Los patios han sido durante siglos el corazón de las viviendas, más allá de las dimensiones y formas que unos y otras pudieran asumir. Ampulosos, espectaculares, los de los ricos; modestos, los de menores recursos. Necesarios, desde el punto de vista higiénico, esos espacios de luz y aire, permitían que las casas familiares respiraran y que los rayos del sol, mediados por galerías de transición, contribuyeran a controlar la reproducción de ciertos gérmenes.
Pero, sobre todo, los patios han sido siempre lugares de intimidad, de privacidad familiar, de encuentro y reunión con amigos o, simplemente, de gozosa contemplación de plantas y pájaros, de retazos de cielo, luminoso durante el día, cargado de estrellas en las noches, con atisbos de la luna en su secuencia de fases.
Esta apertura a los cambiantes ciclos de la naturaleza, este sitio donde los ruidos urbanos se apagan, este lugar donde nos imaginamos protegidos de las acechanzas del exterior, ha sido tan valorado por las distintas civilizaciones, que los chinos, por ejemplo, lo llamaban "regalo del cielo".
Hoy los evoco porque los estamos perdiendo, en particular en los sectores originarios de la ciudad, que fue donde nacieron, fruto de herencias culturales que nos remiten principalmente a Roma, como civilización en la que la casa-patio tuvo un desarrollo sistemático que habría de irradiarse al mundo.
A la tierra donde hoy se erige la Argentina, este tipo de vivienda urbana llegará, a partir del siglo XVI con la conquista de América por el reino de España. Siglos antes había arribado a la conquistada Hispania con los ejércitos romanos. Pero la traslación del modelo a América imprimirá sobre el atrio clásico características propias de Andalucía, porque eran las que mejor se correspondían con los climas de América Central y del Sur.
Por cierto, la tipología no fue homogénea; en las zonas montañosas, la piedra fue el dominante material de construcción, en tanto que, en los valles cálidos y las llanuras calientes, los adobes o tapias encaladas pusieron acentos blancos en medio del verdor vegetal. Lo que en cambio se mantuvo con pocas variaciones fue el patio como espacio organizador de las construcciones que lo delimitan.
Con el correr de los siglos, los patios que, en el sur de España, habían mezclado sus genes romanos con los de proveniencia árabe, aromatizados por las fragancias de jazmines y diamelas, y teñidos con los rojos de los geranios, en Santa Fe fueron perdiendo terreno. Es que, en el sur de la ciudad, a fines del siglo XIX, sobre el eje de la calle del Comercio (hoy, San Martín), los frutos del desarrollo empezaban a transformar la faz urbana. Grandes caserones italianizantes reemplazaban progresivamente a las austeras residencias levantadas en las centurias anteriores. Las paredes cambiaban adobes por ladrillos cocidos que, en los frentes de las casas, se cubrían de materiales que simulaban la piedra, mientras sus superficies antes lisas se brotaban de elementos ornamentales (pilastras, capiteles, cornisas, frisos, balaustradas) y sus rejas, antes sencillas, se convertían en filigranas de hierro forjado.
Lo que sin embargo no había cambiado era la esencia del patio. Si bien se mira, los patios de las grandes casas levantadas por arquitectos, maestros de obra y albañiles procedentes de Italia, conservaban las características principales de la "domus" romana: el espacio en cuadro abierto al cielo ("atrium"), el sistema de captación de agua de lluvia y su conservación en una cisterna bajo tierra ("impluvium"), y las galerías de uno, dos, tres o cuatro lados en torno al patio ("peristylum"). Las casas construidas por italianos se reencontraban con sus milenarias fuentes clásicas.
Entre nosotros, en los patios "secos", embaldosados, con la vegetación atrapada en planteras disciplinarias, la presencia del agua era menos espectacular que en las "domus" romanas o las residencias sevillanas con sus infaltables fuentes de agua cantarina que aún humedecen y refrescan los ambientes en el clima tórrido del verano. Pero más eficaces.
A diferencia de la "domus", en la que el impluvio era alimentado por el agua de lluvia que ingresaba espontáneamente por la abertura del peristilo, en nuestra ciudad, toda la superficie de los techos recibía la lluvia y, a través de suaves inclinaciones la volcaba en canaletas colectoras que, mediante cañerías, la descargaban en la cisterna construida bajo tierra. En la superficie del patio, entre tanto, sólo emergía el cuerpo del brocal del aljibe con su arco de hierro para bajar y subir los baldes de agua, conservada en la fresca oscuridad del pozo.
Las casas romanas empezaron a abandonar sus impluvios cuando la construcción de los acueductos proveyó a las ciudades de agua continua de buena calidad. Y Santa Fe comenzó a dejar de lado a sus aljibes cuando las obras de las aguas corrientes, impulsadas por nuevas políticas sanitarias, iniciaron su abastecimiento domiciliario.
Y ya que ligamos nuestros patios -que se extinguen en las zonas sur y centro por el avance de los edificios de altura- con sus antecedentes romanos y andalusíes, cabe agregar que al igual que en aquellas culturas, instrumentos de mitigación de la luz solar excesiva, como los toldos y las pérgolas, también fueron utilizados aquí. A veces con tal exceso que ensombrecían y humedecían demasiado aquello que había sido concebido como fuente de luz, aire y conexión visual con el cielo.
Así, el "regalo del cielo" de los chinos y el "Jardín del Paraíso", según la poética árabe de los andalusíes, ahora se reduce progresivamente en espacios urbanos que se contraen, y como el magma, ascienden en erupciones constructivas cada vez mayores. Balcones y pequeñas terrazas con macetas para plantas intentan compensar la privación de los patios de otro tiempo. Algo parecido ocurre con las vistas panorámicas de altura que aumentan la percepción del cielo, pero la necesidad de verde se manifiesta cada fin de semana con la búsqueda de espacios abiertos y genuinas vivencias de la naturaleza. En verdad, nada se pierde, todo se transforma; pero hay cambios que tienen el sabor de la pérdida.