Suele destacarse, como un rasgo diferencial de la especie humana, la disposición a investigar y comprender los misterios del mundo y el universo. La ciencia moderna en su historización, que no es lo mismo que la historia en tanto es un relato idealizado, se jacta de desplazar a Dios del lugar de las explicaciones causales. Si además sumamos el desarrollo de la técnica, entonces la curiosidad se libera de sus límites y se ejercita, para mal o para bien, hasta sus últimas consecuencias. Desde por qué cae una manzana, hasta la fisión del átomo y la aceleración de partículas en el Gran Colisionador de Hadrones. Dicho de otra manera, como especie nos llevamos mal con los enigmas y en ocasiones, en el mismo afán por comprender, nos precipitamos al momento de las conclusiones, dando por saldado el asunto por el cual estamos concernidos.
La pregunta por la causa de la locura permanece abierta a pesar de los reduccionismos biologicistas y psicológicos que intentan explicarla. Desde la teoría de los cuatro humores de Hipócrates en el Siglo de Pericles, pasando por las teorías genéticas, hormonales y toxicológicas, hasta los desequilibrios químicos en la neurotransmisión del cerebro en nuestro tiempo. Cada vez que la tecnología permite estudiar unidades más y más pequeñas del organismo, una nueva teoría organicista cobra fuerza y aspira a ser la respuesta definitiva. A modo de contrapeso, de tanto en tanto alguien nos recuerda que no existe un estudio específico o pruebas de laboratorio para el diagnóstico de la esquizofrenia (MSD), aunque siempre persiste el "aún".
Como testigo agudo de un movimiento circular, en el año 1932, Jacques Lacan escribía en su tesis de doctorado en psiquiatría: "Esta vez tenemos en la mano la causa del mal; a decir verdad, no la tenemos todavía en la mano, pero la vamos a tener, puesto que, sea lo que sea (…) se trata de un agente que puede tener cabida en el microscopio o en la probeta. Es verdad que la naturaleza de ese agente sigue siendo bastante incierta y que, cosa más extraña aún, nadie ha podido todavía captar la menor huella de las lesiones que podrían ser indicio de su presencia".
No proponemos aquí intercambiar teorías organicistas por otras de naturaleza psicológica -más afines a nuestro campo de procedencia-, sino perturbar las certidumbres. Se trata de restituirle a la pregunta por la locura su dimensión y dignidad de problema abierto, aunque eso nos confronte con la impotencia de una complejidad inabarcable.
Existe un cuadro muy famoso exhibido en el Museo del Prado de Madrid, pequeño en tamaño si se lo compara con "El jardín de las delicias" que reposa a su derecha. Se trata de la "Extracción de la piedra de la locura" de El Bosco. El óleo sobre tabla representa una escena medieval muy singular, una suerte de operación quirúrgica (craneotomía) que procuraba extirpar la piedra que ocasionaba la locura del hombre. Ya en nuestros días, un catedrático de la facultad de psicología de la Universidad de Barcelona observa que el cuadro en cuestión figura una agudeza notable para los tiempos medievales, a saber, que la etiología de la locura se localiza en el órgano cerebral.
Sin embargo, no es claro que los medievales estuviesen muy preocupados por el cerebro, tal como testimonia la obra de Bartolomeo Ánglico, quien en 1556 afirmó que un bebe "no puede hablar bien ni formar sus palabras perfectamente, ya que no tiene todavía sus dientes bien dispuestos y consolidados". Para el autor la facultad de hablar se reduce a la disposición anatómica de los dientes, sin necesidad de distinguir entre el aparato fonatorio y la capacidad abstracta del simbolismo. En cambio, sí es claro que el cerebro fascina a los modernos.
El estudio de la "Extracción de la piedra de la locura" desplaza el acento hacia un aspecto mucho más interesante si consentimos a rotar la clave de lectura. A diferencia de otras obras de la época que representan la misma escena, aquí el lenguaje pictórico es fuertemente irónico. Quien hace las veces de cirujano (personaje de pie hacia la izquierda) es ridiculizado portando un embudo invertido por sombrero, interpretado así como un estafador. Sobre el infortunado paciente (sentado a la izquierda), figurado como un humilde campesino, en la parte superior e inferior del cuadro se lee: "Maestro, quítame pronto esta piedra. Mi nombre es Lubber Das". Según los estudiosos de la literatura holandesa, Lubber Das es el nombre de un personaje satírico que representaba la estupidez y la credulidad humana.
Suele concluirse que la obra se mofa de la ignorancia e ingenuidad de los hombres, aquella que los lleva a entregarse sin reparos a los procedimientos tortuosos y métodos extravagantes de los falsos sanadores de ayer y hoy. Más allá de las diferencias de interpretación, en general nadie discute la actualidad del cuadro tras cinco siglos. Como todo consenso, tiene sus razones y argumentos. Cuando una obra permanece vigente en la cultura, cuando cada generación le reserva un lugar, es porque hace resonar algo íntimo en cada uno. Lacan decía que todo el mundo llega a reconocerse en el príncipe Hamlet, personaje clásico de William Shakespeare, en tanto su estructura narrativa funciona como una "red para cazar pájaros en la cual el deseo del hombre queda atrapado".
Si nos servimos de la misma lógica, ¿qué hace resonar entonces, al menos según un criterio, la "Extracción de la piedra de la locura"? La agudeza de El Bosco es saber atrapar un fantasma específico e intemporal de la condición humana, es decir, aquella necesidad imperiosa de precisar una causa material de nuestros padecimientos subjetivos, así sea una piedra o neurotransmisores en más o en menos. La idea de no ser más que un cerebro, o que el cerebro alcance a explicar lo que somos, habilita la ilusión de un alivio definitivo en el instante mismo de una intervención en lo real del cuerpo.
No es un problema de inteligencia el que nos expone a las estafas en el campo de la salud, ¿acaso no conocemos un sinfín de personas brillantes que se toman licencias metafísicas en ciertos asuntos de la vida? Muchas veces se señala que Isaac Newton, uno de los padres del pensamiento científico, era un entusiasta alquimista que se hacía llamar Jeova Sanctus Unus. La ignorancia e ingenuidad no funcionan aquí como causa del engaño, en cambio pueden pensarse como un efecto secundario de aquella ilusión organicista. Lo que nos expone a las estafas es más bien una esperanza, el viejo anhelo de librarnos, de una vez por todas y mediante un atajo, del malestar en la existencia.