Según las crónicas de la jornada, después de ser derrotados en Caseros, soldados de Rosas escaparon en estampida hacia la ciudad de Buenos Aires para dedicarse a cometer sus habituales tropelías. La orgía no duró demasiado porque pronto fueron reducidos por los soldados de Urquiza. La orden de ejecutarlos la dio él. En el acto todos los prisioneros fueron colgados de las ramas de los árboles y de los faroles que alumbraban la calle que corría a espaldas del Fuerte. Más de quinientos hombres pasaron a mejor vida. Y si bien no se conocieron críticas a esa decisión, se sabe que más de un vecino que festejaba la derrota de Rosas consideró que la matanza había sido un tanto excesiva. Días después, un periodista hizo una discreta mención a los desbordes de Urquiza, incluyendo su ingreso a la ciudad de Buenos Aires luciendo la odiosa divisa punzó. En la misma edición se observaba, como al pasar, que la mayoría de los linchados eran los mismos que unas semanas antes de la batalla de Caseros habían desertado del Ejército Grande. Se trataba de soldados de reconocida filiación rosista que durante casi diez años habían peleado en la Banda Oriental bajo las órdenes del general Manuel Oribe. Estos hombres, por supuesto, no fueron consultados cuando Urquiza y Oribe llegaron a un acuerdo. Un día cualquiera les dijeron que debían marchar hacia Buenos Aires para derrocar al tirano, y esa marcha debían realizarla junto con soldados que hasta el día de ayer habían sido sus enemigos. Los hombres acataron las órdenes con resignación, aunque, como pudo apreciarse después, esa resignación no alcanzó a disimular su disconformidad por una decisión que no estaban en condiciones de discutir pero que rechazaban porque, como el propio Sarmiento observara en sus escritos acerca de la marcha del Ejército Grande, esos hombres guardaban por Rosas una adhesión íntima, profunda, incondicional.. Entre esos soldados que desertaron del Ejército Grande para ponerse bajo las órdenes de Juan Manuel estaba Fabián Montero. A mí me costó reconocerlo. Los años transcurridos y un hachazo en la cara lo desfiguraban. Yo sabía que Fabián no entró a Buenos Aires a rapiñar un botín; lo hizo por otra cosa. Volví a mirarlo. Estaba hecho una ruina, pero era él. Hablé con uno de los oficiales de Urquiza y ordené a mis colaboradores que lo bajaran del farol y lo trasladaran hasta el cementerio. Hice todas las gestiones para que lo enterraran al lado de mi prima, Mariana Pinedo. Escribí las palabras de ocasión en su lápida. Y puse flores en las tumbas de los dos. Yo sabía muy bien lo que estaba haciendo.
Me llamo Daniel Pinedo, pertenezco a una familia tradicional de Buenos Aires. Me consta que mi madre, mis tías y mis hermanas detestaban al Restaurador, pero mi tío y mi padre se cuidaron muy bien de disimular ese rencor, y cuando en alguna ocasión alguien mencionaba el exilio de mi hermano Lucio en Montevideo, ellos respondían con un discreto y temeroso silencio. La misma conducta mantenían cada vez que tomaban conocimiento de que mi prima, Mariana Pinedo, no vacilaba en comportarse como una salvaje unitaria, luciendo en fiestas y paseos los detestables colores celestes, sin que la intimidaran las amenazas de pegotearle la divisa punzó en el pelo. Por esas vueltas del destino o esas trampas de la vida, Montero se enamoró de Mariana. Y a mí me consta que ese amor del mazorquero por la salvaje unitaria fue correspondido. La historia de una ciudad es la historia de sus gobernantes, de sus poderes económicos, de sus crímenes, pero es también la historia de sus amores. Los fugaces amoríos de Fabián y Mariana solo fueron posibles en una Buenos Aires gobernada por Rosas. Pasiones de ese tipo, con sus contradicciones, sus promesas incumplidas y sus desenlaces inevitables pero conmovedores, no podrían realizarse en otro tiempo y en otro lugar.
