Por Bárbara Korol
Por Bárbara Korol
Voy adivinando el sendero en la oscuridad. El barrio aun duerme, y el último vestigio de la noche me abraza celoso. Ante mis ojos se deshilacha la cósmica belleza de la luna. Un destello femenino se desgaja en su esencia, en la silueta de sus cicatrices, en su encanto caprichoso y sutil. El misticismo irrumpe en la oportunidad del mutismo nocturno y desmorona profecías infecundas. Su poder y su misterio deslumbran océanos inmensos y semillas que ansían savias y brotes, despiertan las matrices a parir vida, infunden sueños arteros en enamorados desahuciados y niños hambrientos.
Lejanas señales se desvanecen por su embrujo o por su gracia. Miro rebotar el resplandor astral entre los cerros y en las sombras se dibuja el contorno de un recuerdo. Un perro solitario aúlla su mansa tristeza. Mi rastro rompe la tierra helada y se congela. Ella continúa flotando en el espacio, redonda, completa, luminosa, desarmando las penumbras y nutriendo a los poetas. En mi alma se desboca aquel instante en que amé tu cuerpo con devoción esclava y sentí en tu piel el dolor de lo imposible y en tus pupilas, la marea desorientada del amor.
Un delgado haz de luz es el límite entre lo real y lo imaginario. La vaguedad del vapor del cielo todavía suspende la bendición de la pureza. Envejezco. Unas hebras lunares desnudan su insolencia en mi pelo. El dulce clamor de la amnistía pulsa la rebelión de mi pecho. En algún lugar de la memoria brilla tu sonrisa. Y en este segundo, solo eso es verdadero.
La distancia astilla la mirada y me deshace en un pálido reflejo. El sol amaga un improperio silencioso en la geografía barroca del paisaje. Y aunque me seduce esta magia sideral, sonámbula y fugitiva, me desvisto de nostalgias y camino serena buscando la aurora.