La tarde estaba fría pero el resplandor del sol me dio ánimos para poner las manos en el barro. Aún faltaba mucho para terminar la casa y mi maternidad había frenado bastante la construcción. El esqueleto de madera, el techo y los pisos, habían sido responsabilidad de mi marido y completar la estructura con diferentes técnicas que fuimos adoptando para levantar las paredes, se convirtió en mi tarea cotidiana. Descubrí que estar en contacto con la tierra era muy terapéutico y mientras sostenía entre los dedos la mezcla pastosa reflexionaba sobre vivencias pasadas y heridas que no terminaban de cerrar. Cada tanto, me asomaba a la habitación contigua donde mi hija de casi dos años miraba dibujitos sentada en un diminuto sillón rojo, regalo de su abuela.
Sonreí al notarla tan linda con sus mejillas encendidas y con el saco de lana multicolor, concentrada en la pantalla. A su lado, la cachorra, que habíamos rescatado durante el verano, dormía, y ella la acariciaba dejando caer el brazo casi con distracción. A través de la puerta abierta se filtraba el sosiego del bosque, y el misterio que emanaba del balanceo de la fronda al ritmo de la brisa me hacía evocar los relatos de la infancia hilados por la enunciación expresiva de mi padre en las siestas del litoral. El revoque progresaba, y una vaga satisfacción me arañaba la cara. Por un descuido al aplicarlo, una porción del amasijo de polvo, arcilla y arena se desprendió de la superficie y rebotó contra mi frente. Unas partículas, trabadas en las pestañas, me obligaron a dejar momentáneamente la labor y buscar agua limpia para lavarme. Al trasponer la puerta, divisé que el comedor estaba vacío.
La televisión continuaba con su bochinche animado, pero mi chiquita no estaba. El corazón se me aceleró al instante. Registré los demás ambientes y la inesperada soledad me dejó desorientada. Pasé las palmas sucias sobre el pantalón y salí al patio. Cierta inquietud se arremolinó en mi garganta. Recorrí los alrededores de la vivienda, llamándola, buscándola con la mirada. El silencio comenzó a exasperarme. Elevé la voz para que ella pudiera ubicarme, si estaba distante. Me dirigí a los límites del terreno, anduve por los senderos, sin hallarla. Mi mente estaba abarrotada de pensamientos contradictorios, de reclamos, de deseos de distinguir su silueta detrás de una mata de rosa mosqueta o de pañil. Corrí hacia las propiedades vecinas consciente de que no estaban habitadas y que mi niña podría estar en peligro. Sentía un vacío ardiendo en mi interior, un hueco que evacuaba todo el sentido de mi existencia.
Comencé a llorar. Un temblor recorrió mi cuerpo y una turbia sequedad me invadió la boca. Juntas solíamos pasear por esos espacios hermosos donde los cipreses majestuosos amparaban nuestro mutuo afecto por las plantas y las aves. Ella conocía esos lugares, le gustaban, los entendía como parte de su mundo. Aceleré mis pasos y revisé todos los sitios posibles en los que podría haberse metido. Sin embargo, no había rastros de sus pies minúsculos. Extraviada entre árboles y pavores murmuré su nombre mil veces para traerla nuevamente hacia mí. Rogué que estuviera bien, que nada malo le hubiera ocurrido. Retorné extenuada y confundida. Un líquido tibio resbaló por mis piernas en tanto distinguía que la claridad se estaba esfumando y comenzaba a pensar en llamar a la policía. Hacía una hora y media que mi hija había desaparecido y el terror me zumbaba en los oídos la proximidad de la noche.
Grité. Grité con todas mis fuerzas. Me dolían los ojos hinchados de lágrimas y consternación. Un motor bajando por el camino, aumentó mi agitación. Me dirigí apremiada a la tranquera donde la camioneta de mi marido se asomaba ajena a mi desesperación. Hice señas para que se detuviera y él de inmediato percibió mi nerviosismo. Le explique como pude lo sucedido. Dejó el vehículo entre la calle y la entrada, y fue a revisar las zonas aledañas, invirtiendo el recorrido que ya había realizado. Alcancé a decirle que la perrita debía estar con la nena porque tampoco la había vuelto a ver. Los minutos transcurrían indiferentes a mi urgencia. La oscuridad iba ganando la intemperie. Regresé a la casa para tomar el celular. Era necesario pedir ayuda. A pesar del viento gélido, la transpiración se adhería a mi ropa, sumando incomodidad a mi angustia. Pensé que el pecho me iba a estallar de miedo y de incertidumbre. Y en ese momento la vi llegar, prendida a su padre. La cachorra los seguía moviendo la cola.
Nunca había experimentado una sensación de pánico tan fuerte y al abandonarme la tensión, el cansancio aletargó los músculos rígidos y la culpa masticándose mis uñas. El alivio colmó mi alma de dulzuras y, conmocionada, me lancé a su encuentro. La apreté contra mí calmando los rugidos de la sangre. Percibí que el resquicio se cerraba, que la grieta por donde se escurría mi esencia en medio de la turbación se saturaba, con ese amor tan natural que estremecía las simientes, y desbordaba en besos y caricias. Agradecí al cielo su respiración suave contra mi cuello, sus labios al insinuar la palabra "mamá" bien despacito, la ternura pegándose a mi piel con inocencia. Le pedí quedamente que nunca más se alejara, y la abracé apaciguada y feliz. La luna tenuemente alumbró la opacidad del aire, pregonando las audacias del invierno. Lentamente, la calma restauró la calidez doméstica, los familiares hábitos nocturnos, la armonía de los leños al nutrir el fuego. Mi chiquita me observaba preparar la cena. Y eso era como un sueño o un milagro.
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