es uno de los nombres de lo que no podemos cambiar por más empeño que pongamos en ello. Es un límite absoluto e infranqueable, no atribuible a una falta personal, sino a un hecho de estructura del cual nadie se exceptúa, salvo en las fantasías de omnipotencia. Jacques Lacan llamaba lo real a dicha imposibilidad, cuyo ejemplo paradigmático es la muerte, en tanto condición de finitud inherente a la vida misma. No es casual que un refrán de la cultura nos recuerde que todo tiene solución, menos la muerte.
Tiempo atrás le preguntaron a un artista cómo se las arreglaba con su enfermedad neurodegenerativa sin cura conocida. A su turno, él respondió citando el microrrelato de Augusto Monterroso, titulado "El dinosaurio" (1959), tan breve que cabe en un puñado de palabras: "Cuando despertó, el dinosaurio todavía estaba allí". A diferencia de la pesadilla que acosa de tanto en tanto al durmiente, en donde el súbito despertar nos rescata del horror que se impone en la escena del sueño, no hay despertar de lo real. Mejor dicho, nos despertamos y eso sigue allí junto a nosotros, justo donde lo dejamos la noche anterior. Nos sigue como la sombra al caminante.
En tanto, lo imposible irrumpe bajo muchas formas en lo cotidiano -la muerte es sin duda su encarnación menos sutil-, entonces puede decirse que cada uno debe lidiar con sus imposibles en el devenir de la existencia, lo advierta o no. Por supuesto, la presencia de un límite inexorable no implica necesariamente que sea reconocido como tal, hecho que nos abre a las múltiples formas en las cuales nos defendemos de lo imposible. Un modo de defensa característico es la renegación, término acuñado originalmente por Sigmund Freud (Verleugnung), donde un sujeto desmiente el juicio que la realidad le impone una y otra vez. Tiene sentido evocar aquí la "esperanza" y su apreciación ambivalente en nuestra cultura, valorada en la religión y denostada al mismo tiempo por filósofos y pensadores.
En lo que atañe a la religión, la esperanza es una manifestación de fe, de la que se espera que mueva montañas, según el aforismo popular. Consta en los escritos del apóstol Pablo: "Es la fe la certeza de lo que se espera, la convicción de lo que no se ve". Es también la confianza en el cumplimiento de una promesa, aquella que hará posible lo imposible. En oposición, ya en el campo de la reflexión filosófica, Friedrich Nietzsche escribe en su tiempo: "¿Quién es el único que tiene motivos para evadirse, mediante una mentira, de la realidad? El que sufre a causa de ella". Aunque la idea de realidad objetiva es siempre discutible en la teoría psicoanalítica, no es lo mismo ser un mentiroso que mentirse. Es preciso no olvidar que lo imposible conlleva una dimensión traumática difícil de soportar.
Ahora bien, ¿por qué la reticencia respecto de la esperanza? Sencillamente, es lo que nos lleva a insistir en algo más allá de lo necesario. En el pensamiento helénico clásico, especialmente en el mito griego de Pandora, la esperanza es el último mal que escapa de la caja para martirizar a los hombres. Desde un punto de vista fáctico, suele decirse que los mitos son falsos, pero enuncian algo verdadero.
En las puertas del infierno, el Dante lee unas palabras que le causan pena: "¡Oh vosotros los que entráis, abandonad toda esperanza!". Por regla, cuando se busca doblegar un imposible, solo se obtienen dos cosas: impotencia y frustración. La esperanza es así la condición que relanza el circuito hacia un infinito sombrío.
En este contexto, la definición de imposible requiere algunas precisiones, y es el campo de la práctica clínica el que ofrece un punto de apoyo a la argumentación. Pensemos, por ejemplo, en un músico profesional que, tras una lesión o enfermedad orgánica, ve afectada la motricidad fina de sus manos, obstaculizando la ejecución de su instrumento y medio de vida. ¿Cuántas veces se relata que un médico dictaminó que su paciente no podrá realizar en adelante tal o cual actividad cotidiana y, sin embargo, el empeño en la rehabilitación logra relativizar el fatídico pronóstico inicial? En estos casos, la calificación de imposible resulta de un error de juicio del médico en cuestión. A propósito, en las redes sociales circula una frase que aspira a un efecto poético: "Como no sabía que era imposible, lo hizo". Pero, si utilizamos las nociones que propone la lógica clásica, si lo hizo entonces se excluye desde el principio de la categoría de lo imposible. Nuevamente, la atribución de imposible es consecuencia de una creencia antes que un hecho de estructura.
No obstante, incluso en esta coyuntura hipotética, lo imposible aún persiste como un resto irreductible. La función motora puede rehabilitarse, compensarse o suplirse -en mayor o menor medida, según sea el caso-, pero siempre existirá una diferencia respecto de la condición original. En adelante se trata del encuentro con otro cuerpo, cuyas leyes de funcionamiento tendrán que descubrirse nuevamente, tanto en su potencia como en su límite. Dicho en otras palabras, la condición de habitar el nuevo cuerpo es consentir perder el que se tuvo. Si a nivel del psiquismo no hay inscripción simbólica de esa diferencia, si aquel trabajo elaborativo de una pérdida (duelo) se obtura en nombre de la esperanza, entonces la experiencia del nuevo cuerpo estará mediada por la nostalgia de un cuerpo fantasma, difícil de investir libidinalmente.
Precisamente, es en los espacios psicoterapéuticos donde cada cual tiene la posibilidad de identificar su imposible, ponerle palabras a eso que ordena una parte de la vida desde las sombras. El asunto es nombrar, mejor aún, hacer nombrable el imposible singular en el cual estamos embrollados sin saberlo, para poder hacer otra cosa con eso, además de renegarlo.
(*) Psicoanalista, docente y escritor.