Por Luis María Caterina (*) Contenidos producidos por El litoral desde la Junta Provincial de Estudios Históricos.
Por Luis María Caterina (*) Contenidos producidos por El litoral desde la Junta Provincial de Estudios Históricos.
Bien puede decirse que la historia argentina entre 1810 y 1852 registra más provisoriedades que realizaciones. Dos constituciones fallidas (1819 y 1826), un congreso constitucional en ciernes (Córdoba, 1821), un Pacto Federal (o pacto fundamental de 1831) que preveía un congreso constituyente a la brevedad, la desaparición de la autoridad nacional y su lenta reconstrucción a través del Encargo de Relaciones Exteriores –siempre en la persona del Gobernador de Buenos Aires-, hasta consolidarse una autoridad provisoria, renovada anualmente, el Jefe Supremo de la Confederación.
Derrotado Juan Manuel de Rosas en Caseros, Justo José de Urquiza no realiza actos demasiado novedosos; vuelve a instrumentos provisorios y limitados. Primero es el Protocolo de Palermo (6 de abril de 1852), en el que las provincias de Entre Ríos, Corrientes, Santa Fe y Buenos Aires, lo autorizan a dirigir las Relaciones Exteriores. Si bien las provincias del norte y del centro han manifestado previa conformidad, este instrumento asegura -a través de provincias afectas-, una inicial legitimidad mínima y fundante.
Y ahora sí, convoca a todos los gobernadores a San Nicolás. Son pasos medidos y calculados. Va creando ámbitos específicos para poder desarrollar una estrategia de cambio profundo, a través de acciones conocidas (cartas, un comisionado que visita gobernadores).
Y así, logra en San Nicolás sentar a la mesa, de igual a igual, a los que son sus pares. Es un hecho inédito en la historia argentina. No quiere intermediarios. Quiere discutir con quienes tienen el poder real. Los que lidian todos los días con los mismos problemas que él ha tenido en Entre Ríos, los que conocen tan bien como él los entresijos de la política nacional. Los que han emergido en cada provincia, tras la aparente calma de pequeñas ciudades, de las rencillas entre grupos dirigentes que tanto realizan votaciones como levantan ejércitos, como buscan aliados en el poder nacional o en las provincias linderas.
A ellos los ha convocado Urquiza; no quiere que manden a sus hombres de confianza. Es una jugada importante. No es más que un primus inter pares. Les toca convencerlos de sus ideas y planes. Y que es digno de la confianza que está pidiendo.
Urquiza sin duda se siente seguro. Y además, con la eterna astucia de los grandes dirigentes, pensará que es más hábil que todos ellos –al fin y al cabo tiene en su haber que ha derrotado al eterno Rosas-, que es capaz de convencerlos.
Durante los días que duran las deliberaciones –solo dos-, todos los hombres importantes de la Argentina, los que tienen el poder real, han conversado. Una comisión ad-hoc, ha recopilado los antecedentes y luego se encarga a Manuel Leiva que unifique las propuesta. Y el 31 de mayo de 1852, los gobernadores presentes firman el Acuerdo de San Nicolás.
Ya en cuanto regulación de la realidad inmediata, no es un documento más, ni meramente protocolar. Soluciona un problema inmediato: elimina los derechos de tránsito entre las provincias (artículo tercero). Si siempre es difícil pensar en renunciar a algún tipo de ingreso, más lo era esta imposición en momentos que era una fuente principalísima de ingresos para las provincias; pero, preanuncia una buena disposición general para tratar de allanar los obstáculos que aparezcan en el camino, para lo cual se redactan disposiciones concretas y simples.
Y una novedad: los ha comprometido formalmente a que ahora sí, deleguen. Una palabra que esos hombres fuertes no están demasiado acostumbrados. Pero como Urquiza los conoce, les dice que no envíen a cualquiera, sino que comprometan su reputación en enviar los mejores hombres no solo por inteligencia, sino por voluntad de unión.
Y así se estampa en el artículo séptimo: "Es necesario que los diputados estén penetrados de sentimientos puramente nacionales, para que las preocupaciones de localidad no embaracen la grande obra que se emprende. Que estén persuadidos que el bien de los pueblos no se ha de conseguir por exigencias encontradas y parciales, sino por la consolidación de un régimen nacional, regular y justo; que estimen la calidad de ciudadanos argentinos antes que la de provincianos. Y para que esto se consiga, los infranscriptos usarán de todos sus medios para infundir y recomendar estos principios, y emplearán toda su influencia legítima a fin de que los ciudadanos elijan a los hombres de más probidad de un patriotismo más puro e inteligente".
Esta cláusula transmite dos mensajes: por un lado, hacerlos asumir que tengan un real compromiso en que así lo hagan, y los diputados tengan esa actitud y disponibilidad. Pero también les reconoce y les abre expresamente la posibilidad (que sin duda les agradaba a todos esos hombres acostumbrados a mandar): que pudieran enviar sus hombres de confianza, aquellos que aseguraran que los fines se cumplieran, sin mengua de sus propias autoridades, sin temor a traiciones sorpresivas. Y que los envíen pronto, a la ciudad de Santa Fe.
De los catorce convocados, hay tres gobernadores que no concurren, los de Salta, Jujuy y Córdoba. Catamarca delega en el propio Urquiza ¿Indiferencia? Difícil. ¿Cautela ante un hombre poco conocido? Quizás. ¿Resquemor ante quien ha sido calificado de "traidor", porque se ha pronunciado contra quien antes reconoció como jefe? Puede ser. Excluido, Buenos Aires –cuyo gobernador acababa de ser ungido por el convocante-, faltan las dos provincias que siguen en importancia (Salta y Córdoba). Bien podría suponerse que Jujuy está en acuerdo con Salta. ¿Es tan aventurado pensar que puede volver a plantearse la división entre provincias del Litoral y del interior?
Sin embargo, los temores desaparecen, pues pocos días después -el 1 de julio- estas provincias también se unen a las demás. El Acuerdo finalmente está cerrado y abierta la vía para que se reúna finalmente la Convención Constituyente,… si no hay nuevos imprevistos.
Urquiza y los restantes gobernadores –nada podría haber hecho aquel con una oposición cerrada o con una hostilidad declarada-, han hecho simple lo complicado. Cuarenta años de desunión y de guerras, se han cerrado con un tratado, discutido de forma clara y directa. El país puede dedicarse a dictar una constitución.
Pocas veces en la historia argentina se ha visto un conjunto de actitudes tan claras, encaminadas todas a un fin, en que la habilidad política no estuvo reñida con la buena fe. Una rara ocasión en que las palabras no fueron excesivas, sino las necesarias para precisar las acciones a seguir.
Y tuvimos constitución.