Rogelio Alaniz
Por Rogelio Alaniz
Rogelio Alaniz
“Todos los estudios políticos tienen como exclusivo propósito hacer que los hombres sean capaces de actuar en política con los ojos abiertos”. Karl Deutsch Siempre se ha dicho que el populismo es una fórmula adecuada para los tiempos de vacas gordas, para períodos históricos en los que -por razones en las que los populistas tiene poco y nada que ver- las arcas del Estado desbordan de divisas. Se trata de ciclos en los que se pueden hacer grandes repartijas que se presentan como derechos sociales, mientras que en realidad no son más que proyectos personales de perpetuación en el poder. La pregunta a la que es muy difícil responder en términos prácticos es qué hace el populismo cuando las vacas adelgazan. Juan José Sebrelli dice, por ejemplo, que una alternativa es transformarse en algo parecido a una dictadura terrorista, como lo hicieron en tiempos de Perón, Isabel y López Rega. Otra explicación práctica es la que perpetró Menem, volcándose sin rubores ni escrúpulos al más rancio liberalismo conservador, con sobreactuaciones memorables como la del abrazo con el almirante Rojas o guiños, caídas de ojos y resonantes negociados con los grupos más reaccionarios de la economía nacional e internacional. Está claro que Menem nunca creyó en el liberalismo -entre otras cosas porque, más allá de sus primitivos prejuicios, no debe saber muy bien de qué se trata- pero se valió de él para afrontar los rigores de una coyuntura histórica que luego de la caída del Muro de Berlín clamaba a gritos por soluciones liberales. El azar, con su cuota de misterios e imponderables, también ha jugado un rol importante a la hora de la rendición de cuentas de la fiesta populista. Me refiero a la muerte de sus protagonistas justo cuando llega el momento de pagar las facturas. Eva Duarte pasó a la inmortalidad en el momento en que Gómez Morales llegaba al Ministerio de Economía para iniciar el inevitable ajuste, Milton Eisenhower visitaba el país y los argentinos empezábamos a comer pan negro. Por su parte, el destino político de Juan Domingo Perón pintaba castaño oscuro a mediados de 1974 cuando marchó hacia el silencio. Perón no era Isabel, pero el país del que se hizo cargo esta mujer elegida por el líder era un hierro caliente imposible de manejar. Dicho con otras palabras: el destino de Perón habría sido el de Isabel si no hubiera sido “sorprendido” por la muerte. Algo parecido ocurrió con Néstor Kirchner. Su muerte seguramente representó un gran dolor personal para la señora, pero la favoreció electoralmente de manera decisiva, al punto de que podría decirse que fue la mejor ofrenda política que Él le hizo a Ella. Montar un gran velorio, hacer de la muerte una ceremonia macabra destinada a sensibilizar a un sector social que también lagrimea por la muerte de Ricardo Fort, es una de las grandes habilidades del populismo, siempre predispuesto al melodrama y la cursilería, cuando no a la necrofilia. Lo dicho vale para Hugo Chávez, el gran oráculo del populismo criollo del siglo XXI, cuya muerte “oportuna” dio lugar a un heredero que no ha vacilado en recurrir a los ritos de la magia negra y el animismo para exaltar la imaginación de multitudes que encuentran en el populismo y sus efusiones espumantes la cuota necesaria de opio para fugarse de la realidad, consolarse de sus sinsabores cotidianos o, lisa y llanamente, imbecilizarse. ¿Hay alguna otra fórmula a la que pueda recurrir el líder populista para gambetear los rigores de la realidad? Siempre las hay. Si la muerte no llega o el golpe de Estado para victimizarse y luego retornar a las andadas no es posible, la alternativa es la de dar un paso al costado, sin aflojar demasiado las riendas del poder, maniobra que intenta perpetrar la señora en estos días. Desde el punto de vista político convengamos que la enfermedad a la señora le ha venido como anillo al dedo, más allá de los sinsabores personales que le pueda haber causado. Gracias a los requiebros de su salud, Ella pudo hacer