Nos escribe Horacio (67 años, Puerto Madryn): “Luciano, seguro que soy tu lector más viejo. Igual me mantengo bastante bien, no me darías la edad que tengo. Todavía trabajo, ya no en la Capital donde vivía hasta hace un tiempo, sino que me vine al Sur, a realizar un viejo sueño. Fui empleado durante décadas y ahora, por fin, puedo dedicarme a mi oficio de forma independiente. Me gusta decir que soy carpintero y hago muebles con madera y también con hierro. Como leí en un libro hace poco, podría decir que tengo ‘una pequeña vida’, pero que a mí me alcanza. ¿Por qué te escribo? Porque las palabras de tu última nota me llegaron y, como nunca nos vamos a ver, me animo a preguntarte algo íntimo: ¿cuánto tiempo hay que esperar para empezar a vivir la propia vida?”
Querido Horacio, muchas gracias por tu carta, que ya en las primeras líneas me muestra un detalle interesante. Te presentás como un lector “viejo”, pero luego aclarás que estás bien conservado. A continuación, quizá como respuesta inconsciente a esa aclaración, reaparece la cuestión de la vejez, pero en relación a un sueño. Seguro conocés el refrán popular que dice: “No aclares que oscurece”.
Ahora bien, ¿un “viejo sueño” es uno envejecido? Pareciera más bien que hablamos de un deseo que nos acompañó durante mucho tiempo. ¡Qué suerte que no te resignaste! ¡Qué alegría que no lo olvidaste! Porque tranquilamente podrías haber dejado caer esa ilusión y, en algún momento, cedido a que la vida fuese nada más que lo que te salió al paso.
Me da gusto leer que te definís por un oficio. Pienso que si te gusta decirlo es porque te das cuenta de que hoy estos están un poco menospreciados. En efecto, es innegable que poder estar en la Universidad es un gran crecimiento personal, pero también es verdad que en estos años la cuestión pasó a significar simplemente “tener un título”. Y así está lleno de personas que tienen un título, pero esto no quiere decir que se comporten como profesionales ni que trabajen con vocación.
En este tiempo, en que los profesionales van camino a ser la mano de obra precaria de las grandes organizaciones, volver a pensar en términos de oficio es fundamental. Trabajar es una de las actividades que más dignidad le da al ser humano, porque cuando alguien trabaja sale de sí mismo y le pone valor agregado a un objeto (sea este material o abstracto). Ponerle valor a un objeto no habla solo de que este se convierta en mercancía, sino que adquiere un sentido. La acción humana, cuando es significativa, nos pone frente a una satisfacción de las más grandes: la de la tarea bien hecha.
Decís que la tuya, Horacio, es “una pequeña vida”. Sin embargo, diría que es una vida a la que no le falta nada si en tu tarea vos sentís que te realizás. ¿Qué otra cosa es ser feliz sino poder irse a dormir cada noche con la seguridad de que, en lo poquito que estaba a nuestro alcance, hicimos lo mejor posible? Hace poco leía un artículo de investigación en el que se decía que la mayoría de las personas hoy, cuando trabajan, hacen otra cosa. Dicho de otro modo, viven distraídos, haciendo su trabajo así nomás, lo más rápido posible.
Antes nos distraíamos con el amor, hoy con los debates estériles en las redes sociales, la lectura de la noticia del día que no dice nada de nosotros ni nos cambia en lo más mínimo, con el consumo de una información sin contenido, que nos entretiene. Y ¿dónde quedan los actos en los que ponemos el cuerpo? ¿Cuáles son esas acciones que podemos firmar, respecto de las cuales podemos decir “Acá estoy yo”?
Desde hace siglos la vida humana tiene que luchar con el automatismo, con la rutina y el sinsentido. Quizá lo diferente hoy sea que pareciera que adoramos la robotización, que nos solazamos con el facilismo y rápidamente queremos salir de aquello que nos obliga o se nos resiste para volver a abrir la aplicación, el juego o la pantalla. En este tiempo, mucha gente me contó que desbloqueó el teléfono para buscar algo y enseguida no se acordó de qué era y se quedó mirando otra cosa.
“¿Cuánto tiempo hay que esperar para empezar a vivir la propia vida?”, me preguntás y yo me detengo en la palabra “esperar”; porque con este término parecieras mencionar lo que parece un proceso necesario. Incluso cuando se la quiera empezar a vivir lo más pronto que se pueda, pareciera que una espera es inevitable. Y me resulta interesante que digas “espera” y no “demora”, porque me hace pensar que nunca se empieza a tiempo, pero no por esto es tarde -como si fuera necesario haber hecho algo para que, en un segundo tiempo, fuese ahí sí el momento de apropiarse de la vida.
La última expresión del párrafo anterior me hace reflexionar sobre algo más: tal vez no hay “vida propia” sino un proceso a través del cual, después de haber adquirido cierto temple, nos podemos hacer cargo de estar vivos y ocuparnos de la vida como algo que nos pertenece y por lo que tenemos que responder.
Horacio querido, me alegra mucho que las palabras de mi última columna, a partir de la conversación con Teresa, te hayan llegado y alentado a escribirme. Una de las pocas cosas de las que estoy seguro es de que la vida necesita cuidado y madurez. Hoy respondo a tu carta ya que creo que quienes te lean encontrarán eso y mis palabras no serán más que una apostilla o un breve comentario, para que sea tu voz la que sea escuchada.
No sé si alguna vez vamos a vernos, pero creo que igual nos encontramos.
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