En la ceremonia de "Los desposorios de la Virgen", las orlas, flores y arabescos de oro líquido resaltan las vestiduras de los contrayentes, del religioso que celebra la boda y de los partícipes de la escena. La preciosa sustancia también compone las aureolas de María y José. José G. Vittori / Museo Histórico Provincial.
Es un tipo de pintura que atrapa el ojo y no lo suelta. Podrá decirse que las imágenes son primitivas, ingenuas, desproporcionadas, rígidas, frontales, repetitivas, pero su atractivo es innegable. ¿De dónde proviene la fuerza de seducción del arte cusqueño? Podemos ensayar algunas respuestas. En primer lugar, del encanto del mestizaje cultural, sobre todo en lo concerniente a las obras del siglo XVIII, cuando los aprendizajes técnicos de los artistas indígenas ya habían alcanzado su grado de madurez.
Lienzo de origen peruano que representa la "Natividad de la Virgen". Todas Las figuras presentan vestiduras "brocateadas" con oro. La Virgen Niña, en primer plano al centro de la composición, y sus padres, Santa Ana y San Joaquín, en segundo plano, tienen aureolas doradas. A su lado, una ventana abre un punto de fuga hacia el exterior del edificio. José G. Vittori / Museo Histórico Provincial.
En la segunda mitad del siglo XVI, y, a lo largo del XVII, las etapas del proceso pictórico se fueron consumando una tras otra, mientras se ensanchaba la brecha que iba a separar el arte de los maestros del de sus discípulos. El mundo quechua descubrió la pintura de caballete de la mano de tres pintores italianos que arribaron al Virreinato del Perú cuando España ya había consolidado la conquista del imperio inca. El primero en llegar, y el más importante, fue Bernardo Bitti, quien, convocado por la Compañía de Jesús, a la que pertenecía, se instaló en Lima en 1575 (casa e iglesia de San Pedro) dispuesto a evangelizar a través del arte, conforme a las conclusiones del Concilio de Trento (1545 – 1563) respecto del valor de las imágenes en la pedagogía religiosa del catolicismo.
Bitti, a quien los analistas del arte inscriben dentro de la corriente manierista originada en Italia, fue, sin duda, un artista importante, aunque su encuadre estilístico, convertido en un concurrido lugar común, sólo defina en parte su trabajo. Es cierto que abrevó en la "maniera", como puede observarse en la elongación de sus cristos y vírgenes. Pero, a la vez, la levedad de sus iconos, el predominio de los colores fríos, la ingravidez de sus lienzos, la idealización, en suma, de su obra y su mensaje, lo acercan al tramo final de El Greco, con aquellas imágenes espectrales que se desmaterializan a medida que se elevan a los cielos. Sin embargo, no se trata aquí de analizar su obra, sino de señalar su condición de iniciador de una escuela que extenderá sus enseñanzas a Cusco, la región de Puno y el Alto Perú.
Poco después seguirán sus pasos Mateo Pérez de Alesio, nacido en Lecce, Apulia, quien durante un tiempo fue aprendiz en el taller de Miguel Ángel y llegó a pintar una obra en la Capilla Sixtina; y el napolitano Angelino Medoro que realizó el retrato mortuorio de Santa Rosa de Lima el mismo día de su deceso. Como los anteriores, durante su estadía en el sur de España a la espera del viaje a América, recibirá la influencia del manierista Luis de Morales.
Los menciono porque fueron quienes enseñaron los rudimentos de la pintura a algunos criollos españoles, mestizos y, sobre todo, a un grupo significativo de artistas descendientes de la nobleza inca, que serán quienes emprendan la progresiva tarea de gestar imágenes y, poco a poco, diferenciar sus trabajos de la matriz pictórica europea representada por los referidos maestros, quienes, primero en Italia, y luego en España, habían aprendido, a su vez, de los grandes artistas que jalonaron el pasaje del Renacimiento al manierismo y, luego, al barroco.
El barroco, hacia finales del siglo XVII y todo el siglo XVIII, será el que abracen y mesticen los principales pintores indígenas. El barroco se americaniza a tal punto -y a tal punto se vuelve singular- que el funcionariado monárquico y la Iglesia española decidirán contener su profusa expansión mediante el retorno compulsivo a los equilibrios del orden clásico, a la disciplina de la geometría y los balances visuales, sin aditamentos heterodoxos que pudieran confundir y distraer. Pero, antes de ese freno, resulta notable advertir cuánto se habían alejado los nativos del influjo de aquellos maestros italianos, así como de los frecuentados modelos de grabados flamencos en blanco, negro y escala de grises que ellos luego coloreaban (cabe recordar que los Países Bajos estuvieron bajo dominio español hasta mediados del siglo XVII).
¿Qué se entendía por mestización? La incorporación a los modelos europeos de elementos propios del mundo andino: flores, frutas, animales, el sol y la luna (Inti y Killa, divinidades importantes en las cosmogonías indígenas por sus efectos sobre la naturaleza), en general, imágenes cargadas de otra significación vital, social y religiosa, que fueron incluidas de modo progresivo por los artistas nativos en la urdimbre de representaciones inspiradas en el Antiguo y Nuevo Testamento, plasmadas en lienzos, frescos, esculturas y retablos.
Para el observador independiente, esas obras, o la porción que queda de ellas, ya que muchas fueron destruidas, son, además de una fiesta visual, una cantera de información antropológica y sociológica. Algunas piezas de ese origen pueden verse en el Museo Histórico Provincial Estanislao López, provenientes, en general, de la donación jesuítica de 1943/44.
¿Qué las caracteriza, aún en sus versiones más inocentes? El intenso cromatismo, resaltado por el uso de oro líquido en sobreimpresos decorativos de vestiduras lujosas. Es que, para la cultura indígena, el oro expresaba a la divinidad solar, y la riqueza de los brocados -que ellos observaban en las estampas de reyes y reinas, papas y altos prelados- eran las vestiduras adecuadas para representar a los integrantes de "la corte celestial" del catolicismo, mixturadas, en su imaginario, con las deidades del panteón andino.
De allí que María, en sus diversas advocaciones, aparezca vestida con ropajes opulentos similares a los de las reinas de las casas de Austria y Borbón. Pero sus frecuentes formas triangulares, semejantes a la de los cerros andinos, "apus" sagrados de su cosmovisión milenaria, también muestran en las texturas de sus vestidos, imitadoras de lujosos brocados (diseños de flores, estrellas y arabescos de oro y plata) referencias evocadoras del contenido de inmemoriales "cerros ricos". De modo que los ropajes suntuosos van mucho más allá de la adjetivación llamativa; constituyen un homenaje de profunda sacralidad nacido de la intersección de creencias de fuentes diversas pero convergentes en los sentimientos instilados por María y la Pachamama, arquetípicas madres universales.
Los cuadros de origen cusqueño atesorados por el museo, versiones menores del gran arte andino, permiten sin embargo ilustrar el referido uso del "brocateado", manido recurso de los artistas para resaltar la importancia de los personajes representados en los cuadros. Uno de los principales, "Los desposorios de la Virgen", donado por la Compañía de Jesús, clama (al igual que otros de similar origen) por una restauración que hoy se facilita por la amplia disponibilidad de recursos tecnológicos para el diagnóstico de las obras, dúctiles materiales para su intervención y conocimientos técnicos para su ejecución.
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