No es necesario consultar a los dioses del Olimpo ni sacrificar corderos para que los oráculos lean verdades secretas en sus entrañas, para predecir que el peronismo será derrotado en las elecciones previstas para octubre. Si alguna duda atenaza el corazón de los analistas es si la derrota incluye por primera vez que el supuesto movimiento nacional salga tercero, noticia que a decir verdad no me embarga de dicha, porque Javier Milei no me hace feliz ni por su discurso, ni por sus modales, ni por su equilibrio emocional. Supongo que más allá de los reiterados tropezones políticos y económicos, el actual gobierno peronista concluirá su mandato entre otras cosas porque la oposición no está familiarizada en los afanes de arrojar toneladas de piedras a las instituciones u ordenar al lumpenaje que asalte supermercados; tampoco para nuestra tranquilidad espiritual y política hay militares entorchados dispuestos a presentarse como salvadores de la patria o reserva moral de la nación y por lo general no convocan manifestaciones callejeras con un helicóptero como emblema. El peronismo cumplirá su lastimoso mandato político como haya lugar y nos dejará un país en ruinas, un diagnóstico que no los inquieta demasiado, porque en nombre de esas ruinas imaginan reiniciar el mito de la resistencia peronista contra los eternos enemigos de la patria. El desafío a la voluntad biliosa de los dioses que se le presenta a la oposición es si una vez más permitirá que el ciclo populista se cumpla, que la trágica y miserable letanía de populistas depredadores y oposición impotente se reitere para desgracia de todos los argentinos.
Al peronismo lo he vivido, lo he estudiado y lo he padecido. Aprendí a leer no con la frase "Mi mamá me ama", sino "Evita me ama". La palabra "mamá" reemplazada por el nombre del hada rubia. Mis primeros años de militancia universitaria se forjaron debatiendo en agitadas asambleas y reñidas trifulcas en los bares de las inmediaciones de la facultad acerca de la magia de un peronismo destinado a alentar la felicidad del pueblo en nombre de la patria socialista o la patria peronista. Asistí al tiempo en que los peronistas decidieron matarse entre ellos y la única vez en mi vida que no supe qué iba a comer a la noche porque no tenía un mango, fue cuando el gobierno peronista nos honró con el ministro Celestino Rodrigo, honra que ya había sido precedida con la designación de un rufián de prostíbulo como Lastiri como presidente provisional y la asunción de la señora Isabel Martínez de Perón como presidente de la nación, sin otro atributo que la de ser esposa del general a quien sedujo por sus dotes de bailarina de "danzas folklóricas", dudosa habilidad ejercida en los locales nocturnos del Caribe y dirigida por un promotor artístico de nacionalidad cubana que hubiera hecho las delicias de Roberto Arlt a la hora de diseñar los rasgos de su "Rufián melancólico".
Disfrutamos de todas estas bienaventuranzas en nombre de la justicia social, la distribución de la riqueza y la soberanía nacional. El peronismo era la nación misma, la patria redimida y quien no adhiriera a esas virtudes se lo condenaba a los fuegos eternos del infierno. En 1983 aprendieron o se resignaron a que podían ser derrotados. Que esa mayoría absoluta y automática no era infalible. Que haber hundido a la Argentina en el infierno de las Tres A y los Montoneros, o haber designado a Herminio Iglesias jefe virtual de la campaña electoral de 1983, o suponer que los burócratas bien rentados de la columna vertebral de la CGT podían pactar con los militares a quienes, dicho sea de paso, le reservaban los beneficios de la amnistía -es decir, la más abierta y descarada impunidad en nombre de vaya uno a saber qué favores recibidos-, no salía gratis, que el pueblo argentino es una realidad histórica que no está contenida exclusivamente por las estrofas de la marchita o la letanía del primer trabajador. Las elecciones de 1983, con la victoria de Alfonsín, fueron una ejemplar lección política, pero se equivocaron feo quienes supusieron que el imaginario populista se disolvería por una derrota electoral. Para quienes están rigurosamente convencidos -a veces sinceramente, a veces con vocación de farsantes- una elección no altera el imaginario central acerca del pueblo ontológicamente peronista, más allá de dirigentes ocasionales que los llevaron a una derrota transitoria que sería reparada en el tiempo más breve posible a través de los paros generales, cuando no la conspiración con jefes militares y empresarios beneficiados por la crónica argentina corporativa.
La segunda derrota al imaginario populista fue tan dolorosa como la de las urnas, porque esta vez lo que se impugnó fue la fantasía de que la calle y la plaza son peronistas, verdad que se admitió tácitamente hasta 2008, el año de la infame 125, cuando los supuestos estancieros oligarcas convocaron en Rosario y en Buenos Aires a multitudes que redujeron a la metafísica mayoría peronista a indigentes actos callejeros integrados por plateas arreadas en colectivos y camiones mientras el discurso más actualizado del Pingüino evocaba el retorno de los comandos civiles de 1955. Conclusión, el peronismo podía ser derrotado en las urnas y también desbordado en la calle. El mito del ser nacional, la patria peronista y otras añagazas por el estilo, avasallado por la impiadosa realidad de un país en el que la mitad de sus habitantes no están persuadidos acerca de las bondades de ese dogma de fe, y no solo no están persuadidos, sino que cada vez están más convencidos de que algunas de las carencias e incluso tragedias que nos humillan como argentinos han sido perpetradas por nuestro populismo criollo.
¿Se terminó el populismo en la Argentina? ¿Esa tradición populachera, avasallante, a veces portadora de esperanzas reales de justicia, a veces mafiosa y corrupta, se archivó en los desvanes de la historia? Los que así piensan no conocen al peronismo y no conocen a los argentinos. El peronismo es un actor político que estará presente en nuestras vidas como una bendición para sus seguidores, como una maldición para quienes por diferentes razones lo detestan. Desde 1983 a la fecha sus dos expresiones más genuinas, el menemismo y el kirchnerismo, gobernaron y gravitaron en el poder durante treinta años, sin olvidar que si por ellos fuera lo seguirían haciendo durante treinta años más, porque su voracidad de poder es insaciable y esa voracidad de sanguijuela solo se saciaría cuando la Argentina se disuelva en cenizas, estiércol y fango. Tal como se presentan los acontecimientos políticos, al peronismo le aguarda una derrota en octubre, pero tengo mis dudas que esa derrota sea avasallante, definitiva, porque, como sugiere Polanski en "La danza de los vampiros", en Transilvania siempre habrá vampiros más allá de los crucifijos que se levanten o de las ristras de ajo que se cuelguen. El dilema entonces no es si el peronismo aparece o desaparece como Drácula, el dilema a resolver consiste en que un gobierno no peronista o antiperonista, o como quieran llamarlo, sea capaz de gestionar al capitalismo y convencer a las masas de las virtudes de esa gestión; el dilema consiste en dilucidar si se han creado efectivamente las condiciones históricas para dar vuelta la página del prolongado capítulo populista e iniciar un período histórico que no borre a los artífices del anacronismo, pero que por dinámica histórica permita que las artimañas de los profetas del pasado se vayan disolviendo progresivamente en el aire hasta ser apenas el recuerdo añejo de una pesadilla, o una de esas antiguallas que se exhiben como restos fantasmagóricos de un naufragio en alguna chacarita o, en el mejor de los casos, en uno de esos museos que se esfuerzan por preservar todo aquello que el tiempo fue oxidando, corrompiendo o reduciendo a caricatura o espantajo.