El actual gobierno peronista fue derrotado en las urnas en las elecciones intermedias de 2021 y hay muchas probabilidades de que sea derrotado en las presidenciales previstas para el último trimestre de 2023. En política, y sobre todo en materia electoral, nunca está dicha la última palabra, pero convengamos que el olor a derrota es un halo que acompaña al peronismo, un olor que los primeros en percibirlo son los propios peronistas. A la deplorable situación económica y social, se suma la pérdida de autoridad política. La jefa máxima acaba de ser condenada por la Justicia a seis años de prisión y este fallo más que una clausura parece ser el punto de partida de nuevos fallos condenatorios. El presidente de la Nación, Alberto Fernández, ha hecho todos los méritos posibles para ganarse el apodo de "títere", pero palabras más, palabras menos, el deterioro de su autoridad política terminó de confirmarse estos días cuando hasta los jugadores de una selección de fútbol se negaron a saludarlo. Negativa que, para contribuir a la confusión general, en más de un caso fue estimulada por los propios peronistas. La carta ganadora de que dispone el actual peronismo se llama Sergio Massa, un político que en la jerga kirchnerista sería calificado de derecha y que en términos de credibilidad pública exhibe, junto con Cristina y Alberto, niveles altísimos de descreimiento y los apodos populares más honorables que se ha podido ganar hasta la fecha son los de "Ventajita" o "Vendedor de humo". Dicho de una manera lineal, el actual peronismo como proyecto político de poder está agotado. No así como cultura política y capacidad de influencia en el mundo de las corporaciones. La oposición debe saber que de aquí en más su principal preocupación deberá ser cómo gobernar un país que en más de un aspecto está en ruinas. A estas dificultades visibles, se suma la presencia de una oposición peronista cuyos principales líderes no han vacilado en afirmar que están dispuestos a arrojar el doble de toneladas de piedras que arrojaron en su momento contra el Congreso en defensa de jubilados a los que luego no vacilaron en reducirles sus ingresos, es decir, en traicionarlos miserablemente. El escenario que se presenta hacia el 2023 es muy complicado, pero hay una Argentina que dispone de recursos, iniciativas y pasión nacional como para empezar a revertir estos años de decadencia. Decisión, voluntad política y alguna ayuda discreta de los dioses. No es imposible, países en condiciones mucho más difíciles que las nuestras lo hicieron.
Dos o tres noticias ocurridas en las últimas semanas del año permiten evaluar a un gobierno que ingresa en el tramo final de su mandato, con un diagnóstico que un profesional de la medicina muy bien podría calificar de reservado. Primera noticia: Argentina campeona del mundo. A nadie se le escapa que el anuncio trasciende la política deportiva y ese detalle a un populista jamás se le puede escapar. Cinco, seis millones de argentinos en las calles de Buenos Aires. El pueblo. Pero no el mítico pueblo peronista, sino el pueblo argentino. En cualquier país del mundo este tema no merecería discutirse. En la Argentina dominada durante décadas por la hegemonía populista, sí. El populismo ha perdido elecciones, pero siempre mantuvo intacto el mito del pueblo peronista en la calle, el pueblo identificado con la nación. El martes 20 de diciembre el pueblo real, el pueblo con sus luces y sombras, con sus ricos y sus pobres y sus clases medias, ganó la calle para celebrar un triunfo deportivo que era al mismo tiempo su celebración como nación. El 20 de diciembre de 2022 los populistas verificaron que el pueblo es argentino, no peronista.
No concluyen aquí los contratiempos culturales de nuestro populismo criollo. Los protagonistas de la jornada, los héroes de Troya, se negaron a presentar su saludo al rey. Ulises no quiere volver a Ítaca. O para decirlo de una manera más prosaica: los campeones del mundo, los que movilizaron con su gesta a millones de personas, no se reportan ante el líder o la líder del pueblo. Convengamos que desde el punto de vista mítico, lo sucedido para el populismo es una tragedia. Millones de personas en las calles que no le pidieron permiso a los amos peronistas para salir, sino que además se niegan a rendirle honores. Nunca visto. Admitamos que los jugadores de fútbol por lo general no suelen anteponer la ideología o la política a sus venturas o desventuras deportivas. El equipo de 1978 no demostró demasiados remilgos existenciales para saludar a Videla. Y los campeones de 1986 no necesitaron profesión de fe alfonsinista para saludar a quien consideraban el presidente de todos los argentinos. Y sin embargo, en 2022 decidieron no ir a la Casa Rosada, y mucho menos saludar al compañero Alberto, a la compañera Cristina o al compañero Sergio, el triunvirato que ocupa el poder político en la Argentina. ¿Qué pasó? No tengo respuestas absolutas; creo que nadie las tiene. Pero lo cierto es que algo pasó, algo ocurre en la Argentina para que los ídolos populares, unánimemente reconocidos como tales, decidan no cumplir con la ceremonia que todas las selecciones del mundo cumplen con sus autoridades políticas. ¿Qué pasó? Algo es seguro: ni los jugadores ni el público consideraron oportuno ir a la Casa Rosada. ¿Pero no es que la Casa Rosada es de todos los argentinos? Claro que lo es. Teóricamente lo es, pero la cultura populista insistió durante décadas en que la Casa Rosada es peronista y quien ose ocuparla sin ser de ese signo es un intruso. Esta "verdad" los peronistas la han escrito, pero sobre todo constituye su íntima subjetividad política. Pues bien, ese certeza en algunos, intuición en otros, es la que estuvo presente en quienes consideraron que ir a la Casa Rosada significaba no saludar al presidente de todos los argentinos, sino al presidente de una facción calificado por sus propios seguidores con el indigno título de "títere", para no hablar de su venerable vicepresidente, recientemente condenada por la justicia a seis años de prisión.
