El peronismo, más que la encarnación de la movilidad social ascendente es la encarnación de la movilidad social descendente que distingue al país en los últimos años, el partido que cristaliza y reproduce relaciones sociales y de poder injustas.
Diciembre fue siempre un mes temible para los gobiernos nacionales. El fin de año, las fiestas, el pago del aguinaldo, las vacaciones, suman expectativas, frustraciones y reclamos que los gobiernos se ven en figurillas para satisfacer. Una distinción importa hacer: diciembre es complicado para todos, pero para los gobiernos no peronistas parece serlo por partida doble. Alfonsín y De la Rúa lo saben bien porque lo padecieron en carne propia, mientras que Macri siempre estuvo acechado por el estallido popular programado por el peronismo. Al respecto no es casualidad que las ahora míticas doce toneladas de piedras arrojadas contra el Congreso para impedir la sanción de una discretísima reforma jubilatoria, haya sido en los idus de diciembre. También fue en diciembre que se produjo la crisis de 2001 con la renuncia del presidente Fernando de la Rúa, las movilizaciones barriales, las respuestas represivas con su saldo de muertes y el que "Se vayan todos", como consigna representativa del hartazgo de la sociedad contra una dirigencia política y un elenco gobernante imputado como responsable de las desgracias económicas y sociales que nos agobiaban.
Para el peronismo diciembre también es un mes problemático. Lo que sucede es que el peronismo a través de recursos institucionales, partidarios, corporativos e incluso emocionales controla o limita las posibles rebeliones. Su tradicional predicamento en las clases populares le permite hacerlo. Por lo menos, hasta la fecha ha podido hacerlo con relativa eficacia. Desde esa perspectiva no es exagerado calificar al peronismo como "el partido del orden". ¿Lo es efectivamente? Lo es en sus trazos más generales. Que el peronismo controla a las clases populares resulta para muchos una verdad casi evidente. Si es oposición, ese control se manifiesta en movilizaciones, puebladas y estallidos sociales; si es gobierno, en garantizar la aceptación del orden establecido. En la vida real estos atributos tienen sus matices y sus contradicciones, pero el todos los casos es un buen punto de partida calificarlo como "el partido del orden". Para más de un historiador esa condición la ganó en 1943 y la consolidó a partir de 1946. El partido del orden nacido de un golpe militar y liderado por un jefe militar que nunca ocultó sus simpatías por las experiencias políticas que se desarrollaban en Europa, y en Italia en particular, durante la década del treinta. La hipótesis "partido del orden", merece algunas consideraciones porque al mismo tiempo el peronismo por su composición social y sus imaginarios fue considerado por las clases medias y altas como un factor perturbador cuando no una amenaza a un orden económico y un estilo de vida: "el hecho maldito del país burgués". El tema da para una discusión mucho más amplia, pero por ahora admitamos con las prevenciones del caso que el peronismo es y pretende ser el partido del orden.
Si esto fuera así, la siguiente pregunta que debemos hacernos es si el peronismo lo es en el presente y si estará en condiciones de seguir siéndolo. En principio, convengamos que hasta los opositores más exigentes admiten, en algunos casos en voz baja, que para bien o para mal (y para muchos decididamente para mal) la única fuerza política en condiciones de gestionar esta crisis con pandemia incluida es el peronismo. Ni el macrista más convencido se animaría a admitir en voz alta, o a reconocer en su intimidad, que su jefe podría haber gobernado durante estos dos años, no tanto por su supuesta incapacidad, sino porque sencillamente el peronismo no se lo hubiera permitido. Dejemos por un momento de lado imputaciones acerca de esta fuerza política que en su imaginario sigue considerando que los únicos en condiciones de gobernar a la Argentina es el peronismo devenido en la representación de un exclusivo ser nacional, y admitamos en homenaje al realismo que ese imaginario alguna correspondencia parece tener con lo real por más rechazo que pueda provocar esta conclusión. Planteadas así las cosas, pareciera que los argentinos deberíamos resignarnos a admitir que solo el peronismo puede gobernar en la Argentina, y solo su concepción del poder es la única capaz de imponerse. Como dijera el general desde su más descarnado realismo y recurriendo a su infalible sentido del humor: "No es que nosotros seamos buenos, sino que los que pretenden reemplazarnos son peores".
