Por Graciela Ribles
Por Graciela Ribles
El hombre del vestido negro siempre lleva caramelos en el bolsillo. Es habilidoso jugando al fútbol, ni una sola vez vi que la pelota se le pierda entre los pliegues de la sotana.
Recuerdo cuando el pecoso, le puso la traba y cayó de jeta al piso, pobre tipo, la boca le sangró un rato largo. El pecoso no volvió a jugar de pura vergüenza, eso que nos cansamos de rogarle, es clave en el equipo, por lo bruto, lo paramos atrás y no pasa nadie.
En el orfanato nos tratan bien, los más chicos van a la escuela y los mayores aprendemos el oficio en la panadería o la huerta. Lo peor son las navidades y los cumpleaños, el abrazo del cura es una excusa para esconder el vacío que causa la orfandad.
Un día el pecoso se fue con el hombre de vestido negro y no volvió. Muchos fueron los rumores, que lo castigaron por una fuga, que fue preso, que volvió con su familia, que había enfermado y muerto.
El otoño llega con sus hojas mutiladas, pasaron varios años. Tirado boca arriba recuerdo el "Hogar Casa de Dios" y los amigos que dejé allí. En el tobogán, Cecilia observa a Gonzalo, nuestro pequeño hijo. En el centro de la plaza los pibes juegan al fútbol, un hombre de vestido negro ataja en un improvisado arco.
Mi corazón palpita con emociones del tiempo que se añeja, me levanto y corro. Cuando me acerco veo esa cabeza colorada, solo balbuceo: pecoso, pecoso.
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