Si no recuerdo mal, la primera vez que lo ví al «turco» Alaniz, fue en una peña del PI en 1984, en una vieja casona de Boulevard, donde creo que funcionaba la sede del partido de Alende. Lo recuerdo adulto ya, aunque si lo pienso, no debe haber tenido mucho más de 30 años.
Esa noche, con unas copas encima, se paró a muy pocos metros de la mesa desde donde espiaba yo los acontecimientos y soltó unos versos de Gonzalez Tuñón, que me estremecieron: «Un poema no es una mesa, ni un pan, ni un muro, ni una silla, ni una bota. Con una mesa, con un pan, con un muro, con una silla, con una bota,no se puede cambiar el mundo»
Me acuerdo que estallaron los aplausos, que debieron ser un par de decenas como mucho, pero que a mi me sonaron a ovación de cancha. Y el Turco levantó su vaso y brindó sonriendo ante la pequeña multitud, para después, no mucho después, mirar con gesto de compadrito enojado a un hombre pelado que estaba en otra mesa.
Para mi entonces, el Turco era ese personaje. El que habitaba la pequeña ciudad de seis u ocho manzanas en las que solíamos vivir por las noches, siempre cerca de Boulevard, siempre cerca de la UNL, siempre cerca de las esquinas iluminadas por dentro, y en las que solíamos tomar algunas bebidas que hoy, ni en la más extrema pobreza aceptaríamos tomar.
Era entonces la primavera democrática. Yo era un estudiante de la secundaria que empezaba a estudiar derecho más por mandato familiar que por pasión, pero al gusto se lo ponía la noche, los compañeros que te recomendaban libros, las peñas de los jueves y los viernes, las reuniones con sabor a clandestinidad en las casas de los estudiantes, generalmente entrerrianos, y los amaneceres con colores diversos, y ese olor a mundo recién nacido que nos enamoraba.
Antes de comenzar el cursado de primer año, una noche fui a la casa de quien entonces era mi novia. Me acuerdo de que llegamos y en el fondo se escuchaban gritos que sonaban a festejos. Pero no, en realidad, era el comienzo de una pelea cuyo final alcanzamos a ver en primer plano: por un pasillo, largo, angosto y con curvas endiabladas, dos tipos adultos, dos señores mayores, dos… (si, con los años entendí que eran dos boludos) venían hacia el frente de la casa en una danza violenta, donde intercalaban insultos, ruidos guturales, soplidos de golpes que se erraban y finalmente, un aterrizaje en la puerta de la calle. Uno era el Turco, claro. Al otro nombre lo omitiré, porque con los años se hizo muy kirchnerista y como casi todos ellos, han perdido el sentido del humor.
Me acuerdo que me acerqué a ayudarlos a levantarse, cuando la pelea cesó por el cansancio. Y el Turco, no sólo no me agradeció, sino que me preguntó quien era, que hacía ahí, y con el mismo tono que había recitado a Tuñon, me espetó, sin tutearme :«Usted no se meta en asunto de amigos» y mientras se levantaba, le preguntaba a su compañero de patético boxeo, si estaba bien. Al rato, los vi pasar riéndose a los dos, por el mismo pasillo dirigiéndose al fondo, donde todo había comenzado.
Por fin, en marzo de 1987, conocí al otro Alaniz, a Rogelio, que se nos presentó en un aula con más de 50 ingresantes a derecho, como el profesor adjunto de Historia Institucional Argentina. La cátedra la compartía con otro personaje añorado: un tal Darío Macor.
