Martes 22.10.2024
/Última actualización 21:07
Hay comportamientos que dejan sin dignidad al hombre. Pero pocos que se realicen con tanto asentimiento, cierta satisfacción y gratuidad, como seguir sin reservas a un líder político. Aceptarlo todo el tiempo, diga lo que diga, haga lo que haga, sin beneficio de inventario. Ni a un familiar o amigo se le concede tanto. En cambio, la adhesión al político es absoluta y genera la más efusiva defensa si se lo critica. La vida pública en la Argentina ha dado sobradas muestras, durante décadas hasta el día de hoy, de este problemático fenómeno.
Tendría que haber cierto asombro, aunque pareciera que en su lugar hay un acostumbramiento masivo a una conducta pública obsecuente del ciudadano con su político predilecto. Si el pensamiento crítico tuviera mayor vigencia, habría estupor al ver que un político suscite una aprobación inmediata cuando se manifiesta sobre los más diversos temas. Expresa su opinión sobre economía, educación, salud y otros asuntos, haciéndolo incluso sobre aspectos puntuales y siempre tiene el beneplácito de sus seguidores.
El ciudadano renuncia a pasar por el tamiz de la crítica lo que manifiesta y hace el político. A consciencia evita confrontarlo con el acervo de sus valores e ideas, dejando a un lado cualquier disonancia para ir a una adscripción incondicional. Igualmente, hay que reconocerle una destreza al político que con astucia busca opinar dentro de un rango de lo que cree que sus seguidores quieren oír, pero en ese espacio todavía existen matices como para disentir y no sucede.
Resulta evidente que en este vínculo de fidelidad absoluta, por más que se lo quiera vestir del ropaje de un ideario en común, la incondicionalidad brindada deja de lado cualquier viso de razonabilidad. Cuando existe una parálisis del pensamiento crítico, surge con evidencia que lo emocional es el sustento de esta relación. Al ser la emoción el lazo que une al ciudadano con el personaje público, el camino queda allanado para la idolatría. En este sentido, el filósofo Víctor Massuh efectuó un análisis del fenómeno en su libro "Nihilismo y experiencia extrema" (año 1975).
El ensayista argentino expresó que cuando en la sociedad se dio lugar al "emocionalismo", se hizo de la adoración el sentimiento dominante. Quedó a disposición del hombre, según Massuh, un lenguaje del "asentimiento indiscriminado e incondicional a los poderes del mundo". De ese modo, para el filósofo, la ausencia de pensamiento crítico hacia el comportamiento del político, es porque "la mente ha quedado anegada por la emoción".
Al aflorar la emoción con tanto ímpetu y sin contrapeso, el vínculo del ciudadano con el líder político se traduce inevitablemente en "adoración". Quien adora, enseñó Massuh, "asiente sin discriminar", entonces, "todas las cualidades del objeto idolizado suscitan la misma reacción admirativa". Enseguida el político se encuentra con patente de corso para hacer y decir lo que quiera, pues tendrá siempre la aprobación de sus acólitos. Esta lealtad incondicional hace sentir a los políticos, tal como los describió Massuh, como "líderes, profetas, salvadores de pueblos, constructores de nacionalidades y liberadores mesiánicos".
Sucede que cuando la emoción alcanza un nivel de "desproporción" y "exteriorización banal" importante, estamos ante lo que Massuh denominó "cursilería generalizada", la cual -a su entender- lleva a la idolatría. El filósofo consideró que "la cursilería es la cualidad de un comportamiento determinado por la desproporción entre la insignificancia de una causa y la magnitud de sus efectos". Y agregó, también, que "aparece cuando las manifestaciones de una emoción importan más que la emoción misma".
La desproporción y la exterioridad banal, entonces, son la capacidad de la cursilería "para originar un culto fervoroso y doméstico" hacia el líder político, según Víctor Massuh, como se suele ver, además, con un cantante de moda o deportista sobresaliente. En estos niveles de emoción con que se cae en la idolatría, sin un mínimo de compensación o resguardo en la razón, provoca en los fieles "un sentimiento de entrega incondicional". Un cuadro de pasiones excesivas que representa, para el filósofo argentino, "una forma frecuente de empobrecimiento humano".
Esta situación es obra del nihilismo para Massuh y, a su vez, explicó que tanto una visión atea o una creyente "coinciden en que el culto al hombre idolizado es una de las formas del envilecimiento", toda vez que "disuelve al individuo real y concreto, en una multitud devota que grita su adhesión en su crescendo paroxístico". Destacó que choca con el humanismo ateo, pues para esa concepción "todos los hombres deben ser considerados fines en sí mismos, jamás como medios".
