Desde sus orígenes, el psicoanálisis es una práctica que busca desentrañar la complejidad del mundo humano y sus infinitos laberintos. Su sistema conceptual permite hipotetizar sobre los resortes causales que se esconden tras el velo de las apariencias. No es casualidad que, durante mucho tiempo, el psicoanálisis se enseñó en las universidades bajo el nombre de "psicología profunda", aunque esa misma complejidad en ocasiones desalienta a quienes se interesan en sus postulados.
De la condición humana pueden decirse muchas cosas, incluso tantas como estemos dispuestos a escuchar. Desde el cielo hasta el infierno, cada cual pondera o critica un rasgo en particular según el momento y el contexto de la reflexión. Al respecto, alguien toma la palabra para resaltar el carácter individualista del sujeto moderno en las sociedades occidentales y, al mismo tiempo, otro responde señalando que existen un sinfín de gestos solidarios entre las personas de aquí y de allá. Lo cual es muy cierto, pero no siempre por las mejores razones.
Mirá tambiénCada uno vive en su mundoEn este trayecto es preciso distinguir entre dos términos que, a primera vista, funcionan como sinónimos, a saber, el altruismo y la solidaridad. Según el diccionario de la lengua, se entiende por solidaridad la adhesión circunstancial a la causa o a la empresa de otros, mientras que el altruismo es la tendencia a procurar el bien ajeno incluso a costa del propio. Aunque es claro que comparten su campo semántico -especialmente en la disposición benevolente hacia el semejante-, existe asimismo una diferencia de grado para nada sutil entre uno y otro. Todo el acento recae en que el altruista puede llegar a perjudicarse a sí mismo en su accionar. Desde un punto de vista práctico, por ejemplo, el solidario dona una fracción de su sueldo para ayudar a quienes fueron sorprendidos por un desastre natural, mientras que el altruista llega a endeudarse en la inercia del mismo gesto.
La práctica clínica nos permite introducir aquí algunas consideraciones alusivas. A veces, la generosidad del altruista se transforma en un síntoma que los sujetos deciden trabajar en sus espacios psicoterapéuticos, especialmente cuando se ven abrumados por sus reiteradas consecuencias. Una vez que se hace hablar a los síntomas, cuando las fantasías devienen conscientes y muestran su singularidad sin par, el altruismo ya no se sostiene como un principio humanista desinteresado. En un caso, un sujeto se brinda a los otros para así expiar un hipotético pecado que ni siquiera él mismo sabía que lo mortificaba desde las sombras. Si la fe mueve montañas -frase popular de inspiración bíblica-, la culpa no tiene nada que envidiarle como motor de las acciones humanas.
Con su altruismo, otro sujeto busca pacificar los constantes autorreproches mientras se pregunta, sin concluir nunca sobre el asunto, si acaso finalmente es buena o mala persona. Lo interesante de esta posición sintomática es su relación con la infinitud. Si el enamorado deshoja una margarita alternando entre un me ama / no me ama, aquí la opción binaria se reduce a un juicio moral sobre sí mismo. La diferencia es que a su margarita le vuelven a crecer los pétalos y la pregunta se renueva. Tal como el hígado de Prometeo en el mito griego, el tormento se perpetúa gracias a la lógica del circuito de pensamiento.
Un tercero, desde su infancia, cree que no posee valor alguno para su familia de origen, y entonces juzgó necesaria una posición servicial para lograr hacerse un lugar en sus otros. Sobre esta última coyuntura, el altruismo como modo imaginario de compensar una supuesta falta de valor personal, podemos extraer otras consecuencias. Las fantasías inconscientes tienden a confirmarse a sí mismas, retroalimentando la dimensión de engaño que comportan en sus premisas. Por ejemplo, cada vez que se consolide un nuevo lazo afectivo, el sujeto en cuestión tenderá a pensar que es a causa de su posición servicial y no otra razón.
Es aquí donde se separan los enfoques psicoterapéuticos tradicionales, la literatura de autoayuda y la propuesta psicoanalítica. El sentido común dicta que el tratamiento debe consagrarse a rectificar la creencia original del sujeto, explicando que se trata de un error en la valoración de sí mismo, reforzando así una autoestima que se supone afectada. Es una intervención de la cual ha de esperarse una mejoría instantánea a nivel del estado anímico, aunque no duradera, en tanto no alcanza a conmover la causa del síntoma. Es lo que llamamos un efecto terapéutico, es decir, un alivio pasajero que no cambia el funcionamiento de las cosas. Todos hemos experimentado aquella sensación de expansión yoica, sea cuando nos dirigen un cumplido o un reconocimiento, aunque luego desaparece como arena entre los dedos.
A veces el hecho de pactar una primera sesión con un psicólogo produce un efecto terapéutico, en tanto allí hay en acto un otro dispuesto a escuchar nuestros problemas. Sin embargo, no se trata solo de poner en palabras aquello que nos aqueja, sino de implicarse en la construcción de un saber sobre la causa del propio malestar en la existencia. Cuando la escucha del terapeuta no logra emanciparse de la literalidad de los dichos, entonces la intervención toma la forma de una contraargumentación. Cual sofista, busca persuadir de sus creencias a quien consulta: Ud. sí posee valor. ¿Acaso no es más auspicioso preguntarse por qué, entre las infinitas formas de habitar el mundo, un sujeto se identifica a una posición desvalorizada y no a otra? Introducir allí una interrogación no es igual a cuestionar al sujeto, sino más bien causar en él un deseo de querer saber.
Se dirá que están los hechos fácticos y acontecimientos de una vida, pero también está lo que cada uno ha podido hacer con eso ya en un segundo tiempo. La posición de desvalorización es la cristalización de la respuesta del sujeto ante las marcas de su historia, que en este caso sostiene y legitima el altruismo como síntoma. Precisamente, más allá de los efectos terapéuticos, los efectos analíticos propiamente dichos permiten a un sujeto advertir que el sacrificio que le impone su síntoma es finalmente innecesario, tan solo un penar de más.
(*) Psicoanalista, docente y escritor.
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