algo que en sus momentos de plenitud le resultaba imposible: abandonar los primeros planos, parar con la cadena nacional y los extenuantes monólogos dirigidos al país con la asistencia de una platea tan servil como aduladora, platea que con su testimonio confirma el principio de que sólo en la cultura populista la alcahuetería y la obsecuencia son consideradas excelsas virtudes militantes. La enfermedad, y el consiguiente paso al costado, la ayudó a digerir la paliza electoral de octubre, experiencia que no pudo eludir en las Paso de agosto, al punto de que en la chismografia del “palacio real” se comenta que la furia que le produjo la derrota pudo ser la causa del tropezón y caída que la llevó al sanatorio semanas después. A nadie le gusta perder elecciones, pero para el populismo -cuyo líder encarna dones mágicos y divinos- la derrota electoral es una tragedia y una herida mortal al espumoso y sombrío narcisismo que domina su personalidad. Una manifestación sintomática de esa “sensibilidad” populista fue la decisión de Menem de no presentarse -en 2003- a la segunda vuelta electoral contra Néstor Kirchner. Un liberal, un conservador, un socialista, pueden digerir ese sinsabor; un populista jamás, porque ello significaría negar su condición de líder, conductor, jefe o patrón. La respuesta de la señora a los momentos difíciles que se avecinan es ejemplar. De pronto, en un gobierno donde el protagonismo de Ella era exclusivo y excluyente, observamos que a ese papel lo comienzan a desempeñar Capitanich y Kicillof. Conferencias de prensa brindadas por un político como Capitanich, con votos propios y representación territorial, dan cuenta de un estilo dialoguista que brilló por su ausencia en los últimos diez años. Asimismo, después de ocho años aparece un ministro de Economía con vuelo intelectual y -salvo que alguien demuestre lo contrario- capacidad de decisión. Kicillof se define como marxista y keynesiano, dos categorías teóricas que pudo haber estudiado en la universidad, aunque le convendría saber que desempeñarse como ministro en la Argentina de 2013 no es lo mismo que presentar un informe al Conicet. ¿Cómo compatibilizar el marxismo de Kicillof con la reciclada consigna peronista “Ni yanquis ni marxistas”, es otro de los grandes misterios que ojalá la vida nos dé la oportunidad de develar. Se vienen tiempos de devaluaciones y ajustes, tiempos en los hay que asumir las consecuencias de los errores cometidos y, ¡oh casualidad!, la señora desaparece de los primeros planos para que el trabajo sucio lo hagan sus colaboradores. Como dijera Moyano, los señores Capitanich y Kicillof compraron camarotes de lujo en el Titanic, por lo que correspondería postular que no ha sido Guillermo Moreno el chivo expiatorio, sino que ese lugar bíblico le puede pertenecer en un futuro a determinar a Capitanich y Kicillof. Mientras tanto, la señora deja de ser la viuda negra para transformarse en la dama de blanco, una “chejoviana” dama con perrito, pingüino y ramo de flores. Se avecinan tiempos difíciles y Ella decide que al timón de la nave lo tomen algunos de sus colaboradores, cosa que si se llegara a producir un naufragio, los villanos de la película sean ellos. El comportamiento de la señora confirma -por si a alguien le quedaba alguna duda- que el liderazgo populista tiene dificultades para compatibilizarse con los ajustes y devaluaciones. De todos modos, no se debe perder de vista que el despliegue de lo real es siempre mucho más rico que cualquier consideración teórica. Esto quiere decir que desde ahora hasta 2015 pueden pasar muchas cosas, incluso que el ego afiebrado de la señora no se resigne a un segundo plano y retorne a la épica del relato con todas las consecuencias que ello implica. No hay que olvidar que en el imaginario del populismo también está presente la noción de tragedia, de final a toda orquesta con su cuota de fatalismo, irresponsabilidad y sacrificio.
Como dijera Moyano, los señores Capitanich y Kicillof compraron camarotes de lujo en el Titanic...