Hay quienes dicen que las cosas no son como son, sino más bien como pueden pensarse. Dicho en otras palabras, que las interpretaciones se anteponen a los hechos e incluso los moldea a su imagen. Sin duda, es un punto de vista que exaspera a los racionalistas, quienes necesitan que el mundo ofrezca algunas garantías en cuanto a la objetividad de los hechos. A propósito, existe un célebre intercambio entre dos personajes ilustres, Bertrand Russell y Ludwig Wittgenstein. En un espacio académico el primero se propuso instaurar al menos un hecho incuestionable, a saber, que no había un rinoceronte en aquella habitación. Desde un punto de vista fáctico, efectivamente dicho mamífero estaba ausente en su materialidad corpórea. Sin embargo, en tanto símbolo, estaba allí presente como una referencia en el discurso. Otros pensadores agregan que, cuando se intenta separar al hombre de los animales, un rasgo diferencial es la capacidad de hablar de lo que no existe, por ejemplo, unicornios o dragones.
En este contexto, abrimos un breve paréntesis. Quienes se preguntan por el origen del lenguaje, entienden que la ausencia del objeto es esencial en el nacimiento de un símbolo. Si, por ejemplo, el rinoceronte estuviese presente todo el tiempo en el campo perceptivo, entonces no habría necesidad de nombrarlo a través de una palabra cualquiera. En su mínima expresión, para evocar algo primero debe estar ausente. Quizá el siguiente fragmento de David Foster Wallace permita atrapar esta idea: "Están dos peces nadando uno junto al otro cuando se topan con un pez más viejo nadando en sentido contrario, quien los saluda y dice: Buen día muchachos, ¿cómo está el agua? Los dos peces siguen nadando hasta que después de un tiempo uno voltea hacia el otro y pregunta: ¿Qué demonios es el agua?". Aunque el agua es el medio que circunda a los peces, para que pueda ser nombrada como tal, hace falta en ellos al menos una distancia respecto de su elemento vital.
De regreso al problema existencial de nuestro rinoceronte, ¿qué pasaría si en aquel intercambio uno de los interlocutores comenzara a correr despavorido gritando que hay un rinoceronte en la habitación? Sencillamente, se dirá que sufre de una alucinación, es decir, una percepción sin objeto que deforma la realidad misma.
En el siglo XIX el doctor Ulysse Trélat relata una experiencia acontecida en un hospital psiquiátrico. El señor O, su paciente al momento de la fecha, había invertido todos sus ahorros en su oficio de inventor. Según manifiesta en el hospital, creía haber inventado el principio de un motor que prescinde de la corriente de agua y funciona, en cambio, a base de agua estancada. Para ser más específicos, cada cultura posee sus grandes problemas y sueña con resolverlos de alguna u otra manera. Si antes los alquimistas buscaban, a través de procesos fisicoquímicos algo rudimentarios, obtener oro a partir de metales menos nobles, en la época del señor O la meta era inventar un "motor de movimiento perpetuo", es decir, que no necesitara energía para su funcionamiento.
Como podría anticiparse, los psiquiatras objetaron su novedosa invención, calificándola de delirio sin más. Ante lo cual el señor O responde oportunamente: "Permítame decirle, señor doctor, que reconozco su perfecta competencia en medicina, pero que me es imposible concederle la misma infalibilidad en mecánica". En una suerte de batalla argumentativa entre la locura y la razón, Trélat decide pedir auxilio a una personalidad de la época cuya legitimidad no podría ser puesta en duda ni por el más insensato de los hombres. Así entra en escena François Arago, un destacado matemático, físico y astrónomo francés, una verdadera eminencia de su tiempo: "Conocíamos y estimábamos al señor Arago. Fuimos a visitarlo al Observatorio y le preguntamos si nos podría ayudar a curar a nuestro enfermo".
Acto siguiente se produce el encuentro entre ambas figuras. Una vez que el señor O terminó la exposición de su reciente invento, Arago impuso su autoridad con una sentencia categórica: "No hay movimiento sin motor señor. Es necesaria la mano del hombre, impulsada por la vida que procede de Dios. No conseguirá nunca hacer girar una rueda con agua estancada". Finalmente, luego del enojo y el llanto, el señor O recupera la palabra en el hospicio para decir: "Es igual, el señor Arago se ha equivocado. No necesito su motor. Mi rueda, la mía, gira sola. Se mueve en agua estancada". He aquí una anécdota histórica de la cual puede extraerse al menos una paradoja. Aunque Arago personifica y encarna las luces de la razón, en su argumentación no puede evitar la referencia a sus propias creencias religiosas.
En ocasiones, cuando se busca denostar a un adversario, es una práctica común calificarlo de delirante. Sin embargo, sea de un modo u otro, todos y cada uno hablamos de lo que no existe. Es sencillo percatarse que las creencias, por simbólicas que sean, tienen efectos muy reales y también necesarios a la hora de dar sentido a la existencia. Ahora bien, en función de la cultura que se habite, hablar de lo que no existe podrá tolerarse un poco mejor o peor según el tópico en cuestión. En el caso del señor O, dadas las características del tratamiento de la locura en Occidente, fue forzado a rectificar su punto de vista sobre los motores de movimiento perpetuo. Desde siempre se espera mucho de la llamada "conciencia de enfermedad". Hasta donde sabemos, resistió los embates.
En lo que atañe al recorrido de un tratamiento psicoanalítico, el despliegue de la palabra es lo que permite aislar y nombrar las fantasías inconscientes en las cuales cada uno sostiene su mundo, sea para bien o mal. Por ello el psicoanalista Jacques-Alain Miller llegó a decir en una conferencia: "Ante el loco, ante el delirante, no olvides que eres, o que fuiste, analizante (paciente), y que también tú hablabas de lo que no existe".
(*) Psicoanalista, docente y escritor.
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