"Me gustan las personas que llevan una tormenta en su alma. Esas que tienen algo que contar". Charles Bukowski.
"Me gustan las personas que llevan una tormenta en su alma. Esas que tienen algo que contar". Charles Bukowski.
Un lector, de los desconocidos, me advirtió en cierta ocasión que debía ser cuidadoso con el devenir de estos relatos.
“Sé prudente al meterte en el mundo de los espíritus, ellos suelen ser aprensivos, carceleros celosos de secretos ancestrales”.
Y yo, pueblerino, escritor aficionado, un simple acopiador de ideas desopilantes cabalgando entre letras imperfectas; yo me dejé llevar por el ego e ignoré aquella sabia advertencia.
¡Desde hace varias semanas convivo con los personajes de esta columna!
En un primer momento, pensé que era normal, se trataría solo de una especie de obsesión literaria. Quería traer historias originales, comprender la lógica de la muerte y escribirlas para el agrado de mis lectores.
Pero, pasaron los días y los personajes de mis relatos sobre cementerios se fueron subiendo a mi vida.
Y en esto quiero ser explícito. Una cosa es inspirarse en rostros, gestos y singularidades de la vida real para dibujar personajes de ficción, otra muy distinta es que sea la ficción quien atropelle a la realidad.
He aquí el motivo de mi quebranto.
Concebí a Don Salvador Galíndez como el anciano hombre que me introdujo a las historias del cementerio de Santa Fe. Tomé su lúgubre aspecto de un señor que me saludó (solo eso) a la salida del crematorio en tiempo de cremar a mis abuelos.
Resulta que, aquel mismo hombre con el que apenas crucé un par de palabras, fue a verme a mi trabajo para agradecer su protagonismo y pedirme que siga escribiendo historias. Historias que contaba, en primera persona, a sus amigos de no sé qué club de bochas.
Con Mercedes Lazarte, la viuda que llevaba flores a sus niños difuntos y las colgaba en la reja del ex Colegio Nacional, me pasó algo por el estilo. La señora de la que saqué la inspiración, una anciana que solía ver desde lejos en el supermercado, cierto día ante la sorpresa de todos, me agarró del brazo y me sacó de la fila de caja.
Me increpó pidiéndome explicaciones sobre aquella historia, y creo que nunca terminé de convencerla cuando le dije que la había sacado de mi imaginación.
Juré y perjuré que no conocía lo que sucedió con una de sus tías, que, según relatara cuando logré calmarla, había muerto convencida que sus hijitos seguían sepultados en el Cementerio de Los Angelitos.
El gringo de la estación de servicio, siempre serio, siempre callado, hace unos días me dijo en vos bajita, para que no se entere el resto de la clientela. “Mis abuelos irlandeses están sepultados en el Cementerio Británico de Santa Fe, desde que leí tu cuento comencé a visitarlos, incluso el domingo le llevé flores y saqué las malezas de su lápida”.
Una desconocida señora, amiga de una vecina, llamó a mi puerta la tarde del sábado pasado para preguntarme, sin vueltas ni preámbulos, cómo era que me había enterado de sus visitas al cementerio para llorar en la tumba de su hijito, fallecido hace más de diez años con parálisis cerebral.
Y más, ella me reprochó con énfasis sobre el aroma a naranja que recalqué en mi cuento. “Era perfume de café el que sentía como respuestas a las plegarias cada vez que iba a la tumba de su pequeño”.
Hubo un grupo de políticos, ya retirados, compañeros de militancia de Enrique Mutis, que mandaron a decir por un amigo cuyo nombre reservo (él, buen lector, bien sabe) que había cometido un error en la historia de “Sor Inés, el intendente y los ruidos de ultratumba”.
Según ellos no era una monja, sino un sacerdote quien convenció al intendente de revisar los sonidos que invadían el cementerio por aquellos años. Dando por sentado que el resto de mi creación literaria era tal cual o podría haber sido.
También sucedió algo muy peculiar con el cuento “Trasladar cadáveres nunca fue tarea fácil”, algo que prefiero no contar por respeto a las familias involucradas, que aún viven en la ciudad.
Ahora bien, hasta este punto, deduje (con reservas) que se trataba de una serie de coincidencias pintorescas, quizás impulsadas por el imaginario popular o sagas familiares de pueblos chicos como el nuestro.
Lo conmovedor estaba por llegar. Vino después, hace dos semanas.
Desde hace dos semanas recibo correos electrónicos desde una ciudad europea, de un sacerdote que dice haber conocido a alguien cuya historia coincide con lo narrado en “Inexplicable fue el regreso del Padre Elpidio”.
Los detalles de la historia original que acabo de releer son de tanta precisión con mi relato que realmente emocionan. Claro que sucedió en una ciudad de Austria y no en Santa Fe, como yo cuento. Pero las coincidencias son asombrosas.
Comprenderán que tuve que revisar todo lo escrito en cada una de las trece historias publicadas. Volver sobre quienes me dieron pistas, aun triviales, que tomé para narrar.
También debí bucear en lo profundo de mi conciencia…
Hoy escribo la última columna sobre el Cementerio de Santa Fe y me veo obligado a compartir algunas de mis conclusiones (no todas).
Estaba seguro de que los hechos narrados semana a semana en esta columna, e incluso cada uno de los personajes, eran producto de mi imaginación literaria y nada más.
Hoy, sin embargo, tengo dudas.
Sospecho que las historias que puse en papel ante ustedes llegaron de algún lado. Desconocido, misterioso, recóndito, y no por casualidad. De alguna manera llegaron a mí para ser contadas. Y publicadas.
Suena desquiciado, lo sé, pero pienso que fui usado como un mero difusor para llegar a los verdaderos destinatarios.
Y entonces, estimados lectores, entonces debo dejar de escribir hasta tanto pueda organizar esta confusión, so pena de ingresar en el cono de sombra que, me cuentan, supone la locura.
Gracias y hasta siempre.
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