Pensé mucho por donde abrir estas historias y, al fin, me decidí comenzar por él, por Don Salvador Galíndez.
Pensé mucho por donde abrir estas historias y, al fin, me decidí comenzar por él, por Don Salvador Galíndez.
Claro, reconozco que es bastante posible que este comienzo haga perder rigurosidad. Incluso, que pueda hacerte suponer que se trata del fruto ácido de cierta imaginación literaria y poco más.
Asumo ese riesgo.
Confío que al recorrer el azaroso camino de los renglones advertirás que se trata de historias auténticas. Tan auténticas e inapelables como el aire que no para de ingresar a tus pulmones, o como la vida misma, que todo lo impregna enigmáticamente. Como la muerte, incluso.
Resulta que por aquellos días de otoño se me impuso el mandato familiar de “hacer un trámite”. De esos trámites que a nadie le gusta, en el crematorio de la ciudad. Pasaron veinte años de la muerte de mi abuela; había que convertir sus restos en cenizas. Contratos humanos y cadáveres que no paran de llegar a ocupar sitios limitados.
Existen pocos lugares tan sombríos.
Uno lo advierte al llegar (como no hacerlo), pero prefiere hacerse el distraído, no pensar en ese humo blanco que todo lo cubre, especialmente los días de pesada humedad, tan típicos de mi ciudad. Nos engañamos repitiendo que las altas chimeneas lo llevan a la estratósfera, pero todos sabemos que no es así.
Otro costo resignado de vivir en sociedad.
Al salir de la oficina, donde se asignan los turnos, él me estaba esperando.
Don Salvador Galíndez era un hombre pequeño, seguramente siempre lo había sido, pero con la edad se veía enjuto, y sus prendas de otro tiempo lo delataban sin piedad.
La delgadez casi esquelética de su cuerpito, escaso metro sesenta, mal intentaba ser disimulada por un sobretodo pesado de color negro, con claro rasgos de varios inviernos y otros tantos otoños como este, no tan inclementes.
Imaginé, sin llegar a percibir, el olor a naftalina con que los usuarios de roperos de enchapadas puertas curvas, propios de las casas de antes, embadurnan la ropa de estación para evitar el ataque artero de las polillas.
Una boinita a cuadros azules, un pantalón de sarga ancho y unos borcegos marrones completaban su vestimenta de uso atemporal.
Sus ojos llamaban la atención, eran vivaces. Exageradamente perspicaces, como trasplantados de otro cuerpo mucho más juvenil o, acaso, anclados hace por lo menos cuarenta años. Redundaban entusiasmo.
- ¿Usted es el que escribe sobre el Hotel Ritz, no es cierto? Es que escuché su nombre ahí dentro y lo relacioné. Me soltó sin saludos ni preámbulos.
-Sí..., sí. Le alcancé a contestar sin detener del todo mi huida.
- ¿Por qué no escribe sobre el cementerio? Largó levantando el brazo derecho en dirección al paredón descascarado, al sur, que marca el límite incierto entre el Cementerio Municipal y el crematorio.
- ¡Quizás algún día…! Respondí cortante, retomando mi camino hacia el auto estacionado a pocos metros.
- ¡Usted no se imagina las historias que hay acá adentro!
- Pero todos con el mismo final. Intenté concluir pronto a ingresar a mi vehículo, queriendo infructuosamente hacerme el gracioso.
Él, parado en el mismo lugar, inmutable, sin siquiera insinuar una sonrisa u otro gesto (ahora que lo pienso, nunca vi sonreír a Don Salvador).
-Cuando quiera véngase con un poco de tiempo y vamos a contarle algunas cosas que, seguro, le van a interesar.
Porque en plural, pensé.
Quizás se dio cuenta o fue a propósito. Lo cierto es que en respuesta hizo un ademan casi imperceptible en dirección a una pareja de ancianos que observaban la escena a la distancia, sentados en un tapialito lindero al portón de la entrada lateral.
La mujer levantó la mano, como saludándome. Le respondí con el mismo gesto agregando una sonrisa.
Eso de alguna forma logró aflojarme; la escena me resultó simpática. Confiable.
-Bueno, gracias, ¿dónde viven ustedes? ¿Quieren que anote sus teléfonos?
-Yo vivo acá en frente, si usted viene de mañana lo voy a ver y me voy a cruzar. Siempre solemne Don Salvador.
Me fui y eso fue todo.
Me llevé algo más que un turno a seis meses para cremar los restos de mi abuela. Me llevé la punta de un ovillo que no tenía idea donde podría terminar. Aun hoy, a más de un año, no la tengo.
A los pocos días regresé, y desde entonces no dejo pasar más de una semana sin volver a hablar con ellos. Con los tres, y otros tantos.
Gracias a ellos, y a su inquebrantable disposición a relatar, me familiaricé con historias extraordinarias; historias que cambiaron la mirada que tenía sobre mi ciudad, sobre la vida, e incluso sobre la muerte.
Antes de comenzar, hay algo que debe quedar en claro. Es que, cuando se trata de historias en torno a un cementerio, suele imaginarse que están atravesadas por hechos fantasmagóricos.
Salvador Galíndez y el matrimonio de Juana y Rafael, a quienes luego presentaré, son vecinos de la ciudad y viven en casas como la tuya o como la mía (no en tumbas). Casas cercanas al cementerio. Ciertamente, y por su expreso pedido, he reservado sus verdaderos nombres y demás datos que podrían identificarlos.
En este relato hay fantasmas, como no haberlos, pero Don Salvador, quien fue el culpable de que empiece a interesarme en estos temas, goza de buena salud, y hasta es posible que por fin sonría al leer publicadas estas iniciales líneas.
Contacto
Si conoce historias relacionadas dirigirse a www.ricardodupuy.com.ar; Instagram:@ricardo.dupuy.ok; Facebook:www.facebook.com/ricardo.dupuy.ok