¿Fatalmente será así? Porque si la respuesta es positiva, debemos consentir que el peronismo es efectivamente el partido político más singular del mundo. Hago memoria y no recuerdo nada parecido. En América latina la fuerza política que más pudo parecérsele es el PRI mexicano, pero sin embargo este partido, que sabe mucho del oficio de ejercer el poder sea como sea, no alcanza a elaborar expresiones ideológicas o consignas acerca de su identificación con el destino nacional con la eficacia y persistencia que lo hace el peronismo. Comparaciones internacionales al margen, reconozcamos que a pesar de los años o las décadas transcurridas, los argentinos seguimos discutiendo alrededor del peronismo y alrededor de su identidad. Convengamos, aunque sea provisoriamente y en homenaje a tantas horas y tanto años de debate, que el peronismo es el partido que garantiza el orden. Acto seguido, preguntémonos si está en condiciones de seguir haciéndolo. La situación económica y social de la Argentina no permite responder a esta pregunta con mucho entusiasmo. La pobreza, la indigencia, los descalabros macroeconómicos y financieros, la parálisis productiva, dan cuenta de una realidad inquietante. De esa realidad al peronismo se le hace muy difícil desentenderse. En las últimas elecciones perdió cinco millones de votos y no se avizora hacia el futuro posibilidades de que vaya a recuperarlos. Su relación con las clases propietarias y en particular con los sectores productivos más modernos y más insertados en el mercado mundial, es deplorable. Su rechazo en las clases medias es intenso y su ascendiente entre las clases populares sigue siendo importante, pero está bastante lejos de ser lo que fue en sus mejores tiempos.
En las recientes elecciones el peronismo ganó de manera concluyente en tres distritos emblemáticos: Formosa, Santiago del Estero y La Matanza. A su vez, fue derrotado en las principales ciudades del país y en las regiones donde predominan relaciones sociales y económicas más productivas y modernas. Esta distribución de las preferencias electorales no es nueva. De una manera u otra, con las modalidades de cada coyuntura, se viene reiterando desde 2009, o desde el conflicto con el campo para ser más preciso, el conflicto que marcó con nitidez las reales contradicciones políticas, económicas y culturales de la Argentina. En este escenario, podría decirse que si bien el peronismo sigue siendo el voto preferido de los sectores más pobres y carenciados del país, es al mismo tiempo la representación de los sectores con conciencia social más atrasada, más dependiente, sectores dominados por la necesidad y sometidos al arbitrio del puntero, el caudillo o el jefe. Más que la encarnación de la movilidad social ascendente es la encarnación de la movilidad social descendente que distingue al país en los últimos años, el partido que cristaliza y reproduce relaciones sociales y de poder injustas. ¿Hasta cuándo podrá sostener esta situación con dirigentes políticos desprestigiados y en más de un caso repudiados? ¿Hasta cuándo en un país de cuarenta y cinco millones de habitantes puede presentarse como garantía de orden una fuerza política cuyos anclajes sociales fuertes se dan en Formosa, Santiago del Estero y La Matanza? ¿Hasta cuándo podrá sostener "el orden burgués" el partido que se apoya en los sectores empresarios menos competitivos, menos insertados en el mercado mundial y más favorecidos por el Estado? ¿Podrá cambiar el peronismo ese anclaje? ¿Podrá cambiar la oposición esta suerte de resignación acerca de un peronismo que pretende presentarse como garantía del orden cuando los inquietantes datos sociales parecen sugerirnos que la misión lo excede y lo desborda?
Que el peronismo controla a las clases populares resulta para muchos una verdad casi evidente. Si es oposición, ese control se manifiesta en movilizaciones, puebladas y estallidos sociales; si es gobierno, en garantizar la aceptación del orden establecido.
El peronismo, más que la encarnación de la movilidad social ascendente es la encarnación de la movilidad social descendente que distingue al país en los últimos años, el partido que cristaliza y reproduce relaciones sociales y de poder injustas.