Montero llegó a Buenos Aires a principios de los años treinta. Mendocino, se presentó ante Ciriaco Cuitiño con una recomendación del fraile José Félix Aldao. Para esa fecha debe de haber sido un mozo de no más de veinte años que se destacaba por su destreza con el facón, habilidad que incluía su afición a la guitarra y el canto. A diferencia de otros soldados, Montero sabía leer y escribir y le gustaba frecuentar los bares y salas de teatro y conciertos que animaban la vida social de la ciudad. Dos lealtades cultivó en esos años el joven Montero: Rosas y Cuitiño, aunque a decir verdad, su amigo y protector fue el jefe de la Mazorca, seguramente porque este hombre que nunca conoció ni la piedad, ni el miedo, ni el remordimiento, jamás olvidó que en uno de esos entreveros ocurridos durante la llamada Revolución de los Restauradores, Fabián le salvó la vida, a él y a uno de sus hijos. "Esta te la debo, hermano", le dijo Cuitiño,
No sé cómo sucedieron las cosas. Y a esta altura de la vida me temo que nunca podrá saberse, porque ni Mariana ni Fabián están en este mundo. Admito mi responsabilidad por haberlos presentado una mañana de domingo a la salida de la misa de la iglesia La Merced. Debo decir, acto seguido que fui amigo de Fabián. Fue la música y no la política la que nos hizo amigos. Él era algo taciturno, algo receloso, pero alguien con quien daba gusto conversar. Como dijera mi tía, Montero no parecía un mazorquero; ni en su aspecto ni en sus modales. Es verdad, con esos ojos verdes y esa sonrisa, no parecía un mazorquero, pero yo sabía que lo era. Después me enteré de que el romance entre Mariana y Fabián se inició en las misas de alba que se celebraban en la Iglesia de San Nicolás. No sé cómo fueron los detalles, pero en una carta Fabián evocaba esas sigilosas escenas de amor, una erótica invisible celebrada durante el oficio de la misa; una erótica de mantillas, cintas celestes, peinetas, abanicos y ojos negros y ojos verdes que se buscaban en la penumbra agrisada del templo.
Se sabe que cuando dos personas se aman, no pueden ocultar por mucho tiempo esa relación. Fabián y Mariana intentaron hacerlo y fracasaron. Lo cierto es que los chimentos llegaron a oídos de Cuitiño. Convocado por su superior, Fabián admitió que solo ante dos mujeres estaba dispuesto a ponerse de rodillas: Encarnación Ezcuŕra y Mariana Pinedo. Encarnación, por ser la esposa de Juan Manuel; Mariana, por ser su amada y salvaje unitaria. Por Encarnación, la cinta negra de luto en el sombrero; por Mariana, la cinta celeste en la guitarra. "Elegiste la unitaria más salvaje de Buenos Aires", le dijo Cuitiño, "ganas de buscarse problemas". Después le aseguró que no debía temer por Mariana, porque por ella velaban, de aquí en más, los puñales de la Santa Federación. Lo decía Cuitiño, el hombre que con una mirada ordenaba la muerte de cualquiera, el hombre cuya daga no vacilaba en degollar al salvaje unitario que se le cruzara en el camino. Pues bien, fue Cuitiño en nombre de la amistad y de la certeza de que entre hombres las deudas se pagan, el que le permitió a Fabián amar a la salvaje unitaria. También fue Cuitiño el que le dijo meses después que su situación se había vuelto insostenible, que las chismosos y los alcahuetes de siempre habían ido con cuentos al Restaurador y que como ya no le podía asegurar protección había decidido que se sumara a las tropas de Oribe en la Banda Oriental. ¿Y Mariana?, preguntó Fabián. "Quedate tranquilo que nadie la va a molestar." respondió el mazorquero.
Diez años estuvo Fabián en la Banda Oriental. Me escribía cartas que yo entregaba a Mariana. Durante todo este tiempo ella estuvo protegida, privilegio que ella nunca supo que se lo otorgaba Cuitiño. Mariana pudo eludir los facones de la Mazorca, pero no los estragos de una enfermedad que en poco tiempo la llevó a la tumba. Nunca le dije a Fabián que su amada había muerto. Seguí recibiendo cartas en las que él reiteraba sus promesas de amor. De aquellas confidencias, recuerdo las de una noche en la que asistió a una tertulia en calle Victoria. Noche de estrellas, en una Buenos Aires vestida de rojo punzó. De esa reunión no tenía presente ni los rostros ni las palabras, pero no podía olvidar esos breves minutos en los que bailó con ella unos de aquellos valses ligeros y voluptuosos compuestos por un tal Alberdi. Mariana murió pronunciando el nombre de Fabián. Me gustaría creer que al momento de ser linchado por los verdugos de Urquiza, Fabián haya pronunciado el nombre de Mariana.