Miércoles 8.5.2024
/Última actualización 22:55
Se trata de textos breves que pretenden concentrar en no más de sesenta palabras la trama de un cuento o una novela. No pretende ser un borrador, mucho menos un resumen. Intenta, desde la ficción, ser un género propio. Cada palabra es intencional y lo que queda sin decir es deliberado.
Brindaron por su cuarto aniversario. No eran jóvenes, pero se sentían jóvenes. Él propuso ir a dormir a su piso. Era medianoche y había mucha gente en la vereda. - La vieja del sexto piso se tiró por la ventana- dijo un vecino. "Llevame a casa, quiero estar sola", le dijo ella.
Fue una breve historia de amor. Una mañana, una tarde, una noche. Un vino compartido en una taberna, caminatas, el sexo en un hotelito. Hablamos mucho, pero no lloramos el pasado ni nos ilusionamos con el futuro. Solo fuimos presente, tal vez el exclusivo rostro de la felicidad.
Había mucha tristeza en sus ojos. Pero su mirada era recelosa, la mirada de quien espera una emboscada. Yo me enamoré de la tristeza y el recelo. Fue una noche en la que hubo vodka y jazz. No duró mucho. Fuimos felices poco tiempo. Se marchó una tarde de otoño. Y no lo vi morir.
Las baldosas blancas y negras del bar; la penumbra que nunca se despeja. La mesa contra el ventanal que da a la plaza. En la mesa, un pocillo de café, un vaso de agua, un libro boca abajo y una mujer aún joven que espera a alguien que yo sé muy bien que nunca llegará.
El hombre que viene caminando es papá. Lo reconozco, pero él no me ve porque yo estoy en el bar. Es el de siempre, con el mismo saco y los mismos cabellos canosos. Voy a casa y le cuento a mamá. Ella me dice: "Te equivocaste, papá está muerto". Silencio. ¿Para qué discutir?
Pidió un whisky doble y lo tomó de un trago. Se sintió mejor. Ahora debía esperar. Había discutido con su mujer y había matado a un hombre. Ella no lo iba a denunciar. Estaba seguro. O casi seguro. Pidió otro whisky y se resignó a esperar.
Admite que desde que lo conoció tuvo un presentimiento desagradable. Era alegre, culto, pero ella percibía una señal de alarma. Será tal vez por eso que, a pesar de la pena y la humillación, no se sintió del todo sorprendida cuando su marido le dijo que se iba a vivir con él.
Me dijo que seguía enamorada de su marido; me dijo que ese amor nació porque él le había salvado la vida; me dijo que de vez en cuando él le inspiraba un poco de miedo. Lo que no me dijo es que conoció a su marido en la cárcel y que él fue quien dio la orden para que la dejen de torturar.
Nos cruzamos en la calle. Apenas me saludó con un gesto de los labios. Yo no fui menos expresivo. ¿Quién es?, preguntó mi señora. Nadie, digo, una conocida, la esposa de un viejo amigo. Sabía que mentía, pero no era una mentira importante. El amigo era un ex amigo y ella, era ella.
Fue mi amigo y mi socio. Yo lo maté. Estaba en juego mi honor y mi dinero. Al principio, muy de vez en cuando, tuve algo parecido a la culpa. Después, nada. Yo sabía que el único juez que podía condenarme no era Dios sino el de los tribunales. Pero esa condena nunca llegó.
Se enamoró de él aquella noche y abandonó su oficio de puta. Incluso se casaron y un cura los bendijo. Estuvieron juntos unos cuantos meses, hasta que a su casa llegaron dos hombres y ella supo que volvería a su viejo oficio. Y a su patrón no le importaría su condición de viuda.
Cuando lo secuestraron y lo llevaron a la casa donde lo iban a torturar, recordó aquella fiesta a orilla del río, la música, el asado, el rumor de voces, los rostros de sus compañeros. Y como una revelación se le presentó la certeza de que uno de esos rostros fue el que lo delató.
Otra vez los escucho discutir. Madre acusa, padre se defiende. Noche cerrada. Supongo que ignoran que el niño los escucha. Ella habla pestes de una mujer. En algún momento dice su nombre: Silvia. Me sorprende, pero no mucho. Es la hermana de mamá y la futura esposa de padre.
Dos mujeres en la puerta del cementerio. Una lleva flores a su hijo; la otra, al marido. Se miran con recelo y un leve resplandor de odio. Alguna vez fueron amigas. Lo fueron hasta el momento en que el hijo ejecutó al marido. Y al hijo luego lo ejecutaron los compañeros del marido.
Estoy seguro de que le hubiera gustado investigar por qué el asalto que perpetraron al banco, fracasó. ¿La alarma? ¿El empleado que resistió? ¿El inesperado policía de civil? Imposible investigar, porque mi amigo en ese asalto murió en la vereda con un balazo en el pecho.
Podría haber intentado hacer algo para impedir que el hombre de camisa celeste y campera que en la estación de servicio preguntó por el doctor Ovide, no lo mate. Podría haberlo hecho, pero no lo hice porque yo sabía mejor que nadie que Ovide merecía morir.
Luisa vivía sola en la casa de tejas vecina a la nuestra. Abogada; cuarenta años. A mediados de diciembre se instaló en su casa un hombre. No sé si amante o marido. De vez en cuando los visitaba una jovencita muy parecida a ella. Pero mi esposa asegura que nunca le dijo "mamá".
Cuando supo que lo iban a matar, es probable que más que evocar sus momentos de gloria cuando todos parecían rendirse a sus pies, haya recordado en un instante fugaz el rostro de esa mujer a la que le dio la espalda; esa mujer que nunca dejó de quererlo.
Salió al balcón y las luces de la ciudad extendidas hasta el horizonte la hicieron pestañear. Encendió un cigarrillo y disfrutó de la plenitud de la noche. Sola en el balcón del noveno piso de un hotel, olvidó por un instante que el hombre tirado en la cama estaba muerto.
Después de quince años regresaba a la ciudad de su juventud. Volvía más viejo y más cansado. En el hotel se preguntó si ese retorno tenía alguna importancia. El balance era modesto. Solo dos personas lo esperaban: una mujer que alguna vez amó y un hombre que había prometido matarlo.
La puerta se abrió y escuchó los pasos. Sólidos, pausados. Los pasos de alguien que sabe lo que debe hacer. Él miró la foto de la mujer en la mesa de luz. La guardó en el cajón. Pensó que no era necesario que ella contemplara lo que iba a suceder.
Nunca pensó que la muerte de él le dolería tanto. Es más, alguna vez pensó que si alguien tenía el derecho de matarlo era ella. No tuvo coraje para hacerlo. Y ahora lloraba su ausencia definitiva.
Cuando nos enamoramos, ella estaba embarazada. Dijo que quería abortar y así lo hizo. Yo recién salía de la cárcel, pero la acompañé y le di consuelo. Le pregunté el nombre del padre pero se negó a dármelo. No lo vas a soportar, me dijo. Muchos años después lo supe. Y no lo soporté.
Fueron muy amigos. Los separó una mujer. Se odiaron hasta desearse la muerte. Cuando la mujer se fue con otro se siguieron odiando. Y así fue hasta el día que a uno lo abatió el cáncer. Estaba solo en el hospital, pero al momento de morir el viejo amigo fue su exclusiva compañía.