Por Pablo Mandrile (*)
Por Pablo Mandrile (*)
1.
Por estas horas se cumplen treinta días desde la asunción de Javier Milei como presidente de la Nación. Aun si a estas alturas resulta un lugar común afirmar que estamos frente a un fenómeno desconocido en nuestra historia política, un verdadero "cisne negro" como se dice últimamente, creo que por remanido no deberíamos perder de vista este punto de partida si queremos descifrar la naturaleza de su gobierno.
Charlando en la calle con amigos o vecinos, mirando de reojo algún programa de televisión o leyendo a los analistas políticos más sofisticados, es moneda corriente coincidir en el diagnóstico que afirma que la impensada victoria de Milei obedeció más a un hartazgo generalizado de buena parte de los argentinos, una especie de catarsis rabiosa, de espasmo mezcla de bronca y desencanto frente a lo dado, que a un enamoramiento perdido de las ideas libertarias vociferadas con vehemencia por el nuevo presidente.
Si los sellos partidarios y las alianzas políticas son coyunturales y, en tanto tal, van y vienen, las ideas, los prejuicios e identidades políticas no tanto. "Cárceles de larga duración" al decir del historiador francés Fernand Braudel, las sensibilidades políticas, como prefiero llamarlas, son aspectos profundamente arraigados en el sentir de los pueblos. Nuestro país, por caso, tiene a mi entender dos grandes identidades (o sensibilidades) políticas, repito, que exceden lo estrictamente partidario: una que podríamos llamar nacional y popular y otra liberal republicana. En aras de simplificar (aún a costa de pasar por alto matices y diferencias históricas y conceptuales insoslayables) me interesa subrayar que ambas concepciones han moldeado una cultura política fuertemente igualitaria. Con sus instituciones públicas, leyes y conquistas históricas, Argentina forjó a lo largo del pasado siglo tanto un espíritu como una arquitectura institucional (voto universal, educación y salud públicas, sistema jubilatorio, acceso universitario, etc.) asentados sobre los principios de igualdad y universalidad de acceso.
Sin embargo, ese mismo consenso igualitario que promovió exitosamente el ascenso social de millones de argentinos durante las décadas más prósperas de nuestra patria, hace largo tiempo se parece más a una nostálgica evocación del pasado que a una fórmula eficaz de progreso nacional e inclusión social.
Fue Alexis de Tocqueville quien en el siglo diecinueve distinguiera con lucidez a la igualdad como el principio constitutivo, el ethos, la savia nutriente de la experiencia política de las modernas democracias occidentales. Pero al mismo tiempo advirtió, como el buen aristócrata resignado que era, que la igualdad mal concebida también podría arrastrar la democracia a su decadencia y degeneración (a diferencia de estos tiempos, los clásicos se animaban criticar a la democracia, precisamente por valorarla)
Entre la advertencia de Tocqueville hace casi doscientos años y el triunfo de Milei un mes atrás, creo podemos hallar buenas razones del punto en el que nos encontramos. En nombre de nuestra otrora gloriosa e inclusiva igualdad hace mucho tiempo dejamos de ser lo que fuimos y pasamos de ser un país con movilidad social ascendente a un país que iguala para abajo. Nuestras élites políticas -con nuestra complicidad como sociedad-, han perdido de vista el círculo virtuoso entre igualdad y obligaciones. Daría la sensación que muchas veces los argentinos queremos igualdad a la escandinava pero produciendo como Angola. La ecuación no cierra, o mejor dicho, cierra a la fuerza con emisión descontrolada, inflación de tres dígitos o pidiendo prestado afuera lo que no podemos devolver.
La disyuntiva me parece clara: ¿Podemos mantener nuestro valiosísimo consenso igualitario sin introducir reformas de base? ¿Cuál es el espacio que queda en pleno siglo veintiuno -revolución digital mediante- para construir sociedades más integradas y cohesionadas? y en última instancia ¿Valorará el presidente Milei aquellas instituciones igualitarias o creerá que una sociedad próspera se basa exclusivamente en la voluntad del individuo "libre" y que el único criterio de convivencia social es la lógica del mercado? … Todo está por verse.
