Con colaboración de Nicolás Peisojovich
“Dicen que tu y yo estamos locos Lucas”, Chespirito
Voy catando los días, saboreando de antemano -o de ante lengua- el futuro placer de saber que de un momento a otro me darán el alta. Mi mente vuela a alturas insondables, hoy mis Peisadillas tienen algo de crónica, “Crónica de un paciente impaciente”
¿Me imagino que estarás podrido de estar internado?, me preguntaron. ¡No! -respondí- estoy esperanzado por si me dan el alta. Le guiñé el ojo a mi interlocutor mostrando mi mejor sonrisa instalada en la mejor cara de boludo posible y sin más le tiré: siempre hay que ser positivo, hasta en la peor de las circunstancias, algo bueno tenemos que encontrar. Palabras que salían de un castigado cuerpo enfundado en una bata de sanatorio, enfundado hasta las orejas de sábanas y frazadas, encastrado en un incómodo y botón colchón forrado de “cuerina” (cuero ecológico se le dice ahora), con el termostato de la habitación a 50 grados centígrados y con un plantel completo y casi multitudinario de personal de salud, limpieza y médicos. En el aburrido departamento temporal de camas, sillas y silente televisor, desde mi rígido camastro, fui testigo observante de un ejército de almas preparadas para la atención de los enfermos. Yo sonreía a lo Buda, sempiterno rictus de placer interior, mientras cada día miraba embelesado los movimientos, la solidez de sus preceptos, la certeza de sus cuidados, y quizás lo más admirable de estas personas, la paciencia que solo te brinda la vocación que es la de ayudar a otros, con sus dolores, sus alegrías, sus caprichos y sus miserias, ellos están ahí, para uno, para todos y todas, siempre al pie del cañón.
Me siento algo así como privado de la libertad de movimientos. No solo el frío entumece el cuerpo, también la plena conciencia de que mucho más allá de estas paredes claras no puedo salir, me siento atrapado en esta cama cuyo colchón parece de cartón, sé que traspasando la puerta que me divide del resto de los mortales, algunos más mortales que otros, sólo hay pasillos lustrosos y más puertas que no son habitaciones de hotel. Soy consciente de que no hay mucho más, pero ese mucho más se transforma en mi deseo escondido, en mi tierra prometida, quiero patinar por los pasillos, golpear cada puerta y hacer un acto circense, bata al viento mostrando mis desvergonzadas virtudes histriónicas, ante la mirada asombrada de estos casi turistas de la mala salud y sus atribulados acompañantes, con toda la troupe de enfermeras corriendo para detener a ese loco baila en bata y pantuflas con un escobillón en la mano danzando con la música del Danubio Azul de Strauss que resuena en cada cavidad de mi cerebro.
“Yología” aplicada, hoy tengo todo el tiempo para mí, pero el maldito tiempo persiste en alargar los minutos y eternizar las horas... pero el cerebro se acomoda, y me da la alerta del desayuno, y ahí llega, ese té con leche que mis papilas lo reconocen como si fuera un “Big Red Robe”, el más delicioso té aguado que mi boca puede paladear como si fuera el más preciado y prohibido elixir, un lujo para pocos. Prescindo del croissant, simplemente porque no está ahí.
Tras mi opíparo desayuno... y tras tomar unas pastillitas que puntualmente, receta mediante, engullo como “tic tac”, llega el reposo, o sea, sigo reposando; la astuta cama que me descobija (porque las muy malditas sábanas se derriten como seda en el plastificado colchón arrastrando consigo las frazadas), boicotea mi descanso, así que soy una perinola que gira y gira sobre el colchón que de cómodo no tiene siquiera el nombre, si fuera el juego de la taba, siempre caería culo. No podía ser de otra manera, con esas batas que están abiertas por detrás.
A la espera de la tan deseada amnistía, mi deseo viaja por la ventana y se posa en mi bar preferido, la cafetería, el puerto de fondo, la inmutable ciudad que cada día se puebla más de población económicamente activa, mi Santa Fe va recobrando lo que de ahora en más pasará a llamarse la “nueva normalidad”, confieso que con los tapabocas me es cada día más difícil reconocer los amistosos rostros de siempre, pero como a todo, nos tendremos que acostumbrar, como también tendremos que acostumbrarnos a evitar nuestros tan argentinos abrazos, a dejar de toquetearnos (al menos en público) pletóricamente y dejar de lado eso de amucharse en el supermercado, en los bancos, en donde sea. Ya no podremos decir son una “multitud”, como mucho será un grupito de inadaptados sociales cuasi delincuentes que se reunieron para bailar y disfrutar. Esta nueva normalidad es para anormales situaciones que antes eran tan usuales y que hacían que una sociedad funcionase como tal.
Y acá estoy, otro pobre castigado abuelo que se defiende del frío, del Coronavirus, del paso del tiempo y de la monotonía reinante de un día de estudios clínicos, o dos, o tres. Que va, hoy me dan el alta... el petiso se va.
Sé que mucho más allá de estas paredes claras no puedo salir, me siento atrapado en esta cama cuyo colchón parece de cartón, sé que traspasando la puerta que me divide del resto de los mortales, algunos más mortales que otros, sólo hay pasillos lustrosos y más puertas que no son habitaciones de hotel.
No hay mucho más, pero ese mucho más se transforma en mi deseo escondido, en mi tierra prometida: quiero patinar por los pasillos, golpear cada puerta y hacer un acto circense, bata al viento mostrando mis desvergonzadas virtudes histriónicas, ante la mirada asombrada de estos casi turistas de la mala salud.