Virginia Trevignani (*)
Virginia Trevignani (*)
Mientras escribo esto, mi hija cumple tareas escolares en un aula virtual. La pantalla dividida de su celular muestra a tres amigas haciendo lo mismo desde sus casas; de a ratos activa sus voces, se preguntan cosas y luego las silencia: están separadas pero juntas, acompañándose desde la “fría” pantalla.
Mientras escribo esto, mantengo abiertas varias conversaciones en simultáneo desde mi computadora: con compañeros de trabajo, amigos y familia. Con algunos de ellos que viven lejos, estas interacciones virtuales no son una novedad que trajo la cuarentena preventiva y obligatoria: recreamos el ritual de sentirnos cerca estando lejos, aunque lo hagamos con ayuda de un “aparato”.
También, mientras escribo esto, abro y cierro distintas plataformas informativas. Leo el mensaje de Angela Merkel pidiendo a los alemanes “disciplina y solidaridad”; mientras otros Jefes de Estado privilegian en sus mensajes “mantener encendido el motor de la economía”. En un video, escucho a un médico español rogar a los jóvenes que no vayan a las guardias a pedir el “test”, pues esto satura el servicio de salud y pone aún más en riesgo a las personas de mayor edad. Se multiplican los mensajes de expertos con información que —a veces— nos parece contradictoria.
Quizás la palabra “aislamiento” no sea la que mejor describe la situación en la cual estamos inmersos los que habitamos un mundo con coronavirus; menos aún si la acompañamos del adjetivo “social”.
Lo que se retrae es el vínculo “cara a cara”, la cercanía física, la inmediatez corporal. Pero esta retracción empezó mucho antes, es un proceso de largo plazo en el cual hemos aprendido a cultivar vínculos con otros, mediante el uso de nuevas tecnologías. Estas relaciones virtuales con otros no pasarían del “like” si no estuvieran construidas en la confianza e intimidad creadas por las interacciones “cara a cara” de amor, amistad y trabajo colectivo.
Quizás la novedad que nos trae la cuarentena no es justamente el aislamiento social, preventivo y obligatorio, ni los mecanismos de control social (a veces exagerados) que se activan para asegurar su cumplimiento, sino los nuevos compromisos sociales que esto nos obliga a asumir. Estos nuevos compromisos son una forma de solidaridad, y que no se limita a la versión edulcorada de “ayudar a otros”.
Nos recuerda que nuestras vidas están entrelazadas con las de otros (conocidos y desconocidos; humanos y no humanos), y que esa mutua dependencia es la que garantiza nuestra sobrevivencia. Nos obliga a tomar conciencia de lo que supone estar inmersos en largas cadenas de interdependencia: lo que pasa en una punta afecta lo que pasa en la otra.
Algunos desafíos solidarios que estamos invitados a pensar durante la cuarentena:
—Inventar nuevas reglas de convivencia en nuestras casas, que parecen cobrar vida ante la presencia de todos sus miembros compartiendo un mismo tiempo y espacio. Quienes teníamos estructurada una rutina cotidiana en base a la vida pública, el trabajo y la escuela (el afuera), quizás descubramos —con sorpresa— que esos seres tan cercanos que llamamos familia son un poco desconocidos. Necesitamos imaginar nuevos modos que nos ayuden a tolerar la intensidad de los vínculos cara a cara entre familiares.
—Reconocer que la casa “cobra vida” sólo para aquellos que tienen un “adentro” para habitar, unos vínculos familiares para recrear y un reaseguro económico para soportar el parate. Para muchos ciudadanos en nuestro país, el “encierro” no es una opción, como es el caso de Atilio, el carnicero de la foto. Estamos obligados a imaginar (el Estado, en primer lugar) alternativas de protección que no se circunscriban a los sectores medios y a los que viven de un salario estable.
—Comprender que el dilema entre resguardarse o resguardar el patrimonio (trabajo), es de compleja resolución, más aún cuando no se cuenta con sistemas de bienestar (políticas públicas) que medien. Los que están obligados a “trabajar” (por ser trabajadores exceptuados, según el decreto que regula la declaración de aislamiento obligatorio), afectan las condiciones de seguridad de aquellos que eligieron resguardarse. Por eso, nos debe importar como sociedad encontrar soluciones también para este dilema. Pero también, en este sentido, sería bueno sensibilizar nuestro enojo con los que “no cumplen con el aislamiento obligatorio”, distinguiendo entre aquellos que no lo cumplen porque sienten restringida su libertad individual, de los que lo hacen porque no tienen otra opción.
—Reflexionar sobre la función social que puede cumplir el miedo, que no debe servir para paralizarnos sino para recordar que no somos inmortales. Sentir miedo (pero mantenernos informados por fuentes confiables) permite encender las alarmas, cuidarnos y activar la responsabilidad y solidaridad social.
(*) Socióloga (Fhuc-UNL)