Era raro tener de profesor a un tipo al que había visto emborracharse, agarrarse a trompadas y recitando poetas que entonces desconocíamos. Aquella aparición de Alaniz en el aula, me introdujo a la verdadera cultura universitaria. Ya no se trataba de mayores que nos educaban, ahora éramos nosotros los responsables de educarnos, si aprovechábamos a los docentes que nos tocaban. Y Alaniz resultó entonces, junto a Darío, una dupla impactante. Me acuerdo no sólo de sus clases, sino de sus modos de explicarnos desde el hondo bajo fondo, los procesos institucionales argentinos resistiendo a la embestida revisionista, poniéndonos en la obligación de leer y de pensar, «lo que suele alimentar la conversación con una señorita, aunque seamos feos, Cherep» me dijo, cerrando la respuesta a una pregunta mía, que seguramente le habrá causado ternura.
Los años fueron pasando, y puedo decir con cierto orgullo de accidental contemporáneo, que lo vi en el bar de la Facultad sentado con el «Tito» Mufarrege, o protegiendo al «Gallego» De Córdoba, que ingresaba a los gritos a la facultad, pretendiendo meterse en algún aula magna, para denunciar a los colaboradores del Franquismo. O sentado en la mítica «Embajada de Entre Ríos» de calle Vera, tratando de explicarnos el marxismo, mientras nosotros sólo queríamos divertirnos.
Lo vi intentando detener a alguna banda de rock, en una peña, al grito de «quiero escuchar un poco de tango», mientras intentaba subir al escenario a un cantante engominado y con un frac sucio, al que había secuestrado de Bacán, y lo había traído hasta la facultad para que nosotros escucháramos algo » que valiera la pena»
Después, claro, participe de muchas mesas comunes, escuché hasta que las carcajadas me ahogaban, sus anecdotarios de la cárcel, de Nicaragua, de los problemas de las mujeres, pero sobre todo, siempre, de los autores que lo conmovían. «lee esto», te decía y te tiraba el libro en las mesitas del bar de la Facu, que siempre tenían las puntas del falso nácar arrancado.
El turco nos introdujo a la lectura a miles, y se encargaba de remarcarnos que si no leíamos, no íbamos a ser nadie.
Después, se hizo definitivamente periodista , y tuve la suerte de acompañarlo en los primeros años de su ciclo de los domingos. Esos que ahora mismo, sigo a veces escuchando los domingos, mientras aso para la familia.
La vida, los viajes, las relaciones, su propia formación cosmopolita, sus horas de soledad elegida fueron convirtiendo a ese muchacho peleador con aires y vestimenta de marginal, en este señor mayor que representa, como pocos en Santa Fe, a un verdadero intelectual. Un tipo que se formó en la calle, que conoció los arrabales borgeanos, que militó en política al precio de pagar años de encierro en la cárcel, que se reinventó en la Universidad, se hizo periodista escribiendo ( como pocos) en los diarios de la ciudad, hasta convertirse en el editorialista de El Litoral, en la voz de las multitudes «gorilas» de la radio santafesina, en habitué de las mesas de La Nación, en sabio del tango, en ese personaje que identifica a una ciudad.
Que sus pensamientos políticos, sus supuestos reduccionismos, y sus maneras de abordar la realidad del país y del mundo, quede en boca de los que todavía creen que el mundo está hecho de consignas y buenas intenciones.
Que si, que todo lo demás se los dejo a los que no comprenden las espesuras ni la complejidad humana. Alaníz, es, al final, el escritor, el poeta, el autor de canciones, el guionista, el periodista, el relator del mundo, el que nunca dejó de hacer, ni de persistir por el camino que nos indicaba hace treinta y tantos años, en la cátedra de historia.
El turco Alaniz, no es ciudadano ilustre por lo que dice. Es ciudadano ilustre por lo que es.
Y ahí está la diferencia: hay que vivir mucho, de una manera muy libre e intensa, hay que leer demasiado, viajar otro tanto, conversar- que es siempre escuchar, para poder decir después- con personajes de todos los aros sociales, para ser lo que es el Turco Alaníz. Y lo es, no lo aparenta.
Al turco, el concejo no le dio ningún título, él se lo ganó solo. Y ahora va a retirarlo.