El asfalto se va abriendo en el horizonte demarcado por banquinas floridas y aromas silvestres que penetran a través de los cristales de la camioneta. Es temprano y las frescuras de la mañana se sienten en la piel. Viajamos en silencio, compartiendo unos mates, mientras en el asiento de atrás Martina y el perro duermen con las cabezas apoyadas en la misma almohada.
Cruzar la cordillera es hermoso y engorroso a la vez. Los trámites de aduana son sencillos aunque pesados, y encima el personal de migraciones y AFIP te miran con áspera seriedad. Sacarles una sonrisa… imposible. Además hay que ir a Senasa para cumplir con el protocolo del traslado de la mascota fuera del país.
Continuamos viajando, atravesando las curvas andinas, vislumbrando los árboles secos, secuela de la erupción del volcán Puyehue, y posteriormente la revelación exuberante de la vegetación valdiviana donde abundan nalcas y copihues. El cielo está despejado, y la temperatura va en ascenso, advirtiendo que será una jornada cálida. Pasamos algunos caseríos que aun parecen dormidos y después el primer poblado. A la izquierda, se aprecian las paredes nevadas del Villarrica, y es una visión maravillosa.
Rayando el mediodía, emerge entre el pavimento y el campo, la "gran ciudad", un centro comercial muy visitado por quienes residen en proximidades a Bariloche. El tráfico es intenso y recibimos algunos bocinazos en las intersecciones para apurar la circulación. No le damos importancia, es un gesto típico para molestar a los vehículos con patente argentina. Después de rebasarnos, un auto, vuelve a tocar la bocina, saludando a modo de broma. Vamos apurados a un par de tiendas, con muchas ganas de escapar del vértigo y el ruido. El trajín urbano resulta abrumador. Hay que buscar urgente los indicadores viales que marcan el rumbo hacia la costa. Anhelo llevar a mi pequeña a conocer la margen continental del océano Pacífico y a comer mariscos.
La autopista facilita la huida. Las señales llevan a una ruta tranquila, con tramos sinuosos y cerros que surgen incesantes sin querer desaparecer. El panorama muestra un terreno difícil para la siembra, con numerosas plantaciones de álamos, seguramente para explotación forestal. A un costado de los jardines coloridos, que aparecen esporádicamente, se ven amontonados los leños para el próximo invierno. Repentinamente surge la grandeza marina, rugiendo su bestialidad y devorando las riberas abruptas. Una emoción líquida invade mi mirada. Después de cruzar Bahía Mansa, un pueblo pequeño de pescadores, aparece tras un meandro la villa turística de Maicolpue, con sus casas simples y vistosas apuntaladas muy juntas unas de otras, en el faldeo rocoso.
Aparcamos la camioneta en la calle principal y bajamos a la playa. Un manto de arena clara recibe nuestros pasos entusiasmados. Me sorprende ver poca gente disfrutando de la belleza exultante del paisaje donde confluye la esencia de lo natural con la básica impronta de lo humano. El sol destila sus fulgores con intensidad y la brisa marina amortigua levemente el calor. Caminar descalzos es un placer, sintiendo la humedad en los pies, y el arrebato de alguna ola que nos llega repentinamente. Mi pequeña va juntando ostras, caracoles e incluso algún caparazón vacío de cangrejo escondido entre el polvo amarillento.
Un perro salchicha se acerca para jugar con el mío. Mi compañero le suelta la correa para que corra y se divierta, mientras seguimos paseando. Noto que se va alejando, y estoy atenta porque tiene muchos años. En realidad, no sé con certeza cuántos, lo cierto es que está con nosotros desde hace más de doce. Apareció un día de otoño en la vereda, y se quedó para siempre. Al principio hubo una débil resistencia para darle acogida. Ya teníamos a Lisandro, un mestizo lindo y malcriado, traído de Santa Fe, y a Yeni, la pastora inglesa de una vecina, que se aquerenció y la cuidamos hasta que murió. Él se agregó al equipo a fuerza de insistir acurrucarse junto a la puerta y mirarnos con ojos simpáticos y suplicantes.
Era de tamaño chico, con pelaje largo, oscuro como la noche que se iba decolorando en algunas zonas y se tornaba marrón. Por eso, a modo de chanza, lo llamamos Negrito Berreta. Entonces dejó de ser un animal callejero y se volvió mimado. En una oportunidad, lo envenenaron, y estuvo muy grave. Como teníamos que controlarle el suero por donde recibía la medicación comenzó a salir con nosotros, primero a hacer las compras, y después de vacaciones. Ahora tiene costumbres de un perro de mundo, recorre la Patagonia y también el extranjero…
Lo veo saltar contento y probar el agua salada y sonrío. Sin embargo distingo que su comportamiento cambia. Mira alrededor desorientado y confuso. Trota a un lado y después gira de dirección porque no alcanza a vernos. Lo llamo, no quiero que se desespere, pero el sonido del rompiente marítimo apaga mi voz. Me apuro. Él es inteligente y a pesar de su inseguridad enfila hacia el estacionamiento. Antes de que abandone la playa, lo alcanzo y lo abrazo.
El temblor en la mandíbula acentúa su ancianidad. Me lame la cara con tanto cariño que mi corazón se conmueve. Toco su cabeza canosa y le pongo la correa nuevamente.
Me acerco a una vertiente que baja de las rocas y lo dejo beber de la transparente dulzura que termina perdiéndose en la orilla. Juntos, vamos a buscar las olas, que salpican la siesta calurosa con su ímpetu ondulante y vestigio de sal. En los riscos, nos espera el resto de la familia, para festejar el reencuentro. El océano deja distraídamente su ofrenda de nácar y espuma sobre la extensión dorada como una huella tímida de su apego por la tierra.