n esta ocasión no responderé la consulta de un lector, como suele ser lo habitual en esta columna. Es el Día del Padre y, si me permiten, desarrollaré algunas ideas que son personales.
n esta ocasión no responderé la consulta de un lector, como suele ser lo habitual en esta columna. Es el Día del Padre y, si me permiten, desarrollaré algunas ideas que son personales.
En principio, creo que no podría escribir sobre lo que es un padre, sin hacerlo como padre. Tengo que decir que la llegada de mis hijos es todavía el acontecimiento que más me conmovió en la vida. Digo "todavía" porque es como si su nacimiento fuera constante. Me explicaré con una anécdota.
El verano pasado estuvimos de vacaciones familiares en Córdoba y una noche fuimos a ver a Juan Falú. En un momento, dado que estábamos en un bar pequeño y mi hijo menor –hoy un bebé de un año– se puso a llorar, lo alcé y salí a un patio trasero.
Ahí me encontré con un hombre que tomaba un vaso de vino con hielo –era una noche de calor. Cuando me vio, yo con el bebé en brazos, se acercó a mirarlo. Me felicitó y me contó que él tenía tres hijos, ahora ya grandes. Me dijo sus nombres y edades, pero luego agregó: "Los extraño todos los días, todos los días los veo nacer".
Claro, con los años los hijos crecen, tienen que empezar a hacer su vida, quizá hasta se van a vivir a otra ciudad. Tienen que hacer su familia. Sin embargo, hay algo de cierto en que ver a un hijo es verlo nacer de nuevo. Pasa que por nacimiento no me refiero solo al hecho biológico de salir de la panza. Hay hijos a los que vimos nacer cuando ya eran más grandes, que se convirtieron en tales por el lugar que ocupan en nuestro corazón.
La paternidad tiene un sustrato genético, pero este no asegura mucho más que a un progenitor. El padre que importa es el de la filiación simbólica. Y acá los padres sí que la tenemos fácil, porque los hijos nos ayudan muchísimo. Porque incluso en algún aspecto en que un hombre puede ser desastroso, el hijo lo toma y lo reivindica.
El deseo de padre que tienen los hijos es tan grande, que solo por eso los padres deberíamos pensar en tratar de ser un ejemplo. No ejemplares. Tampoco se trata de pensar en la idea trivial de que nos imitan. Digo "ejemplo" en el sentido de asumir la responsabilidad de intentar de ser mejores porque ahí hay otro; cuando tenemos hijos, nuestra vida es un poco para ellos.
Tratar de ser mejores quiere decir aceptar que fracasaremos. No somos ideales, sino que, además, nuestros hijos se van a quedar con lo más real de nuestro ser: los tropiezos, las vacilaciones, las dudas. Por continuidad o por distancia, un hijo tiene un padre si toma posición ante la falta paterna –en absoluto esto significa que le falte un padre.
En efecto, hay padres cuya ausencia es más efectiva que si hubieran estado. El lugar del padre es muy cómodo, si lo comparamos con el de la madre, que tiene que dar reposo y calor, el aliento de vida, las ganas de existir. Para ser padre alcanza con que el hijo se de vuelta y quiera volver con la madre cada vez que nos ve.
El padre es el primer monstruo, mucho antes de que se tenga que inventar alguno para tenerle miedo en las noches. El padre es la causa del asco, porque su barba pincha, porque su voz es grave, porque sus chistes no hacen gracia, porque es torpe para jugar, porque ya está grande y tiene que darse cuenta de que los chicos son chicos y era obvio que la cosa iba a terminar mal.
Quizá sea una prolongación de este gesto infantil el que hace que, en la cultura, el lugar del padre esté cada vez más devaluado. Alcanza con que un hombre vaya y ocupe ese puesto para que sea criticado, sospechado, castigado, etc. Tal vez por eso cada vez menos varones quieren tener hijos.
La paradoja de tener hijos es que la decisión no termina de pensarse antes de que hayan llegado. Hay quienes dicen que es caro, que no dormís más, que perdés libertad, etc. Y sí, todo eso es cierto, pero la llegada de un hijo cambia la vida y los criterios por los que alguien podía encontrar motivos para considerar que su llegada era una mala decisión.
No quisiera concluir estas líneas sin tener presente la situación de las mujeres a las que les toca ocupar también la función paterna. Son ellas las que muchas veces son las primeras en decir que no es lo mismo que el padre sea un hombre -que no tiene por qué ser el progenitor- a que otra persona, una mujer u otra, tenga que hacerse cargo de su rol. La crianza comunitaria tiene una deuda con ellas.
Quizá por eso todavía se dice "Día del Padre" y no es tan fácil reemplazarlo por "paternidades", aunque sí por "familia" o "parentalidades", como -de un tiempo a esta parte- se empezó a decir "maternidades". Quien no tiene un padre, en algún lugar tiene que buscarlo, para bien o para mal.
Para terminar, otra anécdota. Hace unas semanas, un niño me preguntó si los otros hijos de mi mujer eran también mis hijos. Le dije que no, porque ellos tienen un padre. Entonces, contraargumentó: "¿No te molesta que lo quieran más a él que a vos?". Por suerte yo nunca me hice esa pregunta, así que pude responder con espontaneidad: "Lo importante es que yo los quiera como mis hijos".
Si algo yo aprendí en estos años de ser padre, es que la paternidad no es para que nos agradezcan ni para que nos den una medalla (aplauso y beso). Alcanza con que, en un momento de soledad, el hijo no se sienta a oscuras.
Hace unas semanas, un niño me preguntó si los otros hijos de mi mujer eran también mis hijos. Le dije que no, porque ellos tienen un padre. Entonces, contra argumentó: "¿No te molesta que lo quieran más a él que a vos?". Por suerte yo nunca me hice esa pregunta, así que pude responder con espontaneidad: "Lo importante es que yo los quiera como mis hijos".
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