Por Rogelio Alaniz
Por Rogelio Alaniz
ralaniz@ellitoral.com
Jorge Castillo se defendió a escopetazos. Los que lo conocen dicen que es lo que mejor sabe hacer. También se dice que es un hombre inteligente y un empresario creativo y audaz. Es posible. Hace unos años de Alfredo Yabrán se decía más o menos lo mismo. Y tal vez la ponderación pueda hacerse extensiva a Lázaro Báez y Cristóbal López. Sin ir más lejos, de Al Capone se dijo que era un empresario con una inteligencia superior a la normal.
Tal vez no se equivocan quienes sostienen que el capitalismo sin Estado de Derecho deviene en hampa y mafia. Puede ser. Creo, quiero creer, que el capitalismo es una relación económica, pero también cultural y política. Acumular fortuna sin reglas o con la reglas del hampa, no es necesariamente capitalismo. Esa pasión o pulsión existe desde la noche de los tiempos. El capitalismo alienta el enriquecimiento, pero no hay capitalismo sin leyes y sin una cultura fundada en la libertad, los derechos y las garantías.
Me consta que hay un debate abierto al respecto. Un debate al que la izquierda lo simplifica postulando que capitalismo y expoliación son sinónimos. De todos modos, supongo que hay diferencias entre un empresario schumpeteriano y un jefe mafioso. O entre -por ejemplo- Gustavo Grobocopatel y Jorge Castillo.
De Castillo se afirma que alguna vez fue afiliado radical. De Julio Grondona se decía algo parecido. Los radicales aseguran que nunca estuvo afiliado a su partido. No me consta ni una cosa ni la otra, pero de lo que estoy seguro es de que este caballero acumuló el grueso de su fortuna durante los gobiernos peronistas. Es más, en algún momento fue presentado por el kirchnerismo como un paradigma de empresario nacional. Algo parecido hizo en su momento Dante Gullo con Lázaro Báez.
Me asombra la impávida y festiva ingenuidad de los kirchneristas presentando a Castillo como radical. Es como que a través de ese expediente logran probarse a ellos mismos que para ser ladrón no es necesario ser kirchnerista. Pobres. Radical, peronista o de quién sea, Castillo es el típico producto de una manera de concebir los emprendimientos económicos, la explotación de las clases populares y el enriquecimiento obsceno, exhibicionista, guarango. Yo lo siento por ellos, pero ese modelo de empresario, ese talento para enriquecerse explotando a los pobres, esa decisión implacable de someter y humillar, esa necesidad vital de exhibir la fortuna, dan cuenta de una versión de esta suerte de “capitalismo nacional” con el que el populismo se siente tan cómodo.
Gonzalo Rojas Paz
Pues bien, ahora uno de los abanderados de esta causa nacional está entre rejas. Seguramente no se debe sentir muy cómodo y mucho menos seguro en ese lugar, porque no se le escapa que uno de sus antecesores en este arriesgado oficio de empresario nacional, el boliviano Gonzalo Rojas Paz también fue detenido en un operativo similar al que se usó con él, y a los pocos días apareció misteriosamente muerto en su celda.
Gonzalo Rojas Paz fue uno de los fundadores de esta versión de La Salada como un shopping de los pobres. Cinco familias bolivianas tuvieron la iniciativa de empezar a fabricar ropa y calzados con marcas truchas y a un precio increíblemente bajo. Así nació Urkupiña. Después vinieron Ocean y Punta Mogotes. El negocio creció en todas las direcciones. A las tres grandes ferias, se sumaron los puestos extendidos a la vera del Riachuelo, un complejo que suma más de cinco mil puestos de venta.
Al iniciarse el siglo XXI, La Salada, levantada en el partido de Budge de Lomas de Zamora, y en la “frontera” con Lanús y La Matanza, era considerada por la Unión Europea como un símbolo del comercio de mercaderías falsificadas en el mundo. No exageraban. Es más, se quedaban cortos, porque la calificación excluía algunas habilidades imprescindibles para el negocio: el contrabando y la explotación de mano de obra semiesclava.
