Por Luciano Lutereau (*)
Por Luciano Lutereau (*)
Hoy en día es muy frecuente que se consulte por cuestiones normales, es decir, que los padres tengan dificultades para tolerar los conflictos propios de la adolescencia. ¿Por qué ocurre esto? En principio, porque vivimos en un mundo que no tiene mucho lugar para los jóvenes o, mejor dicho, que espera que estos rápidamente se adapten al mundo competitivo que excluye a quienes no puedan hacerse elegir por sobre los otros. Sin embargo, los adolescentes gustan de demorarse, de no ir tan rápido, de perder un poco el tiempo y ocuparse más bien de su crecimiento interior.
Un motivo habitual es la consulta por jóvenes que no tienen un buen rendimiento durante el año en el colegio y se llevan algunas o varias materias, pero ocurre que las aprueban en diciembre o marzo. Es evidente en estos casos que no se trata de problemas cognitivos, sino de la disposición al estudio que, muchas veces, si la demanda de los padres es que estudie, no hay otra manera de desasirse que descompletar esa expectativa fallando en los exámenes. En este tipo de situaciones es muy importante trabajar con los padres, para que no estén encima del joven, ya que la mayoría de las veces lo que ocurre es que ellos buscan solucionar esta disposición a través de inútiles recordatorios y una insistencia permanente que no hace más que producir la reacción contraria. La adolescencia es paradójica: más se pide algo, menos será eso lo que se obtenga. ‘¿Pero algo hay que hacer?’, dicen los padres. Sin duda, lo que haya que hacer vendrá después de que ellos puedan revisar su ilusión de un hijo que no falle. Un adolescente tiene derecho a fallar, sobre todo a sus padres; a sabiendas de que estos fracasos pueden no ser tales si representan un aprendizaje para una próxima ocasión.
Este es un punto crucial y que puede ser generalizado y extendido más allá de la situación relativa al estudio, para ubicar que a los padres de hoy en día les cuesta mucho aceptar que su hijo decepcione la ilusión de un hijo que no traiga problemas. Cuando, en realidad, un adolescente problemático es la definición misma de la adolescencia.
No obstante, aceptar la paradoja adolescente no quiere decir dejar al joven librado a sus decisiones. Eso sería tirar la toalla, abandonar. Mientras que, como suelo decir a los padres, lo más importante en esta época es tratar de bajar menos línea y comunicar de la mejor manera la idea que se habían formado. Lo explicaré mejor con otro ejemplo, el de los padres de una muchacha que no la dejaban ir a fiestas, por el temor al consumo de alcohol, hasta que finalmente (dada la edad y la presión de que estaba quedando por fuera de los grupos) la empezaron a dejar ir y, por cierto, las primeras veces no ocurrió nada... hasta que un día terminó en un hospital con un coma alcohólico (del que, por suerte, se recuperó). A partir de esta circunstancia es que empecé a recibir en entrevistas a los padres, con quienes pude trabajar la importancia de ver en ese penoso resultado otra cosa que una confirmación de que la muchacha no estaba en condiciones de ir a fiestas; no sólo porque la prohibición había hecho que ese evento fuera deseado con mayor intensidad, sino porque también (cuando le habían dado permiso para ir) fue con una serie de datos objetivos acerca del consumo del alcohol (que es nocivo, que produce daño neuronal y dependencia a futuro, etc.) que un adolescente jamás podría entender, de la misma manera que nunca jamás conseguiremos que los adolescentes se cuiden sexualmente diciéndoles que las tasas de enfermedades venéreas han aumentado en los últimos años.
Recuerdo que a estos padres les dije algo muy simple, pero la verdad es que lo simple suele ser lo más difícil de hacer a veces: les pedí que no olvidaran que ellos tenían la herramienta más eficaz para acompañar a su hija. Me refiero a la palabra. Porque la palabra, cuando ésta no se reduce a dar órdenes o transmitir miedos, sino cuando confía y reconoce también la palabra del otro, es el mejor sostén; nada es más importante para un adolescente que los padres sean sinceros y le digan qué es lo que piensan. Para el caso, hoy en día es mucho más eficaz que unos padres puedan decirle a un hijo cuán doloroso sería para ellos que a él o ella les pase algo; que incluso si fuera el caso de que quieran probar algo o hacer una acción riesgosa, prefieren saberlo aunque les duela, en lugar de enterarse por otra vía y que, si así no fuera, si les tomara tiempo llegar a decirlo, aun así, nunca sería tarde. No para saberlo todo, no por curiosidad o vigilancia, sino porque si los han criado desde niños y han compartido la vida en estos años, eso fue debido a un deseo que están dispuestos a reelaborar y a reconsiderar, para conocerlos tal como son y quieren más allá de su papel de hijos.
(*) Psicoanalista, Doctor en Filosofía y Doctor en Psicología (UBA). Coordina la Licenciatura en Filosofía de UCES. Autor del libro “Más crianza, menos terapia” (Paidós, 2018).
Un adolescente tiene derecho a fallar, sobre todo a sus padres; a sabiendas de que estos fracasos pueden no ser tales si representan un aprendizaje para una próxima ocasión.
Hay jóvenes que no tienen un buen rendimiento durante el año en el colegio y se llevan algunas o varias materias, pero ocurre que las aprueban en diciembre o marzo. Es evidente en estos casos que no se trata de problemas cognitivos, sino de la disposición al estudio.