2.
Estamos frente a alguien que no creció en el ambiente de la denostada "rosca", que no socializó en oficinas y pasillos de edificios públicos. Dicho en buen latín, Javier Milei no se curtió dentro de los ambientes de la política tradicional. Esto de suyo no es ni bueno ni malo, es más, justamente para muchos constituye una virtud.
Justamente, por no provenir de la política tradicional es un rara avis difícil de predecir en sus movimientos. Entre la primera vuelta y el balotaje se movió con sumo desparpajo, como un político pragmático en busca de los apoyos que a la postre lo consagrarían presidente. Ahora, en cambio, ungido presidente, se parece más a la caracterización que le diera con fina ironía y lucidez el profesor Alaniz: un "trosko de derecha", un fanático ideologizado e intransigente que pretende construir la realidad a la medida de sus ideas. ¿Cuál es el verdadero Milei? Es posible que el transcurso y los sinsabores del empeño presidencial vayan revelándonos poco a poco cuál de las dos versiones se impone.
Esto empalma directamente con un punto que me parece central: no nos está gobernando un partido político sino un grupo de personas que, a primera vista, no tendrían en común mucho más que la opinión y el deseo de que Argentina sea de otro modo. Así de simple y general. Lo que sucede es que las consignas simples y generales pueden alcanzar para ganar una elección pero no para gobernar. Aquello se llama voluntarismo.
La política siempre fue un arte colectivo, mucho más la política democrática en sociedades plurales con millones de habitantes. Cualquier cúpula dirigencial, sobre todo si es política, necesita para gobernar un país como Argentina de un conjunto más o menos compacto y abroquelado de voluntades que se alineen detrás de un proyecto y sirvan de vasos comunicantes entre el vértice de las decisiones y el llano de la ciudadanía. Un liberal republicano con todas las letras como Julio María Sanguinetti, ex presidente uruguayo, ha destacado en reiteradas oportunidades la fortaleza de los partidos políticos orientales como factor esencial de la estabilidad política y macroeconómica del país vecino. Desde la centro-izquierda Pepe Mujica suscribiría sin reparos esta apreciación. La Libertad Avanza no es un partido político stricto sensu y su líder, Javier Milei, tampoco parecería muy interesado en edificarlo como tal.
Frente a esto vale recordar que, para bien y para mal, los partidos políticos son más previsibles que un conjunto amorfo de "buenas voluntades", en tanto los partidos representan una cierta trayectoria histórica o tradición, un determinado pliego de valores (por más que luego se empeñen en traicionarlos) y un conjunto más o menos previsible de políticas públicas que los definen y que intentan implementar cuando les toca gobernar. Es verdad que en todas las latitudes los partidos se encuentran en crisis, pero por real no conviene despreciar ni olvidar lo deseable. ¿Podrá nuestro Presidente llevar a buen puerto su propuesta de gobierno sin disponer del apoyo de un armado político consistente? ¿Alcanza la legitimidad de origen y el resbaloso apoyo popular para consagrar las reformas que se propone? … Todo está por verse.
3.
Cabría preguntarnos seria y honestamente si realmente pensamos que el fracaso colectivo y la decadencia de décadas puedan revertirse en apenas pocos meses a fuerza de voluntad y dogmatismo ideológico. Será más sensato admitir que, dentro de los tiempos que la salud republicana impone, las reformas no son tan rápidas ni sencillas. Eso que llamamos república no es otra cosa más que un conjunto de reglas del juego político maduradas a través de los siglos en la cultura occidental respecto a la conveniencia de la negociación, la persuasión y el acuerdo antes que la fuerza bruta del número o del garrote. Equilibrios contingentes e imperfectos forjados entre muchos, o una supuesta perfección -paraíso terrenal por derecha o por izquierda- imaginado e impuesto desde arriba por unos pocos. La política republicana siempre lucirá más gris, aburrida y tediosa frente al brillo incandescente de las utopías ideológicas. Lástima que estas últimas generalmente terminan en tragedia o en fracaso.
