El psicoanálisis nació a comienzos del siglo pasado y aún hoy perdura como un tratamiento del malestar entre otros posibles. Desde entonces, quienes se han embarcado en la experiencia de un análisis, saben que se divide en dos momentos: primero los encuentros cara a cara, luego la utilización del diván. De un modo más formal, denominamos entrevistas preliminares al primer lapso y entrada en análisis al segundo. Se trata de tiempos lógicos, antes que cronológicos, es decir, su duración es imposible precisar con antelación. A su vez, la entrada en análisis no es el desenlace seguro de las entrevistas preliminares, sino una posibilidad entre otras, en tanto es necesario que se produzcan una serie de operaciones y movimientos subjetivos en el devenir del tratamiento mismo.
Mirá tambiénSobre los buenos usos de la angustiaEn ocasiones, aunque no siempre según el estilo del psicoanalista, dicho pasaje entre un tiempo y otro, se sanciona implementando el uso del diván, circunstancia que suele suscitar la curiosidad de los pacientes, mejor dicho, analizantes. En su tiempo Sigmund Freud aconsejaba no explicar cuestiones técnicas a los pacientes, pensaba que tales esclarecimientos no aportaban nada significativo. No obstante, eso no impide argumentar por qué el diván subsiste aún hoy en muchos consultorios.
Se comprenderá que no se trata simplemente de un mueble capturado en un ritual simbólico, hecho tradición a fuerza de su repetición. Al mismo tiempo, aunque existan razones para su utilización, estas razones están lejos de definir lo esencial de un análisis. Dicho de otro modo, en tanto el psicoanálisis es una práctica de discurso, si acaso se sostiene la pregunta sobre la causa del propio malestar en la existencia, entonces un análisis es posible con o sin diván, en forma presencial o virtual, trascendiendo así cualquier dicotomía fundamentalista. Quizá exista consenso en afirmar que el diván es un "facilitador", ni más ni menos. Ahora bien, entonces la pregunta que decanta es, ¿qué facilita? Será necesario historizar algunas vicisitudes de la práctica clínica.
En el periodo llamado pre-psicoanalítico, en los inicios de su formación, Freud se interesó en la técnica de hipnosis, popular en los círculos médicos de la época. En aquel entonces el diván formaba parte del mobiliario del hipnotizador, siendo adoptado por el creador del psicoanálisis como un saldo de aquella breve experiencia. Más adelante, en sus "escritos técnicos", Freud justifica su uso en motivos más bien personales, especialmente el peso que reviste la mirada: "No tolero permanecer bajo la mirada fija de otro ocho horas cada día". También especifica que el diván, al excluir de la escena la mirada, evita algunos malentendidos -por ejemplo, que un gesto involuntario del analista sea interpretado erróneamente por el paciente-, preservando así el vínculo transferencial. Aunque ambos motivos son hoy discutibles, permiten precisar la entrada en escena del diván en los tiempos inaugurales.
Tras un siglo, mejores argumentos legitiman su uso. La hipótesis fundacional del psicoanálisis es el inconsciente, entendido como una forma de pensamiento que escapa a la consciencia. Su dinamismo puede atraparse, por ejemplo, en las vías de formación de los síntomas psíquicos y también en los sueños. En efecto, nadie se propone soñar con tal o cual cosa, y aun así emergen producciones oníricas cuya estructura narrativa, por bizarra o enigmática que sea, dan cuenta de un ejercicio de pensamiento a espaldas del yo.
He aquí una consecuencia fundamental de la noción de inconsciente: cuando hablamos, decimos más de lo que queremos o creemos decir. En su reverso: cuando hablamos, no nos escuchamos del todo. En una misma sesión alguien puede decir que suele angustiarse en una hora determinada del día y, tan solo un instante después, creyendo que cambió de tema, recordar con enojo la vergüenza que experimentaba cuando su familia lo buscaba a la salida de la escuela. En uno y otro caso la hora del día es la misma, pero el sujeto no lo advierte en sus palabras. Tal como señaló Freud, la conexión entre la irrupción de angustia y el recuerdo penoso devino inconsciente, pero aun así exterioriza efectos desde lo reprimido. Como se dice en nuestra práctica, es un saber no sabido. Entonces, ¿cómo escucharse?
Si el psicoanálisis es un asunto de palabras, el truco es que allí las palabras circulan de un modo radicalmente diferente a cualquier otra forma de interacción conocida. Incluso, el dispositivo está construido como una caja de resonancia para que cada uno pueda escucharse, más allá de lo que quiso decir en sus dichos y enunciados. En el lapso de las entrevistas preliminares, cara a cara, el analista se presta a las formas tradicionales de un diálogo, preguntando y escuchando. No obstante, en la entrada en análisis el dinamismo cambia, y es allí donde el diván resulta más útil.
Diferenciamos entre paciente y analizante, porque constatamos que el segundo se ha embarcado en un proceso de desciframiento de su propio decir. Aquí ya no se trata de un diálogo entre personas que intercambian frases por turnos, sino de funciones que se relacionan con la producción de un saber singular. Por ello es que el diván se propone en un segundo tiempo, cuando un sujeto puede soportar la desaparición progresiva del interlocutor y quedar un poco más a solas con el enigma de su propia enunciación. De ningún modo habla allí solo, la función del analista es devolver al sujeto aquello que insiste en sus palabras.
Un analizante es quien ha dejado de demandar soluciones prácticas, opiniones y consejos de vida al analista, para asumir el vértigo de su propia búsqueda. Es también quien no necesita ser mirado cuando habla, porque su mensaje ya no se dirige a quien tiene en frente, sino a sí mismo. Es claro que este modo inédito de relación con la palabra no puede atribuirse al uso del diván, sin embargo, es un recurso entre otros que lo facilita.
A la memoria de Federico Musacchio, psicoanalista de nuestra ciudad.
(*) Psicoanalista, docente y escritor.
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