Por Néstor Víttori
Por Néstor Víttori
Si prestamos atención al contenido de las preocupaciones económicas de los argentinos, encontramos en primer término la inflación, seguida por los altos precios de los productos necesarios para la subsistencia, el desempleo, el nivel de los salarios, el costo de los servicios, los altos impuestos, las dificultades con el crédito y las tarjetas, entre los más señalados. Poca o ninguna referencia se hace acerca de los costos industriales y la competitividad internacional de nuestras producciones exportables, así como tampoco del nivel de institucionalidad, de seguridad jurídica y de respeto por las reglas del juego para la inversión y el desarrollo empresarial. Paradójicamente, buena parte de los problemas señalados más arriba, es consecuencia de un marco de referencia interno negativo para la competitividad, dado por los altos costos, la baja productividad laboral y empresaria y la atrasada tecnología industrial, sumados a un Estado tramposo, coimero, dispensador de privilegios costosos y despreocupado de tener una infraestructura indispensable para generar una logística competitiva. Somos un país especialista en diagnósticos y catarsis pero absolutamente remiso a enfrentar los problemas y buscar soluciones. Somos el país de los “derechos” pero con un fuerte desacople causal de éstos con las correlativas obligaciones. La no relación entre salario y productividad, entre impuestos y resultados económicos, entre los costos de los servicios y verdaderas prestaciones, entre la infraestructura y la eficiencia logística, es una de las muchas incongruencias que trazan una realidad adversa para la captación de inversiones nacionales y extranjeras, así como para afrontar el comercio internacional y acrecer nuestras exportaciones de manufacturas industriales. Si observamos los reportes de competitividad mundial, veremos que Argentina, pese a la alta competitividad de sus exportaciones agropecuarias, figura en los últimos lugares del ranking, en el puesto número 38 sobre 42 posiciones, donde la primera es Singapur y la última Venezuela. Las causas de esta situación, para Dante Sica, director de la consultora Abeceb en una entrevista que diera el año pasado, radican en que el país tenía un marco regulatorio y jurídico deteriorado que desalentaba la llegada de capitales de riesgo, un déficit extraordinario en materia de infraestructura, una presión tributaria de las más elevadas de la región, escasos niveles de ahorro y crédito y una insuficiente formación de capital humano. Esta situación resultaba mitigada por el apalancamiento de los precios de los commodities, que en la actualidad han perdido su condición extraordinaria conocida como “viento de cola”. Así las cosas, la principal meta para una Argentina complicada es recuperar competitividad, porque si nos estancamos y no crecemos, fundamentalmente en el comercio exterior, perderemos la posibilidad de ofrecer mejores condiciones a nuestra ciudadanía. En este contexto, debemos señalar que entre otros puntos que pueden observarse está nuestro costo laboral unitario de manufacturas (CLU) que, si se lo compara con la mayoría de los países industriales del mundo es de los más altos, lo que hace menos competitiva a nuestra industria. El costo argentino es de U$S 1,87 por hora de trabajo, cifra que lo ubica en el puesto 25 sobre 26 reportados también por Abeceb. Al respecto, el primero es China con U$S 0,17 y el último es Brasil con U$S 1,98. El CLU es una medida utilizada internacionalmente para determinar la “competitividad de costos” o “competitividad de precios” entre los países y representa el costo del trabajo para producir una unidad de producto en una industria en particular o en la economía en general, según Alberto Schuster, director de la unidad de competitividad de la consultora señalada. Si bien la productividad laboral y la política salarial no son las únicas variables que afectan nuestra competitividad, sería conveniente para la sustentabilidad económica del país, avanzar en definiciones que coloquen al empleo y a sus condiciones de desarrollo en el adecuado contexto, con la agravante de que hoy se acelera la evolución tecnológica hacia líneas de producción automatizadas y robotizadas en las grandes empresas, realidad que reduce sustancialmente los costos de funciones hasta ahora cubiertos por la fuerza de trabajo. Esta visión pone en evidencia actitudes inerciales de nuestros sectores sindicales y de sus avanzadas activistas, que centran en la conflictividad las posibilidades de obtener mejoras que en muchos casos resultan insostenibles para las empresas y el Estado, e inviables en el competitivo mercado mundial de bienes.