Sábado 4.12.2021
/Última actualización 16:28
En el juego político abundan los tanteos, las fintas y la suelta de globos de ensayo, como maniobras exploratorias de las fortalezas y debilidades del oponente de turno, o de la receptividad o rechazo de la sociedad a nuevas propuestas o afirmaciones, por osadas o disparatadas que en principio puedan parecer. Sabido es que, con el tiempo, la gota persistente puede horadar la piedra. También, que difícilmente la mentira resista la prueba ácida del tiempo.
A la cantidad de problemas que hoy afrontan los argentinos, maximizados por la virtual quiebra del país, se suma el martilleo de falsificaciones históricas que agregan confusión a una ciudadanía agobiada por cuestiones menos abstractas, como la continua declinación nacional, el derrumbe educativo, el incremento exponencial de la pobreza y la creciente ruptura de los vínculos de convivencia.
Por caso, luego de décadas de prédica abolicionista en las aulas de enseñanza del Derecho Penal en las principales universidades públicas del país, los resultados están a la vista y mortifican la cotidianidad de los argentinos. Fallos condescendientes de jueces moldeados en una ideología penal que tiene como supremo sacerdote al Dr. Eugenio Zaffaroni, han terminado por naturalizar la forzada afirmación de que quienes delinquen son víctimas de la sociedad. De modo que, frente al caso concreto de una acción delictiva -un robo, un asesinato, una violación- la responsabilidad del delincuente se diluye en la indeterminada, imprecisa, gaseosa culpabilidad del conjunto de la sociedad que supuestamente provocó que el delincuente sea como es.
En este punto cabe decir que Zaffaroni, crítico del derecho punitivo del Estado por su teorizado impacto sobre los derechos humanos de sectores carecientes, se inspiró en su momento en los análisis críticos del filósofo, historiador y psicólogo anarco-marxista francés Michel Foucault, cuyas progresivas elucubraciones, algunas muy profundas e intelectualmente refinadas, terminan en el abismo de la nada, con efectos deletéreos sobre cualquier principio realista de organización social.
En nuestro caso, hoy vivimos algunas de sus consecuencias, con la suelta de miles de presos peligrosos mediante argumentos humanistas relacionados con la pandemia, acción que ahora induce la multiplicación de los hechos violentos en el Gran Buenos Aires (y en los principales conurbanos del país). Una nueva e intensa ola de ilicitud recorre la Argentina, azuzada por la pasividad de funcionarios que teorizan sobre los pecados sociales que propician estos fenómenos desintegradores. En la trastienda, en voz baja, sectores extremos también especulan con la eventual utilidad de los delincuentes como fuerza de choque política.
Lo curioso es que mientras las teorizaciones de Foucault y Zaffaroni ponían el foco en los castigos penales a sectores pauperizados de la sociedad; en la Argentina de hoy, los mayores beneficiarios de la desintegración de la pena son los latrocínidas provenientes de la política y el ejercicio de cargos públicos, incluidos muchos jueces que no pueden explicar sus fortunas. Por allí se entiende mejor el éxito de estas doctrinas en el ámbito del derecho, ya que la lasitud de las interpretaciones es un buen negocio para muchos y, de paso, para los "destructores", debilita las ya exangües defensas de la sociedad ante los ilícitos.
La permanente contaminación conceptual se traduce en los hechos en una mayor descomposición social. Ese es el dato duro de los efectos de tanta doctrina oportunista. Para algunos, estos ejercicios apuntan a la obtención de jugosos honorarios, otros los realizan con explícitos propósitos ideológicos, y no faltan quienes los practican como juegos intelectuales autosatisfactorios. Pero lo cierto es que cada vez estamos peor.
