"El acuerdo con el FMI es moralmente irreprochable porque son impuestos futuros que pagan personas que no votan: hijos y nietos, incluso no nacidos. O sea que las próximas generaciones deberán pagar la fiesta de estos impresentables. Y nunca olvidemos que Luis Caputo es uno de los responsables de los grandes desastres del Banco Central".
Estas frases no las pronunció Cristina, mucho menos Lousteau o Lilita Carrió. La frase pertenece, desde la primera a la última palabra, a Javier MIlei. Claro, eran otros tiempos, otras realidades, otra relación con el poder. Dicho de otros modo: MiIei se comporta como todo político embustero y lengua larga que critican en el llano pero cuando llegan al poder hacen exactamente lo contrario.
En el mismo orden de cosas, prometió dolarizar, prometió que el ajuste lo pagaba la casta, prometió solidaridad con Ucrania. Se entiende. El presidente ha sido víctima del llamado "teorema de Baglini" que postula que "a menor posibilidad electoral de ser gobierno más ligereza en el planteamiento". Ahora bien: Milei hoy es el presidente de los argentinos.
Y estima que Caputo es el ministro de Economía más importante del mundo, o el más sabio del mundo, o como mejor le guste exagerar. Hace tres años pensaba exactamente lo opuesto. Escucho los argumentos de los oficialistas. Todos tenemos derecho a cambiar, y un filósofo alemán reivindicó el derecho a contradecirnos.
Perfecto, pero en política la pregunta inevitable es la siguiente: ¿Contradecirnos? ¿Cambiar? ¿Hasta cuánto? ¿O hasta dónde? Ahora estamos a punto de firmar un acuerdo con el FMI. No voy a enumerar las consignas contra un acuerdo que desde 1956 venimos firmando al promedio de uno cada dos años.
Simplemente pregunto: ¿Acaso no es cierto que cuando el FMI otorga un préstamo exige a cambio un ajuste y una devaluación? No sé qué va a pasar con MIlei, pero queda claro que sobre el tema y sobre los costos del tema estamos todos avisados.
Los barras bravas de Gimnasia y Esgrima y Estudiantes libraron una batalla campal en las calles de la ciudad de La Plata.
Los episodios bélicos se iniciaron en una plaza ante la presencia de las máximas autoridades de la ciudad, continuaron en una avenida y concluyeron en el hospital Gonnet, con matones corriendo armados hasta los dientes a lo largo de los pasillos, entre enfermeras, médicos y pacientes.
Las escenas muy bien podría haber integrado un capítulo de "El patrón del mal". Riñas entre pandillas mafiosas que se adueñan de una ciudad para ajustar cuentas entre ellos. Una vez más la realidad supera a la ficción. Esto ocurrió hace una semana.
Los jefes, los matones, los sicarios tienen nombre y apellido, como también se sabe que los muchachos no se peleaban o se jugaban la vida por un gol de Estudiantes o de Gimnasia, (por un gol más o un gol menos, estos muchachos ni acarician la culata de la pistola o el mango del cuchillo), sino por pedazos concretos y reales del poder político en la ciudad capital de la provincia más grande de la Argentina.
Como no podía ser de otra manera, las refriegas incluían la disputa por el control de sindicatos, cooperativas y unidades básicas.
Si, claro, unidades básicas, porque en este película los actores, los extras, los guionistas, los iluminadores, los vestuaristas, los movileros y los proveedores del catering, son todos, del primero al último, peronistas, como hasta el lector o el observador más distraído lo sabe.
Otro detalle que aporta novedades inéditas al frondoso y caótico imaginario populista. Digamos que barras bravas, matones, lumpenaje arriado desde las cloacas de la sociedad, siempre hubo.
En tiempos de Alberto Barceló, allá por los años treinta, el que cumplia las funciones que hoy cumple el Pata Madina, el Volador Cristián Camilleri o Iván Tovar, las cumplia, por ejemplo, Juna Nicolás Ruggiero, alias Ruggierito, patrón de tahúres, policías bravas, rufianes y, de paso, muy amigo de Carlos Gardel.