Mientras en las calles se festeja un triunfo deportivo que, repito, es algo más que un triunfo deportivo, la Corte Suprema de Justicia produce un fallo que restituye para la ciudad de Buenos Aires los fondos coparticipables despojados por Alberto Fernández en plena cuarentena. En el acto, el gobierno peronista desconoce el fallo sin preocuparse demasiado acerca de los alcances sediciosos de su decisión. No solo desconoce el fallo de un poder constitucional, el poder encargado de velar por la Constitución precisamente, sino que convoca a los gobernadores peronistas, quienes ni lerdos ni perezosos se someten a la voluntad presidencial. Nobleza obliga: hay que admitir que en en este punto el peronismo no tuvo fisuras, Por lo menos en la cúspide del poder no las tuvo: Alberto, Cristina y Sergio cerraron filas sin vacilaciones. Solo dos gobernadores peronistas no se sumaron al candombe: los de Santa Fe y Córdoba, dos provincias que disponen de sociedades que a diferencia de Formosa o Santiago del Estero, por ejemplo, no están mayoritariamente sometidas por el empleo público o la humillación planera; dos provincias (Santa Fe y Córdoba) cuyos gobernadores suelen sostener principios republicanos, no tanto porque crean en ellos, como porque les asiste la certeza de que sus sociedades no tolerarían salvajadas populistas como las que suelen cometer los jeques feudales.
La sumisión de los gobernadores peronistas al poder central responde a una añeja tradición política, una tradición que excede incluso al peronismo. Cuando en 1852 Urquiza se pronunció contra Juan Manuel de Rosas, solicitó el apoyo de los gobernadores de la Confederación. Mayoritariamente estos caballeros, duchos en el oficio de degollar disidentes, decidieron dejarlo solo. Y no solo lo dejaron solo, sino que redoblaron su adhesión al Restaurador. Nunca como entonces los gobernadores fueron más rosistas, nunca como en esas semanas ponderaron con tanto entusiasmo los colores de la divisa punzó y la belleza de la dulce Manuelita. Pues bien, ocurrió lo que todos sabemos que ocurrió en Caseros, y mientras el tirano disfrazado de marinerito se refugiaba en una fragata inglesa, Urquiza enviaba a un joven Bernardo de Yrigoyen para hablar con los díscolos y rebeldes gobernadores. Para sorpresa de Bernardo, en las provincias no había ni díscolos ni rebeldes. Todo lo contrario. Sumisos y serviles como ovejitas. Todos se florearon en agasajos y floripondios hacia Urquiza. De la mañana a la noche, los compañeros gobernadores cambiaron de opinión. O, mejor dicho, mantenían intacta sus íntimas convicciones: estamos siempre del lado del que gana y manda. Ayer con Rosas, hoy con Urquiza. Como se podrá apreciar, Insfran, Zamora, Jalil, Capitanich, Uñac, Saénz, Quintela o Jaldo disponen de ilustres y destacados patrocinadores.
Nobleza obliga, una pregunta es pertinente: ¿es tan extravagante que un gobierno peronista desconozca la independencia del Poder Judicial o un fallo de la Corte Suprema de Justicia? La verdad sea dicha, el peronismo en este punto desde 1946 a la fecha ha sido rigurosamente coherente. Así fue en 1946, cuando una de las primeras decisiones que toma Perón apenas asume el poder el 4 de junio (fecha fascista para celebración de fascistas) fue iniciarle juicio político a la Corte Suprema y designar en su lugar una Corte de signo clerical que nunca ocultó su auténtica filiación peronista. La misma Corte Suprema sumisa existió entre 1973 y 1976, para no hablar de la Corte menemista presidida por un tal Julio Nazareno, cuya exclusiva habilidad jurídica había sido hasta entonces hacer los mandados en el estudio jurídico de los Menem en La Rioja. Los Kirchner por su parte se encargaron de darnos lecciones de republicanismo y división de poderes en el feudo de Santa Cruz con procuradores disidentes borrados de un plumazo y reelección indefinida. Lanzados a la arena nacional, desde hace quince años su obsesión política exclusiva es la condena a la justicia independiente aliada con su otro enemigo jurado: la prensa. Admitamos, para relativizar estas afirmaciones, que los populistas no están en contra de todos los jueces del país, solo de aquellos que les fallan en contra; del mismo modo, que su recelo a la prensa no alcanza a todos los medios, sino a aquellos que se atreven a criticarlo.