Rogelio Alaniz
Rogelio Alaniz
Me da la impresión de que la orden de Trump acompañado de Macron y May- de lanzar algunos misiles en Siria para destruir los centros de producción y depósitos de armas químicas, es más una tarjeta amarilla que una tarjeta roja. Si bien el embajador ruso en EE.UU. expresó con tono sepulcral que este ataque iba a tener consecuencias porque de alguna manera era también un ataque a Rusia, en los hechos, los norteamericanos se cuidaron muy bien de que ningún misil lastime a un soldado ruso en Siria, y hasta es probable que más allá de la retórica diplomática, EE.UU. le haya avisado a los rusos del ataque con palabras parecidas a las que usó en abril de 2017, fecha en la que también lanzaron algunos misiles por las mismas razones que ahora: el empleo de armas químicas por parte del gobierno sirio de Assad.
Se dice que lo de las armas químicas es un pretexto de los yanquis para intervenir en defensa de sus intereses o en defensa de su vocación imperial. Pueda que algo de verdad haya en esta afirmación, pero convengamos que desde fines de la Primera Guerra Mundial, es decir, desde hace un siglo, las principales potencias del mundo acordaron la prohibición de armas químicas en los conflictos bélicos. Tan estricta fue esta prohibición que, con todos los horrores del caso, en la Segunda Guerra Mundial no se usaron estas armas y con cierto tono de humor un historiador llegó a decir que hasta Hitler fue respetuoso de esta decisión.
La otra hipótesis es que luego del cambio de escenario que representó la derrota del Estado Islámico, Estados Unidos y sus aliados decidieron intervenir para que Rusia, en primer lugar, pero también Irán y Turquía, sepa que en Siria a la hora de arribar a un acuerdo de paz o de lo que sea, EE.UU. debe ser tenido en cuenta.
También se dice que Trump tomó esta iniciativa para demostrarle al mundo, pero muy en particular a los norteamericanos, que él no tiene ningún lazo afectuoso con Putin, una advertencia necesaria porque aún se sigue comentando que los servicios de inteligencia rusos le dieron una manito para ganarle las elecciones a Hillary Clinton. Si a esto le sumamos las recientes revelaciones acerca de las no tan antiguas aficiones del señor presidente con conejitas de Play Boys y otras menudencias por el estilo, parecería creíble que Trump se haga el duro con hazañas militares en el mundo, justamente él, que alguna vez dijo que Estados Unidos debía retirase de los frentes de guerra en los que sus intereses no estuviesen comprometidos.
¿Está en riesgo la paz del mundo? No lo creo, pero sí creo que a veces a los jefes de Estado les gusta jugar con fuego. Tampoco olvido si es que la memoria histórica tiene alguna importancia- que en otras ocasiones, en 1914 por ejemplo, un episodio considerado menor como fue el de Sarajevo, dio origen a la Primera Guerra Mundial entre naciones, cuyos jefes de Estado parecían mucho más sensatos que los de ahora.
¿Será tan así? Diría en principio que Putin, en Rusia, y Trump, en Estados Unidos, no son personajes para dejar tranquilo a nadie. Si bien en las grandes potencias las decisiones importantes no las toma un hombre solo, no podemos subestimar el margen de decisión individual que poseen estos mandatarios.
Diría al respecto que así como Churchill fue indispensable para detener a Hitler, al punto que algunos historiadores han debido admitir que si él no hubiera estado allí en el momento preciso, otro podría haber sido el curso de los acontecimientos, una reflexión que vale también para explicar la gravitación personal de Hitler en el rearme alemán y su pretensión de conquistar el mundo eliminando por razones de raza y dominio a más de la mitad de su habitantes.
Desde por lo menos la segunda mitad del siglo pasado la relación de Rusia con Estados Unidos estuvo dominada por la diferencia y la negociación. La guerra fría liderada desde Moscú y Washington fue un ejemplo de coexistencia pacífica al borde del abismo, una coexistencia que en dos oportunidades, por lo menos, estuvo a punto de irse al diablo: en 1960, cuando la entonces URSS derribó un avión norteamericano que volaba sobre sus cielos; y en 1962, con la conocida crisis del Caribe que concluyó cuando la URSS, sin consultarlo a Fidel Castro, retiró sus misiles de Cuba, mientras Estados Unidos se comprometía a no invadir la isla y hacer algunos retoques a sus bases militares en Turquía.
Ahora bien, estas soluciones pacíficas fueron posibles, entre otras cosas, porque los presidentes de Estados Unidos fueron Dwihgt Eisenhower y John Kennedy, y el de la URSS, Nikita Kruschev, jefes de Estado que, más allá de sus diferencias y de las críticas que le podamos hacer, demostraron que en las situaciones límite eran capaces de estar a la altura de sus responsabilidades para ponerle coto, por ejemplo, a los halcones de un lado y del otro, es decir, frenar la expectativa de marchar alegremente a la guerra, un acto que más que poner en riesgo la paz del mundo, lo que ponía en riesgo era la existencia misma del mundo.
Sesenta años después, el problema que se nos presenta en un mundo muy diferente, pero no tanto como para impedir que EE.UU. y Rusia sigan siendo protagonistas importantes en la escena internacional, es que Putin y Trump están bastante lejos de parecerse a Kruschev y a Kennedy.
Ahora, el escenario del conflicto es Siria, con una guerra civil y regional iniciada hace siete años con casi un millón de muertos y más de ocho millones de refugiados. Putin es el gran respaldo que tiene el presidente Assad, un respaldo que incluye como contrapartida el privilegio de Rusia de contar con un puerto y una base militar sobre el Mediterráneo y la gravitación política en Medio Oriente, un territorio donde para muchos se juega periódicamente el destino del mundo.
Assad ha logrado gracias a esos respaldos mantenerse en el poder y, tal como se presentan los hechos, contar con posibilidades muy ciertas de ganar la guerra, aunque da la impresión de que, más allá de su destino personal, en términos sociales y en términos territoriales, Siria jamás volverá a ser como lo fue durante la dictadura de los Assad, padre e hijo.
Que Assad haya usado armas químicas para exterminar a sus enemigos, es un dato que no llama la atención a nadie, sobre todo por parte de un gobernante, o una dinastía, que cada vez que su poder fue amenazado no vaciló en matar cuantas personas considerara necesarias.
El afán carnicero de los Assad no es nuevo y los propios sirios tienen presente cuando en 1982 el padre y el tío del actual mandatario ingresaron a la ciudad siria de Hama controlada por los Hermanos Musulmanes y perpetraron una matanza cuyo número no se ha podido precisar, pero que en sus versiones más moderadas superan las diez mil personas, una masacre que junto con la que llevó adelante el rey Hussein de Jordania contra los palestinos en junio de 1970, confirma más allá de las victimizaciones nacionalistas y religiosas que las grandes masacres de árabes fueron perpetradas por los propios árabes.