O sea que en estos temas de hampa, bajos fondos y política, no hay nada nuevo bajo el sol. O por lo menos hasta hace un tiempo no lo había.
Y no lo hubo hasta que la tropical creatividad populista se le ocurrió asignarle a los barras bravas, pandillas de bandidos, narcotraficantes, motochorros, chantajistas y extorsionadores, cachiporreros, rufianes y cafisos, el rol de militantes nacionales y populares, de jóvenes rebeldes, de iracundos revolucionarios decididos a luchar por una sociedad más justa.
Dudo que al propio Roberto Arlt, con su teoría de cafisos financiando la revolución con las rentas de los prostíbulos, se le hubiera ocurrido semejante hallazgo literario. Y si se le hubiera ocurrido, inmediatamente lo hubiera desechado por considerarlo demasiado fantástico, demasiado delirante.
Pues bien, el peronismo K y sus furgones de cola de izquierda han transformado lo que para Arlt hubiera sido delirante en rutinaria vida cotidiana. ¿Algún signo político para todo este berenjenal? Como diría el general: "Peronistas somos todos".
Fernando Espinoza fue procesado no por encabezar luchas sociales o por liderar la transformacíon de La Matanza en un barrio decente, sino por abuso sexual. ¿Alguien esperaba otra cosa?
Espinoza manda en la Matanza desde hace casi un cuarto de siglo. En su prolongada gestión solo garantizó una cosa: que La Matanza siga tan pobre como siempre.
El hombre no es un perejil de la política. Según los entendidos, es la columna principal en la que se apoya Kicillof. Por supuesto, su identidad política es peronista.
Como para que al respecto no quede ninguna duda, su hijo se llama Juan Domingo y su hija María Eva. La nena, residente en Barcelona, adquirió una modesta notoriedad en estos días porque se ofreció a ser fiadora del padre en su inminente viaje a Europa. Cosas veredes Sancho.
No quisiera saber el nombre del burócrata alcahuete, del miserable ignorante, del canalla político que ordenó, alentó y festejó el derrumbe del monumento levantado a Osvaldo Bayer en homenaje a sus esforzadas y lúcidas investigaciones acerca de la matanza de más de mil trabajadores perpetrada en la Patagonia por tropas bajo las órdenes del teniente coronel Varela en 1921.
Confieso que los monumentos en general me son indiferentes, cuando no, antipáticos. El propio monumento a Bayer no me decía nada, porque lo más importante de él eran sus libros, su inteligencia, su honestidad intelectual, su coraje civil y su decencia personal.
Pero imaginar al burócrata infame en sintonía con el político alcahuete y el oficialista ventajero deliberando acerca de cómo destruir un monumento que honra a un hombre de bien, me subleva. Conversé con Bayer cuatro o cinco veces. Siempre en Santa Fe.
Recuerdo un almuerzo en el Hotel Castelar, un café en un bar de la peatonal que ya no existe, una entrevista en la facultad de Derecho y una mesa de conferencia compartida para hablar acerca de uno de sus libros, el que escribió para recordar al anarquista Severino Di Giovanni.
No quiero ser retórico, pero digo que conversar con él era una satisfacción, un placer a la inteligencia. Hablaba despacio y su tono de voz era amable, coloquial, el tono de voz de un hombre que no pretende predicar sino expresar su punto de vista. Tenía sentido del humor, pero no era hiriente, mucho menos agresivo.
Con Osvaldo, las diferencias políticas eran un pretexto para desarrollar el arte de la conversación, de la exposición de ideas y puntos de vista que él escuchaba con atención.
Conocí primero sus libros, después conocí a la persona. Sus investigaciones eran serias y estaban muy bien escritas. La persona estaba a la altura de sus escritos, escritos que se seguirán leyendo cuando la piara de infames que ordenaron derribar su estatua sean polvo, estiércol y cenizas.
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