La variedad y amplitud de temas abordados, la radicalidad de las reformas propuestas y la marcada orientación ideológica de los cambios planteados, sumados a la vertiginosa velocidad con la que el gobierno pretende implementarlos, sólo son realizables prescindiendo de las instituciones democráticas. Dicho de otro modo. Sólo mediante la fuerza, la prepotencia (y potencialmente la violencia) un gobierno, sea cual sea su orientación, puede lograr implementar un programa maximalista de cambio social, político y económico en un período relativamente corto de tiempo.
Frente a esto cabe plantearse dos alternativas: ¿Pretende o considera Javier Milei, en nombre de la libertad de mercado, avanzar abiertamente contra las instituciones republicanas? ¿Está verdaderamente dispuesto a ello? En cuanto a esta pregunta, más allá que el propio presidente de la Nación -o alguna parte de su electorado- pudiesen manifestar ciertos síntomas autoritarios (condenables por supuesto) no es esto sin embargo lo que más me preocupa, pues considero que en la Argentina de hoy no hay posibilidades objetivas de éxito para este tipo de desvaríos.
En cambio me parece más preocupante una segunda alternativa. Si descartamos la intención de la nueva administración de subvertir el orden republicano, la envergadura de los cambios propuestos a través del hiperbólico DNU y el no menos pretencioso proyecto de Ley Ómnibus, darían cuenta entonces de un modo de concebir la política ya tristemente conocido en la historia. El modo y las formas de aquellos que entienden la política (y el Poder) como el medio para modelar caprichosamente la realidad de una sociedad según sus ideas "puras".
Los revolucionarios de todas las épocas, sean estos de izquierda o de derecha, han pretendido subvertir radicalmente el estado de cosas de una sociedad conforme a su dogmática visión. Así, desde la trinchera de una supuesta pureza de intenciones e ideas, toda observación, corrección o crítica es tachada como tibieza infame o directamente como enemiga. De Maximilien Robespierre a Benito Mussolini, de Francisco Franco a Fidel Castro fueron, cada uno a su forma, expresiones de esta forma mentis ideológico-revolucionaria típica de la modernidad, enamorada de un anhelado futuro perfecto pero enemiga acérrima de la convivencia republicana.
No sé si dos formados liberales vernáculos como Ricardo López Murphy y Roberto Cachanosky habrán leído al padre del conservadurismo inglés, Edmund Burke. El político y pensador británico acuñó aquella célebre sentencia que afirma la conveniencia de "cambiar conservando", es decir, integrando lo mejor del pasado con las tendencias y desafíos que nos propone el presente. La ciencia política distingue entre reforma y revolución en un doble sentido: profundidad de los cambios propuestos pero, sobre todo, tiempo para implementarlos y sabiduría para distinguir lo prioritario de lo menos urgente. Burke aceptaba el cambio social, pero no al modo de los jacobinos de la otra orilla del Canal de la Mancha.
Pues bien, tanto López Murphy como Cachanosky, que no son precisamente soldados del intervencionismo y la regulación estatal, sentenciaron por estos días su preocupación ante el maximalismo atolondrado de la administración Milei. Es una obviedad aclarar que no lo hicieron por no coincidir en términos generales con su enfoque macroeconóḿico, sino porque les sobra experiencia y lucidez para advertir que las formas y los tiempos son esenciales en política si se quiere ser exitoso (no sólo en las ideas, sino en la realidad).
¿Obedece el maximalismo de Milei a una táctica para aprovechar el elevado apoyo que todavía conserva en la opinión pública y luego sentarse a negociar cambios o, por el contrario, responde a la visión ideológica antes señalada? ¿Serán aprobadas las reformas necesarias y urgentes para dinamizar nuestra economía y mercado laboral, terminar con el capitalismo de amigos y la resistencia corporativa, o estos cambios deseables naufragarán por voluntarismo precoz y falta de discernimiento entre lo prioritario y lo accesorio?… Todo está por verse.
(*) Politólogo. Profesor de Teoría Política UCA.