Martes 26.7.2022
/Última actualización 5:05
Estaba en mi casa en calle Vera, en Santa Fe. Calle Gobernador Vera, pero nadie decía Gobernador Vera. Era calle Vera, entre San Lorenzo y Avenida Freyre, con el centro de la avenida ancho, sin baldosas, tierra apisonada, las grandes tipas, las chicharras del verano y la corteza dura en el invierno.
Estaba en la cocina, living, lugar de encuentro, con el olor de la comida impregnando todo y la lámpara desde el techo iluminando el centro, llevando una tranquila penumbra a los rincones; en uno de esos rincones la máquina de coser, en el otro un canasto para la ropa que volvía del lavado y no había llegado, todavía, hasta el día de planchar; el jueves y no sé por qué.
Estaba solo porque el viejo había ido al bar y mi vieja en la puerta de entrada a la casa -puerta de lata, jardín al frente, garaje al costado-, conversaba. El garaje lo alquilábamos a Don Romero, vendedor de colecciones de libros de Leyes. Romero era el dueño de uno de los tres autos de la cuadra. La vieja conversaba sobre lo mismo que era parte de la charla en el café de la esquina de mi viejo con los otros. El mismísimo tema.
Creía que estaba, pero no estaba solo. De las dos habitaciones del fondo, pasando el patio, venía la abuela, Josefa Tuells, y con ella la obligación de encender la radio, con lámparas, radio eléctrica entronizada en "la mesita de la radio", enfrentada con el canasto de la ropa para planchar y la máquina de coser.
Prenda la radio m'hijo. La abuela Josefa fumaba cigarros que ella misma armaba, con la hoja de tabaco cortada a la mitad, sobre la nervadura, alisada y doblada: Doblada, aquella hoja inmensa de tabaco del Paraguay se convertía en un "cigarro de hoja", que despedía un humo azul claro, liviano. Un humo sano porque la abuela fumaba para verlo y acompañaba esa mirada del humo perdiéndose en la mitad de la habitación mientras la radio decía lamentamos comunicar…
El humo sano se quedaba allí, como esperando un viento y ese olor del tabaco apenas curado, aún de planta, sin molienda ni químicos, me acompaña y toda vez que empiezan los recuerdos de esos días ese humo azul claro, sano de químicos y aún sin atajar consejos sobre el cáncer me acompaña. La abuela murió cuando tocaba su tiempo de morir.
Conservo. Aún conservo el carnet de afiliada de mi abuela, con su firma: Josefa Tuells de Alzugaray, número 870 del Partido Justicialista Femenino. Mi abuela tenía ojos claros, clarísimos, de la Vasconia francesa. El pelo blanco y un anillo de plata con la flor de lis. Leía el diario despacio, con la lupa en la mano para alguna palabra demasiado difícil, por la poca tinta sobre el papel… o por su significado.
Ahora no, m'hijo, que estoy leyendo. Leer era una tarea que no se abandonaba fácilmente. Demasiado había costado poseer el conocimiento y la hora para usarlo.
El bar se cerró, mi viejo consiguió tres paquetes de cigarrillos Particulares, que eran los suyos en aquellos días. Ya usábamos poca leche, no pasaría el hielero pero ya estaba en el centro de la cocina la reina del hogar, en mi casa compraron una usada, la primera heladera eléctrica que conocí, ruidosa pero útil para enfriar, de modo que la "económica", con armazón/mueble de madera (frío sostenido por el hielo en barra, en cuarto de barra) ya era una segunda alacena. Salir a la calle era aburrido, no se podía gritar, ni jugar a la pelota. La lectura era un vicio absoluto que me salvaba.
La radio solo emitía música sacra. Demorados los capítulos de "La maestrita de Pajas Blancas" que escuchaba mi abuela y sin fecha de retorno "Cuentos de la vieja Abadía", el micro programa radial de la noche que escuchaba entusiasmado, con bastante fastidio por parte de los viejos. Es tarde m'hijo, debería estar durmiendo.