En mi última columna me referí fugazmente al intento de cambiar la Constitución Nacional, cuya última reforma, en 1994, tuvo la más amplia representación política de nuestra historia constitucional, incorporó los principales pactos internacionales de derechos humanos y fue aprobada por unanimidad. Y aunque la realidad es dinámica, y los textos y fundamentos siempre serán mejorables, no tiene sentido malbaratar el más extenso y sólido acuerdo social logrado por los argentinos en base a argumentos sesgados. En este sentido, no pueden pasarse por alto afirmaciones intencionadamente falsas, cuyo único propósito es dinamitar lo poco que nos queda del edificio común. Días pasados, en un acto montonero realizado frente a lo que queda del Cabildo de Buenos Aires, Roberto Cirilo Perdía, excomandante de esa organización armada, afirmó que las instituciones de nuestro país fueron elaboradas por la burguesía luego de aniquilar a los indios, los negros y los criollos pobres; y citando a Zaffaroni, manifestó que la Constitución Nacional fue hecha sobre un genocidio que implicó el robo de la tierra y el trabajo, "por eso hay que romperla".
En su extravío, este promotor de las reivindicaciones violentas de grupos de dudosos mapuches en el sur patagónico, expresa en voz alta lo que muchos repiten en las izquierdas más duras. Se refieren a la demonizada "Campaña del Desierto" comandada por el Gral. Julio Argentino Roca durante la presidencia de Nicolás Avellaneda, pero este hecho complejo, sobre el que se han escrito innumerables páginas, tuvo múltiples implicancias geopolíticas -entre ellas, la configuración soberana del territorio nacional disputado por Chile en el sur-, aspectos que reclaman análisis de mayor calado y extensión.
Por el momento, cabe decir que la expedición militar contra diferentes tribus nómadas en constante tensión con la frontera sur de la Argentina en formación, se llevó a cabo entre 1878 y 1885, en tanto que el difícil proceso de la Organización Nacional, iniciado con la frustrada Asamblea General Constituyente de 1813, recién se alcanzará en el Congreso General Constituyente de 1853 (del que surge la Confederación Argentina) y la Convención Reformadora de 1860 (que completa la integración del país con la reinserción de la escindida provincia de Buenos Aires). Allí queda configurado el corpus institucional de la República Argentina, 18 años antes del comienzo de la campaña militar al sur.
Antes, también, durante la presidencia de Sarmiento, con Avellaneda como ministro de Justicia e Instrucción Pública, se había dado un gran impulso a la educación popular mediante la creación de escuelas normales para la formación de maestros y una significativa reforma del sistema de enseñanza primaria en un país de analfabetos. Todo lo cual alcanzará su máxima expresión con la sanción de la Ley 1420, promulgada en 1884 durante la presidencia de Roca, antes de que concluyera la "campaña al desierto". Esa ley, considerada revolucionaria por los investigadores, le proveía un canal conducente al derecho a la educación, en base a la idea de que todos los niños del país, varones y mujeres, nativos o inmigrantes, pobres o ricos, urbanos o rurales, pudiesen concurrir a las aulas públicas en similares condiciones y acceder a los mismos contenidos, como un modo efectivo de formación ciudadana para el real ejercicio de sus derechos y deberes. Se trataba de construir un país, y se empezaba por la educación igualitaria, sólida base que permitirá darle forma a una de las sociedades más dinámicas y prósperas del mundo, según lo expresan los indicadores de alfabetización, de movilidad social ascendente y de exponencial crecimiento de la economía.
Por cierto, no todo era un lecho de rosas, nunca lo es en la dimensión de los seres humanos. Había luchas políticas agonales, revoluciones, crisis financieras puntuales, negocios políticos, luchas sindicales, injusticias, represiones policiales y militares, divisiones, desencuentros y reencuentros. Pero el desarrollo traccionaba al conjunto, y les abría oportunidades a muchos más de los que dejaba afuera. Por eso nadie pensaba en irse, sino en llegar. Ahora, en cambio, cuando todo se rompe, unos quieren seccionar fracciones del territorio nacional y otros muchos no dudan en traspasar la puerta de salida del país que alguna vez fue.
La permanente contaminación conceptual se traduce en los hechos en una mayor descomposición social. Ese es el dato duro de los efectos de tanta doctrina oportunista. Lo cierto es que cada vez estamos peor.
No tiene sentido malbaratar el más extenso y sólido acuerdo social logrado por los argentinos en base a argumentos sesgados. No pueden pasarse por alto afirmaciones intencionadamente falsas, cuyo único propósito es dinamitar lo poco que nos queda del edificio común.