El político, dice Massuh, "es el único hombre convertido en fin y los ciudadanos necesariamente degradados a la condición de instrumentos". Y si vemos la posición religiosa, también reniega de la "lealtad incondicional que bordea el anonadamiento", a partir de que "enseña a adorar a un Dios no mundano y su culto es incompatible con el acatamiento incondicional a cualquier poder o persona de este mundo".
Otro aspecto característico de la idolatría, tal como lo destacó Massuh, es que importa "un pacto de dependencia mutua". No sólo es el ciudadano esperando todo del político, sino que a su vez éste está atento a la reacción de sus fieles. La multitud termina incidiendo en él, en tanto –observó el ensayista argentino- "le devuelve su imagen agrandada como en un espejo deformante". El político recibe adulación, un eco dulce y amplificado de sus propias palabras. Nada será, entonces, sometido a revisión, sino que -al contrario- queda potenciado lo habitual.
Luego de describir la experiencia idolátrica, Massuh indicó dos aspectos en que se torna perniciosa. Por un lado, la condición excepcional de ídolo del político "aplasta y detiene" al ciudadano, en tanto es una "devoción que paraliza (las) fuerzas en lugar de convocarlas a la propia realización". Y, el otro problema que advirtió, está en que su mecánica puede llegar a estar "dirigida y digitada por los dueños del momento y se convierte en una tarea de profesionales". El ciudadano obsecuente es presa fácil de manipulación.
Las consecuencias que deja esta relación idolátrica no son inocuas. Es que su dinámica resulta desfavorable a la posibilidad de que el ciudadano elabore su propia opinión. Fue una de las preocupaciones de Hannah Arendt, quien incluso pretendía ir más allá de la "atrofia del juicio" existente. Para ella la facultad de tener un juicio implicaba la "habilidad para ver las cosas no sólo desde el punto de vista personal, sino también según la perspectiva de todos los que estén presentes".
La filósofa utilizó la imagen de la "mentalidad ampliada", para evidenciar que la facultad de juzgar debe tener en cuenta e incorporar las perspectivas de otros, a fin de elaborar juicios que aspiren a una validez intersubjetiva. De esa manera, el juicio adquiere relevancia política, en tanto tiene que ver -en la concepción arendtiana- con la incorporación de la pluralidad en el ejercicio del pensamiento propio. Pluralidad que para la pensadora es la condición de toda vida política.
El ciudadano inmerso en un vínculo idolátrico termina participando en todas las manifestaciones democráticas, ya sea al votar o cualquiera otra, desprovisto de un juicio crítico, amordazado por una ingeniería política que no responde al bien común. El daño al sistema democrático y republicano es inmenso. Lo degrada de a poco y se efectúa a partir de una legitimidad popular viciada por la relación descripta. Esa obsecuencia y lealtad incondicional lleva, inexorablemente, a un estado de crispación en la sociedad, porque el diálogo resulta imposible en estas condiciones.
La relación entre el político y sus fieles fosiliza las ideas y derivan en posturas recalcitrantes, provocando un contexto hostil para las libertades de pensamiento y de expresión, derechos humanos esenciales para la dignidad de las personas y la vida democrática. Cualquier crítica al político recibe una defensa agresiva e irracional de los devotos militantes. Al final la intolerancia toma al cuerpo social, ingresando en todos sus espacios, ya sea la familia, el trabajo, los establecimientos educativos o los medios de comunicación masivos.
Es necesario asumir que las libertades de pensamiento, de expresión y de prensa, tienen un rol estratégico para que sea una realidad la soberanía del pueblo, a partir del respeto y la plena vigencia de aquellas serán posibles manifestaciones fundadas de la ciudadanía, basadas en un pensamiento crítico. Sólo de esa manera el ciudadano tendrá dignidad y será soberano. Sin libertad queda sojuzgado por el político, el cual –a su vez- deja de ser representante y se convierte en soberano.
Sólo la educación y una cultura cívica le darán al ciudadano consciencia de sus derechos y obligaciones, como del lugar y los límites que una república democrática le fija a los representantes políticos. Es la única manera para revertir un sistema que se fagocita y corroe con prácticas de aparente legalidad y legitimidad. Sin autonomía del ciudadano respecto del político nuestra república no gozará nunca de buena salud.