El dedo del poder entorpece la libertad. Tal vez el caso más fácil de entender sea el de Juan Román Riquelme, ídolo deportivo de Boca Juniors y miembro de su comisión directiva. Quien quiera que sea el director técnico del equipo de fútbol sabe algo (hay una íntima convicción sobre este asunto): quien decide sobre el juego, los jugadores, su permanencia y su contratación es Riquelme.
El punto en cuestión es que Riquelme no asume el cargo, suyo es el poder, suyo es el índice que hace lo que corresponde: "indica" lo bueno y lo malo, decide sobre el Bien y el Mal. Importa, en esta trama afectiva, que los fieles seguidores (un club de fútbol es una manifestación de fe, una pasión al descubierto) y los apasionados por Boca Juniors entienden esta forma del poder, el mandato por delegación.
Todos entienden y aceptan que en ese dedo está el poder. Y no aparece, en los miembros de "la tribu", otra cosa que una certeza: si no nos gusta, si no cumple, si el DT fracasa, Riquelme lo cambiará. El éxito asegura la permanencia pero no la independencia, y los enamorados y apasionados son parte del juego en que una sola persona, una sola allá, detrás de cada coyuntura, decide sobre el presente y cambia el porvenir o mejor, oferta un porvenir distinto y ciego. Ya veremos. Él lo dispone, él sabe. Confiamos.
El voto de fe de los titulares de la pasión deportiva en Riquelme lo habilita a delegar, dedo mediante, la responsabilidad del triunfo. Si sucede festejará desde su atalaya. Si hay un fracaso, uno o varios, desde esa misma atalaya interpretará que hace falta una alteración y la realizará.
Este caso (el "caso Riquelme") volvió más visible el mecanismo que muchos directores técnicos, ante la posibilidad de una libertad conculcada, de una independencia de criterio disminuida, no aceptaron cumplir el rol, esto es: la delegación. Sus razones tendrán y no es el tema que nos ocupa, pero rescatamos este punto: en la negativa está la evidencia. No quieren ser delegados del dedo poderoso.
El caso de la señora Cristina Elizabet Fernández de Kirchner y su famoso tuit una madrugada, ofreciéndole (otorgándole) el cargo de candidato a presidente a Alberto Ángel Fernández, porteño y abogado, tiene demasiados ribetes de melodrama pero ninguno de inverosimilitud. Es una clara y eficiente muestra del poder delegado.
Con el almanaque y el diario de ayer es sencillo advertir qué sucede con el poder delegado. De los hechos positivos, de los triunfos, de los buenos momentos, la titularidad es de quien verdaderamente detenta el poder. De los equívocos será responsable quien "no hizo caso". Los funcionarios responden al poder que demostró ser real. Pocos o muchos, los votos derivan a esa central.
Aquí aparece una derivación tan natural y obvia como interesante de vigilar en su desarrollo. Quien ostenta el poder delegado se rebela y sostiene que posee capacidades para ser el titular. Esa secuencia (tan natural y obvia) comporta la regularidad del melodrama en todos estos casos. Padre e hijo. Secretario y Jefe. Gerente y Propietario.
En un viejo poema de Armando Tejada Gómez hay una cita: "el poder se ejerce, dicen los bolches". El mendocino recuerda la rigurosidad en el análisis marxista sobre las más elementales definiciones guerreras (antes todo análisis era parte de una conflagración) que viene de las tribus convertidas en imperios. Todos verbos en infinitivo. Avanzar. Poseer. Dominar. Esclavizar. El poder se ejerce.
Nada puede explicarse fuera de este juego. Un singular juego de ajedrez con piezas vivas. Alberto -se supone- no puede vencer a quien posee el verdadero poder delegado: los votos, de cuya "gerenciación" se hizo cargo por delegación, no son suyos. Nunca lo fueron. Jugar con las blancas es el asunto. Eso quiere. Desea ser dueño del poder que los votos delegan y que le fueron prestados. Necesita ser votado. Nada más. Nada menos.
El caso de Mauricio Macri es el del chiquilín que regala el juguete y después se arrepiente. Regaló el dedo del poder y se da cuenta que deja de jugar si no es dueño del dedo. Parece tan visible. Es tan obvio. Hizo un renunciamiento público. No será candidato a presidente (razones de celos íntimos, cansancio, ineptitud, táchese lo que no corresponda, incluidas las malas encuestas de intención de voto) pero inmediatamente dice ponga a mi primo en el cargo que yo decido.
El dedo no se fue. El dedo está. Aun personas primarias, infantiles en sus reacciones, al ser superadas certifican el acto: yo soy el poder, yo puedo. Esa primera persona del singular es de exterminio casi imposible o, con seguridad, de clarísima eternidad. El excesivo ego impide la reflexión.
Mauricio era del dueño de la pelota, la dejó para que jueguen pero quiere a un primo suyo en el equipo, de número 9, delantero goleador. Es muy visible que después le pedirá al árbitro que cobre penal, para que lo patee quien él decidió que juegue. Delegó el poder pero no lo delegó. Renunció pero no se fue, luego no renunció. Está. No se cortó el dedo. Todos los actos de quienes quedaron ejerciendo el poder tienen un solo objetivo: cortarle el dedo a Mauricio. Los actos de Mauricio son eso, actos de quien tiene el poder.
Argentina tiene, además, pero con los tres casos mencionados alcanza, una construcción absolutamente piramidal en sus poderes ejecutivos. El municipal, el provincial, el nacional, el societario, hasta puede decirse que el "familiar" también. Esta razón, la ausencia del poder colegiado, torna visible la arbitrariedad, estamos al arbitrio del poder unipersonal y si este se delega la ejecución se complica.
Cuando el "poder delegado" es el que resuelve es posible que no resuelva bien, que no sea absolutamente confiable porque hay demasiada práctica del vértice piramidal como último y único recurso y, en todos los casos, de lo que se trata es de una desviación.
Cuando en 1973 aceptamos un eslogan, "Cámpora al gobierno, Perón al Poder", aceptamos votar no solo un alfeñique servil y sonriente, aceptamos una formulación con características enfermas, una anomalía que es parte de nuestros días. Es un ejemplo perfecto. En aquel año y en esa elección quedamos complicados, fuimos cómplices.
Se sostiene que con el apego a leyes, pautas, modos, usos y costumbres establecidos, se supera el "yoismo", el individualismo, el ejercicio enfermo del poder delegado y los pies de barro. No aparece fácilmente tal sociedad. No en estos pagos, aluvionales, tan jóvenes, tan egoístas, tan indelegables en el mandato de la gestión que, cuando se produce la delegación hay algo cierto: el fracaso.
El caso de la señora Cristina Elizabet Fernández de Kirchner y su famoso tuit una madrugada, ofreciéndole (otorgándole) el cargo de candidato a presidente a Alberto Ángel Fernández, porteño y abogado, tiene demasiados ribetes de melodrama pero ninguno de inverosimilitud. Es una clara y eficiente muestra del poder delegado. (...) Con el almanaque y el diario de ayer es sencillo advertir qué sucede con el poder delegado. De los hechos positivos, de los triunfos, de los buenos momentos, la titularidad es de quien verdaderamente detenta el poder. De los equívocos será responsable quien "no hizo caso". Los funcionarios responden al poder que demostró ser real. Pocos o muchos, los votos derivan a esa central.