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Esclavos de la Alegría

El riesgo de conseguir lo que queremos

El riesgo de conseguir lo que queremosEl riesgo de conseguir lo que queremos

Jueves 24.4.2025
 21:08
Rodrigo Agostini
Rodrigo Agostini

Era de madrugada cuando desperté con la melodía de "Esclavo de alegría" interpretada por Vinicius de Moraes y Toquinho resonando en mi mente. Había algo en esa letra que se entrelazaba con una pregunta que a menudo evitamos formularnos: ¿qué hacemos cuando finalmente conseguimos lo que tanto anhelábamos?

La paradoja de la felicidad radica en ese instante exacto en el que, tras una ardua lucha, nos encontramos con el peso de nuestro propio deseo satisfecho. La sensación de triunfo se mezcla con una inquietud inesperada: la certeza de que lo obtenido nos compromete y nos obliga a asumir responsabilidades que antes no teníamos.

Y entonces surge la duda: ¿somos realmente más libres al alcanzar nuestras metas o nos convertimos en prisioneros de ellas?

En la vida, nos han enseñado a desear. Desde pequeños, aprendemos que debemos fijarnos objetivos, esforzarnos por lograrlos, superarnos constantemente. Pero rara vez nos detenemos a pensar en lo que ocurre después de la meta.

Queremos un ascenso en el trabajo, pero con él llegan nuevas exigencias y menos tiempo libre. Queremos formar una familia, pero eso implica asumir la carga emocional y material de sostener un hogar. Queremos viajar por el mundo, pero pronto descubrimos que el movimiento constante nos aleja de nuestras raíces.

La paradoja es evidente: luchamos con todas nuestras fuerzas por algo, y cuando finalmente lo tenemos, sentimos que, en cierto sentido, hemos perdido algo más. No es que la felicidad no exista, sino que es efímera, inasible, y está inevitablemente atada a la sensación de falta.

La plenitud dura un instante y luego se transforma en una nueva búsqueda, en un nuevo deseo que nos vuelve a colocar en el punto de partida. Es como si la satisfacción fuera solo un breve descanso antes de la próxima carrera.

Para ilustrar esta dualidad, imaginemos a Julia, una mujer que dedicó años a la escritura de su primera novela. Durante noches interminables, sacrificó horas de sueño, encuentros con amigos y momentos de descanso con la convicción de que, al terminar el libro y verlo publicado, alcanzaría una felicidad absoluta.

Y sin embargo, cuando el día llegó, se encontró con otra realidad: entrevistas, compromisos, la ansiedad de la crítica, la presión de escribir algo mejor. Lo que antes era una pasión íntima se convirtió en una demanda externa.

La felicidad que creyó eterna se vio eclipsada por la sensación de haber entrado en una nueva forma de esclavitud, la de sostener el éxito alcanzado. ¿Hizo mal en desearlo? ¿O es que el deseo, por naturaleza, está condenado a generar nuevas insatisfacciones?

Jean-Paul Sartre decía que "el hombre está condenado a ser libre", y esta afirmación se aplica perfectamente a nuestra relación con la felicidad. Cuando alcanzamos un objetivo, nos enfrentamos a una nueva libertad: la de decidir qué hacer con lo conseguido. Pero esta libertad, lejos de ser un alivio, puede convertirse en una carga.

¿Y ahora qué? Es la pregunta que nos paraliza después de cada logro, porque nos obliga a reconocer que la vida no tiene una línea de llegada definitiva, que no existe un punto en el que podamos detenernos y decir "esto es todo, no necesito más". La inquietud es inherente a la condición humana.

Pero... ¿cuál es la alternativa? ¿Deberíamos entonces evitar desear, renunciar a la lucha para no enfrentarnos a esta paradoja? La respuesta parece estar en el propio proceso, en aprender a disfrutar del camino en lugar de obsesionarnos con el destino.

Si Julia hubiese encontrado placer en cada palabra escrita, en cada página terminada, en cada día de creación, el peso del éxito no habría sido tan abrumador. Tal vez la verdadera libertad no está en alcanzar lo que queremos, sino en aprender a querer lo que ya tenemos, sin la ansiedad de perderlo o la desesperación de buscar algo más.

En este sentido, la cultura contemporánea nos ha hecho prisioneros de la productividad y la autoexigencia. Se nos dice que siempre debemos estar en movimiento, que la estabilidad es peligrosa, que la pausa es sinónimo de estancamiento.

¿Y si la respuesta estuviera en aprender a detenernos sin culpa, en aceptar que la felicidad no es un destino, sino una serie de momentos fugaces que debemos aprender a reconocer?

Pensemos en aquel que siempre quiso abrir su propio negocio y, cuando finalmente lo consigue, descubre que ya no tiene tiempo para disfrutar de su familia.

O en el estudiante que lucha por obtener una beca en el extranjero y, al lograrlo, se encuentra con la nostalgia de su hogar. Cada deseo cumplido es una puerta que se abre, pero también otra que se cierra.

Vinicius de Moraes y Toquinho, en "Esclavo de alegría", cantan sobre el amor con la misma paradoja: ser esclavo de la felicidad que nos da alguien significa también estar atado a su ausencia, a la posibilidad del dolor.

Amar es hermoso, pero implica la vulnerabilidad de perder. Y así es con todo en la vida: queremos éxito, pero tememos la presión que conlleva; queremos libertad, pero nos aterra la incertidumbre que trae consigo.

La gran cuestión es cómo equilibrar esta dualidad sin caer en la frustración. Tal vez la clave esté en aceptar que la insatisfacción es parte del juego, que nunca llegaremos a un estado de plenitud absoluta y que eso está bien. Quizás la verdadera sabiduría no sea evitar el deseo, sino aprender a convivir con él sin que nos domine.

Entonces, la pregunta con la que comenzamos sigue en pie: ¿Qué hacemos cuando obtenemos lo que queremos? La respuesta, aunque incómoda, es simple: seguimos adelante. No porque la vida nos exija siempre más, sino porque somos así por naturaleza.

Porque el deseo es lo que nos mueve, lo que nos da sentido, lo que nos hace humanos. Y en ese ir y venir entre el anhelo y la satisfacción, entre la lucha y la pausa, entre la alegría y la incertidumbre, encontramos lo más parecido a la felicidad que podemos alcanzar.

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