Siesta de sábado lluvioso en Santa Fe. Suena en forma sostenida el timbre de la puerta de mi casa. Atiendo entre dormido. Fastidioso.
Siesta de sábado lluvioso en Santa Fe. Suena en forma sostenida el timbre de la puerta de mi casa. Atiendo entre dormido. Fastidioso.
Un hombre alto, algo mayor, morocho, canoso y con una sonrisa amistosa me saluda por mi nombre, como si me conociera y, sin siquiera esperar mi reacción, dice:
- Tengo una historia del cementerio que quiero contarte.
Dudo, influenciado por los noticieros, pero su sonrisa me convence. Lo invito a pasar y me dice que prefiere caminar por Avenida Galicia.
Aviso a mi familia y me largo a recorrer las calles con este desconocido, que dice llamarse José Manuel L. y que vive a pocas cuadras de mi casa.
Él cuenta, yo escucho.
Por aquellos días yo era secretario del intendente Muttis, bueno, en realidad era quien servía café y le llevaba el diario, pero en la Muni me decían “secretario”; a mí me encantaba, no lo voy a negar.
Todo comenzó un martes de invierno de 1990. De repente, como pasan las cosas raras de la vida.
Cuando llegué al despacho mayor, a las 7 de la mañana, con un café, dos medialunas secas y el diario de Buenos Aires, la vi sentada en el sillón de la salita de espera.
Mujer mayor, de enorme cuerpo y mediana edad. Vestía una sotana celeste y una cofia al tono, como la que llevan las monjas de no sé qué congregación.
Yo, que siempre fui un hombre respetuoso, la saludé con un “buen día”. Ella como si nada, ni siquiera me miró.
Abrí con la rodilla la puerta del despacho principal, dejé la bandeja frente al intendente con un segundo “buenos días”, y antes de retirarme escuché el trueno de la voz de Don Enrique.
- José, decile a Sor Inés que pase y traele un vaso grande de agua.
Desde esa mañana, muchas veces (siempre a primera hora) volví a ver a Sor Inés y, aunque no lo creas, jamás le escuché decir una palabra, ni siquiera en respuesta al saludo que yo le confería cada vez que la veía.
Cierto día la encontré en la salita de espera, a la hora de siempre, en silencio, pero acompañada de dos hombres bien vestidos que, por la diferencia de edad, podrían haber sido padre e hijo, también estaba una niña rubia, de ojos marrones muy grandes, con un hermoso vestido floreado, algo pasado de moda.
El intendente Muttis me pidió que los haga pasar.
Luego de un rato de charla se marcharon todos juntos. Gerónimo, el chofer, me dijo que Don Enrique le pidió el auto grande para ir hasta el Cementerio Municipal.
Recuerdo que el chofer me comentó que no habían cruzado palabra en todo el recorrido, y que el intendente iba solo, no estaba acompañado por ninguno de sus secretarios, cosa que era raro. Él siempre salía con el Secretario de Gobierno.
Recién ahora, Ricardo, viene lo más interesante, lo que quiero contarte; lo que necesito contarte…
El viernes 3 de agosto de 1990 el Intendente me llamó a su despacho y me pidió que el domingo a la noche acompañe a Sor Inés y a otras personas al Cementerio Municipal de la ciudad y que luego, el lunes, le cuente con lujo de detalle todo lo que había pasado.
Yo acepté, como no hacerlo, para mí era un honor y, tal como se lo prometí, no se lo comenté a nadie, ni siquiera a mi familia. A ellos les inventé una ida a pescar al Río Salado.
Yo algo había oído sobre los ruidos extraños que se escuchaban por las noches en el Cementerio Municipal, y algo relacioné cuando el chofer me contó de la recorrida, pero nunca me hubiese imaginado lo que viviría aquella noche. Aquella fría noche de invierno de 1990.
Claramente Sor Inés dirigía el grupo, pero solo se comunicaba al oído con la niña rubia. Era ella, por medio de la niña, la que ordenaba a los dos hombres mayores.
Primero, antes que oscurezca y con algunos curiosos dando vuelta, pusieron grabadores y cámaras en distintos lugares de la calle principal del Cementerio. Incluso abrieron tres o cuatro mausoleos.
Luego, ya de noche y sin más testigos que yo, caminaron por distintos lugares. Los lugares más antiguos del cementerio, aquellos con tumbas de muchos años. El sector viejo, como le decían los empleados.
Al final, casi como a las cinco de la madrugada, se concentraron en un lugar. Una galería de las más viejas en la zona norte. Los cuatro estuvieron allí un buen rato. Y yo mirando a diez metros de distancia.
Luego prendieron muchas velas en círculo y escuché por primera vez a Sor Inés, repetía una frase en un idioma que yo nunca había escuchado y con una voz ronca que daba miedo.
La niña se quedó arrodillada al costado, rezando, pero sin sorprenderse por lo que estaba pasado. Uno de los hombres, el mayor de ellos, golpeaba con una ramita extraña (como de flores secas) un nicho en particular.
Un nicho que estaba en el medio, en la tercera fila desde el piso, sin placas, sin florero ni flores, solo con un nombre escrito en tiza blanca y una fecha.
Entonces alcancé a ver al otro hombre, el más joven, que se acercaba ligero hacia mí. Me puso un pañuelo o una toalla en la boca y me sujetó con fuerza. Me desmayé al instante.
Cuando desperté estaba solo en el banco de la entrada de cementerio con un fuerte dolor en la espalda. Estaba amaneciendo. Me despabilé y me fui caminando a casa.
Nunca más volví a ver a Sor Inés, ni a la niña rubia, y menos a los hombres.
En cuanto al Intendente Muttis, él escuchó sin mayor sorpresa lo que le conté el lunes, no dijo nada. Ni una palabra.
Con el correr de los días, algunos periodistas de la ciudad contaron que un grupo de personas, de una organización de Rosario, había investigado los ruidos del cementerio sin llegar a ninguna conclusión.
Y yo, yo seguí con mi vida.
Muchas veces me pregunté qué había pasado mientras estuve inconsciente. Por qué motivo esta gente tan extraña había evitado que vea lo que sucedía.
Desde entonces, y más desde que me jubilé, visité muchas veces el Cementerio Municipal de Santa Fe. Al fin conseguí ubicar el lugar, solo la galería, porque de las velas, de las ramas y de la lápida con un nombre y una fecha escrita con tiza, nada.
Nos despedimos casi llegando a la Avenida General Paz. Antes de desaparecer de mí vista y posiblemente (intuyo) de mi vida, José Manuel L., me dio un sobre con una foto dentro, y me dijo:
Si te interesa, publicala, hasta es posible que alguien sepa algo más de lo que sucedió aquella noche…
Contacto
Si conoce historias relacionadas: www.ricardodupuy.com.ar; Instagram:@ricardo.dupuy.ok; Facebook:www.facebook.com/ricardo.dupuy.ok