Abrir los sentidos a la luz, tras las penumbras y la incertidumbre, respirar a voluntad, marcando cada ínfimo movimiento al inhalar y exhalar el aire, y notar un remolino cosquilleando en el interior profundo, una opresión suave y burbujeante, que podría anticipar una falla cardíaca o un estremecimiento de pasión. Espiando el mundo desde el borde del acolchado amarillo, me pregunto porqué hace tanto frío en la cordillera si todavía estamos en verano. Junto valor y salto de la cama. Estiro mi cuerpo. Levanto los brazos, arqueo la espalda y flexiono los músculos.
Digo ¡Vamos, arriba! en voz alta, para alentar el arranque que tiende a acobardarse. Tornado maúlla suave y le tiro un beso. Enderezo la cabeza y me sacudo la modorra, que hay mucho porque luchar. Hace falta abrigarse un poco, ajustarse la campera beige e imaginar que es el abrazo ansiado. Me asomo a la puerta. Festejo el sol que se anuncia tibiamente, aunque su ardiente paso estival reseca la clorofila de las plantas y convierte en talco los caminos. Ya comienzo a extrañar el húmedo murmullo de la lluvia y el otoño desvistiendo la arboleda, para después esperar otra vez la primavera…El eterno retorno de la vida, donde los ciclos del Universo se repiten de manera infinita y circular.
Pongo la pava. Disfruto del zumbido del vapor invadiendo el pensamiento que ya divaga por intersticios impredecibles. Garabateo mentalmente unos versos, recordando a Violeta (Parra) que entregó sus coplas y sus flores a la muerte o a Alfonsina (Storni) que siguió la pasión de lo imposible hasta el fondo del mar. Mujeres corajudas hasta los huesos.
Percibo el placer de tomar un mate caliente y espumoso, bien amargo como tantas verdades y como la desilusión, pero en el fondo tan simple como entender que no todo puede ser como nos gustaría que fuera. Escucho el canto de los pájaros despabilando el bosque, y una ráfaga de viento hilvanando las plumas y las hojas. De a ratos el perro ladra su aburrimiento y lo acaricio para que se calme.
Buceo en la paz que redunda en el silencio. Me interno en esa soledad donde me confundo con la naturaleza por legítima defensa. Me deleita el aroma de la menta y la lavanda, y la energía del romero que intenta nuevamente florecer. Recolecto exquisitas murras (*). Varias terminan en mi boca diseminando su dulzor. Absorbo la vitalidad del estío para afrontar la patagónica melancolía del invierno con una serenidad mustia y grata. Las yemas de los dedos se van tiñendo con la fruta madura que se rompe al despegarse del racimo. Una puntada en la piel me avisa la impertinencia de la espina. Entorno los párpados un segundo y evoco un querer lejano. Pienso en los rumbos diferentes que no pueden distraer al amor.
Atravieso las horas ocupándome de las exigencias domésticas, preparando el refugio para la época glacial. El resplandor del verano se va agotando en su caprichosa amplitud térmica, extenuada de calores, bendiciendo las sombras del crepúsculo con su aura refrescante. Subo al altillo para guardar objetos en desuso. Mas adelante decidiré que hacer con ellos. Al rozar una caja caen álbumes de viejas fotos. Me entretengo con memorias de viajes y de encuentros, hasta que la pobre claridad que penetra por la ventana indica que la tarde se me escapa. Mi apuro por las escaleras, tiene urgencias de sabores para alimentar a la familia. Dejo sobre la hornalla reposar las bondades de la cena, y me doy una ducha tibia. El cansancio se escurre con el agua.
Delante del espejo, contemplo lo que quedó de la jornada. Escudriño las arrugas, y un poco más allá de lo que hay en la imagen. Las canas, los lunares, las singulares líneas de expresión del rostro. Ahí está absolutamente todo: lo que lloré y lo que reí. Me hipnotiza el vaivén del momento, lento y fugaz. Soy consciente de ese pulso que rasga la estructura molecular…Apagar y reiniciarse hasta sanar la grieta. Algunos días, las heridas laten más fuerte y se abren como una flor de cardo. Pinchan hasta que las lágrimas quedan al borde de los ojos, empujando hacia afuera, lastimando el aliento que pugna por frenarlas.
El alma se contrae, convulsiona, vomita el perfume de su pena, queda vacía en la perplejidad del dolor que retorna para recordar lo sensible, lo tremendamente frágil que es el corazón. Y en ese instante, en el que la cicatriz estalla de sal y sangra irreverente al tiempo que finalmente nada cura… en ese instante, la esencia natural y profunda rompe la oscuridad con su ternura, santigua la esperanza frente al cielo y encendida de promesas y presagios, renace y vuelve a sonreír. Por eso las pupilas insisten en mirarse hasta amarse imperfecta.
Hoy puedo deambular descalza, desnuda de rencores y tristezas. La noche avanza, indescifrable y maravillosa. Quiero sonsacarle a las estrellas la magia de lo astral… Entonces cierto misterio emerge orillando el contorno de la luna y transforma su brillo en poesía… y yo también tengo ganas de cambiar.