En mitad de un programa, Los Pérez García, por años, antes de las 8 y media de la noche, mediante un gong que lo anunciaba, un locutor de voz grave y persuasiva decía: "20 y 25, hora en que Doña María Eva Duarte de Perón pasó a la inmortalidad". Me parece oírlo. Los Pérez García era un programa serial, con los problemas de una familia. Recuerdo el eslogan: "Cada día una nueva emoción".
Años después le pregunté a mi viejo por qué era peronista. Votamos, votamos sin fraude. Vacaciones pagas, indemnización si me echan, aportes patronales para la jubilación, reconocimiento al sindicato, horas extras terminando con la explotación, salario familiar, permiso por enfermedad, uniforme, obligación de pago del sueldo en dinero en los primeros días hábiles del mes, aumentos fijados por convenio… primero por eso, pero primero, primero, y antes que nada, porque ahora le puedo pagar los estudios a usted.
La explicación de mi viejo no resistía análisis. En cierto modo pido disculpas, el peronismo no resiste análisis. Nunca fue una construcción político partidaria. Asombran los argentinos que se paran fuera de la cancha y comentan un juego donde ellos juegan; caramba, es un partido que aún se está jugando.
Mi vieja era anarquista, mi viejo colectivero. Una maestra porfiada y anarquista no fue la mejor influencia para adocenarme. No estoy bautizado. Cuando sea grande decidirá usted m'hijo. Opóngase, pregunte, pregunte otra vez. Cargo con ese mandato.
Pregunté por Evita. Sí, fue importante. Lo más importante es que era mujer. Una mujer atrevida los asusta, no saben qué hacer… pero usted lea de todo, que eso es lo mejor; escuche y aprenda, pero lea m'hijo. Era imperativa mi vieja. Le hice caso, aún le hago caso.
Hace algunos años en España, comiendo con Cayo Lara, titular de la Izquierda Unida, pidió la factura, pagó y la rompió. "No presento gastos, soy un diputado del pueblo", aclaró. Cayo Lara es un tipo admirable porque no traiciona sus principios, traduce esa dureza del marxismo a la vida cotidiana de una sociedad con turbulencias como es la España Profunda y sus regiones.
Fue titular nacional de una fuerza que conserva el eje ideológico contra toda forma de vendaval. Primero fue líder agrario regional, siempre en el PC. Le sorprendió bien mi cinismo sin destino y sigo admirando su pétrea entereza política. En otras vidas sería un bolchevique hecho y derecho. Dijo mirándome: mi familia tenía hambre, no había nada en el campo, estaba ese "joputas" de Franco y esa mujer nos curó el hambre…
Después preguntó: ¿Cómo era Evita? Qué contestar… Se refería al envío de trigo argentino después que Evita viese -en vivo- una hambruna en España. Se refería al hambre como enfermedad. "Nos curó el hambre". Se refería a esa mujer tan lejana a su Dolores Ibárruri, no sé, tal vez muy cerca.
El feminismo debe una grande, las sororas deben una grande, la verdadera historia -diría Mignogna- debe una grande. No me conforman las analistas y sociólogas desde la cajita de cristal, para nada. Entorpecen el cauce.
Cada tanto, el río del viejo Heráclito se detiene, hace una curva, un remolino, un remanso y alguien se sigue bañando en el mismo río. Este es ese caso. Pocos, pero cada tanto sucede.
"El terremoto de San Juan de 1944 ocurrió el 15 de enero de ese año a las 20:52 (hora local), y tuvo su epicentro a 20 kilómetros al norte de la ciudad de San Juan". Haciendo una colecta se conocieron, intimaron, el viudo encontró/vio/intuyó algo que los demás no veían. Ella también. El 45 la encontró activa, en febrero de 1946 ganó las elecciones su marido. En julio de 1952 murió. No tenía más de 33 años.