El contexto incluye ocupación ilegal de tierras, servicios privados de seguridad, códigos comerciales en clave mafiosa. No hay Salada sin esas “delicias”. Los muchachos también se dan otros lujos: recitales musicales, tour que semanalmente trasladan a miles personas, celebraciones religiosas, playas de estacionamiento, servicios de comida y hasta atención judicial.
Un negocio con sucursales
El negocio abre juego a varias puntas: piratas del asfalto, narcotraficantes, barras bravas, punteros políticos, policías corruptos, funcionarios judiciales y líderes de sectas pentecostales. Un lujo. Un lujo que factura cifras multimillonarias que extiende su actividad a cientos de “Saladitas” en el país, con expectativas de instalarlas en países vecinos.
El historiador Jorge Ossona seguramente -quien más ha estudiado estos nuevos fenómenos sociales en el mundo de la pobreza- analiza las diversas modalidades históricas, sociales y culturales que dieron lugar a este fenómeno representativo de la crisis de la industria textil, pero sobre todo de la crisis de una modalidad del capitalismo con sus secuelas de desocupación, fractura social, pérdida de la identidad, debilitamiento y ausencia de la capacidad regulatoria del Estado.
Los cambios reales de la Argentina, los cambios que se manifiestan en el mundo de las clases populares, pueden analizarse hasta en los detalles en este universo llamado La Salada. Allí está todo: la pobreza y la riqueza, el trabajo legal e ilegal, la explotación y la solidaridad, la violencia y la humillación, la expectativa de movilidad social al margen de la ley y el delito, la ilegalidad y la complicidad de los poderes públicos.
Un universo que pretende presentarse como igualitario pero en el que existen jerarquías y privilegios; en el que detrás de su apariencia caótica o informal rige una férrea disciplina impuesta con los códigos del hampa. Un universo de desolación y esperanzas, de explotación e ilusiones, de sacrificios prolongados y recompensas breves. El mundo de los pobres. Un mundo despiadado, duro, injusto, y para muchos ineludible. El imperio de la necesidad. Un escenario de miserias y dolores que hubiera inspirado a Dickens. Un universo con sus propias leyes, sus cultos, sus mitos, sus símbolos religiosos y tragedias cotidianas.
De reyes y mafiosos
En ese escenario de oprobio, Castillo, Antequera y otros son reyes. Verdaderos déspotas, poderosos y multimillonarios. Déspotas que cuentan con la colaboración de policías, políticos, jueces y empresarios, porque, bueno es saberlo, ese universo amasado en la desolación, el delito, la marginalidad y el crimen está conectado por hilos invisibles pero consistentes con punteros, jefes de barras, intendentes del Conurbano y políticos siempre decididos a pescar pobres en el río revuelto y sobrecogedor de la miseria y el dolor.
¿Es posible una Salada sin estos componentes mafiosos? Tal vez, pero se me ocurre que no va a ser fácil transformar a un orden, una práctica, una cultura y un modo de acumulación
fundado en la ilegalidad en su opuesto.
De todas maneras, al esfuerzo hay que hacerlo. Un economista peruano, Hernando de Soto, alguna vez teorizó acerca de estos emprendimientos de los pobres fundados, según sus palabras, en la libertad económica, la creatividad y el rechazo a las regulaciones asfixiantes del Estado.
Todo muy lindo, pero el dilema de hierro es si resulta posible un orden económico sin pagar impuestos, funcionando en negro y corrompiendo todo lo que toca. La clave que explica el éxito de La Salada son los precios bajos. Cumpliendo con las leyes, ¿es posible sostener esta oferta? Sin la explotación de mano de obra semiesclava, sin la explotación salvaje de mujeres y niños, ¿es rentable La Salada? La otra alternativa es mirar para otro lado y dejar hacer. Pero si esto fuera así, ¿qué le dice el Estado a los comerciantes que pagan luz, gas, impuestos, alquileres?
Insisto. Soluciones hay que buscar porque estas economías informales atienden necesidades de los sectores más postergados. La detención de Castillo es apenas un punto de partida. El gran acierto de las autoridades que procedieron a encarcelar a uno de los principales jefes de La Salada es que, entre otras cosas, instala en el debate público un tema que compromete, en primer lugar, a los sectores populares, a sus modos de supervivencia, a sus posibilidades de integración y movilidad social.