Esa costumbre, no sé si argentina, pero costumbre sombría al fin, de evocar a los personajes de la historia desde la fecha de su muerte. Sarmiento murió el 11 de septiembre de 1888 en Asunción del Paraguay, un destino necrológico que compartió con su ex alumno y rival político José Manuel Estrada, que también falleció en Paraguay. Dicho esto, recuerdo que Domingo Faustino Sarmiento nació el 14 de febrero de 1811 en San Juan. Según dicen los historiadores, fue bautizado al día siguiente y el propio Sarmiento festejó sus cumpleaños ese día. Como todo hombre que se precie, nunca renegó de su cuna, ni de su linaje y, mucho menos, de su pobreza. Nadie elige el lugar de su nacimiento; ni el año ni el mes ni la semana ni el día, ni la hora, pero lo que distingue a los hombres es lo que hacen luego con esos datos de su biografía. Sarmiento siempre honró a San Juan, y si fuera verdad que en la infancia y la adolescencia se registran los datos fundamentales de la vida de una persona, a Sarmiento esos datos se los proporcionó el lugar donde nació "entre las agrestes faldas de la cordillera que tiemblan y braman bajo los raptos de su salvaje ternura", como escribiera alguna vez como solo él sabía escribir.
Las leyendas escolares no mienten cuando aseguran que el hogar de Sarmiento era muy modesto. Tampoco faltan a la verdad cuando destacan el rol desempeñado por su madre, Paula Albarracín. El telar existió, como también existió la casa de adobe, el patio de tierra, los árboles y la pequeña laguna donde nadaban los patos. A la pobreza, a las necesidades, a Sarmiento no se las contaron, las vivió en carne propia y muy bien podría decirse en su homenaje que nunca dejó de ser pobre. Sarmiento nació y murió pobre. Esa verdad no la pueden negar sus enconados enemigos. Murió pobre y honrado. Y cuando fue presidente informó a amigos y parientes que le reclamaban cargos públicos que era el presidente de todos los argentinos y no el de sus amigos y parientes. Y cuando su nieto desde Europa le pidió un cargo en la embajada, le respondió que busque trabajo y estudie, porque jamás verá un decreto firmado por su abuelo designando a un nieto. Sarmiento, como Abraham Lincoln, como Benjamin Franklin, no fue responsable de su pobreza, pero sí fue responsable de lo que hizo con su pobreza. ¿Cómo explicar que un niño nacido en 1811 en un caserío de no más de 1.500 habitantes pudiera llegar a ser Sarmiento, como dijera en uno de sus grandes discursos parlamentarios? La pobreza de Sarmiento es real, pero también son reales sus relaciones sociales, que le van a ayudar a satisfacer su insaciable vocación de conocimientos. En sus libros "Mi defensa" y "Recuerdos de provincia", Sarmiento va a demostrar dos cosas: que su linaje es modesto y que lo poco o lo mucho que logró lo hizo gracias a su esfuerzo, a esa convicción que tuvo desde siempre de estar llamado a ser un hombre importante en su país. Conviene insistir en la pobreza de Sarmiento. A la miseria, a las necesidades, a las privaciones no se las contaron ni las leyó en un libro, las sufrió en carne propia. Esos padecimientos, esa sensación de saberse al borde del abismo social, nunca fueron experimentados por los señores Juan Facundo Quiroga Argañaraz o Juan Manuel de Rosas López Osornio y Anchorena, un dato que conviene tener en cuenta, sobre todo porque ciertos historiadores revisionistas no vacilan en presentar a Sarmiento como un oligarca y a los multimillonarios Rosas y Quiroga como la expresión genuina del alma popular.
Hace un tiempo los historiadores discutían si Sarmiento había sido conservador, liberal o progresista. Hoy se sabe que fue todas esas cosas y algunas más. Ceñir la personalidad de Sarmiento a una ideología es empobrecerlo. Algunos liberales -por ejemplo- ponderan su anticlericalismo. Efectivamente sus ataques a la Iglesia Católica, particularmente a los curas fanáticos, fueron célebres, pero reducir sus ideas sobre Dios y la trascendencia a una militancia anticlerical es no conocerlo. Contra tanto prejuicios -de un lado y del otro- no se debe perder de vista que Sarmiento inicia su vida intelectual al lado de sacerdotes a quienes respetó y quiso mucho. "Si el motivo de la masonería es atacar a la Iglesia Católica yo nunca hubiera sido masón", dijo en su discurso de despedida a la masonería porque si asumía la presidencia de la nación su obligación era la de ser presidente de todos los argentinos. Contradiciendo los rumores más difundidos, Sarmiento nunca desconocerá su origen federal, del mismo modo que no negará su posterior filiación unitaria, aunque años después se distanciará de ellos para adherir al romanticismo. Es el desfile de las tropas de Facundo Quiroga por San Juan lo que le hace romper lanzas con la causa federal. Para referirse a ese momento en el que la barbarie ingresa a la ciudad escribirá luego: "En aquellas tristes horas en que la luz del sol parece opaca y se aguza instintivamente el oído para escuchar rumores que se espera oír a cada momento, como ruido de armas, como tropeles de caballos, como puertas que se despedazan, como alaridos de madres que ven matar a sus hijos". Nadie en la Argentina del siglo XIX pudo escribir así.
Su ruptura con los curas, con ciertos curas, es de esos años. El responsable del anticlericalismo de Sarmiento, es, como en las películas de Luis Buñuel, un cura, que en este caso se llama Pedro Ignacio de Castro Barros. "Estos majaderos, han sido los responsables con su intolerancia y fanatismo de los degüellos y masacres de este país", dirá. Llama la atención a quienes estudiamos la biografía de Sarmiento sus contradicciones. Llama la atención al principio, porque después uno arriba a la conclusión de que esas contradicciones son las responsables de su grandeza. "No estamos ante una mediocridad como Mitre -escribe Jorge Abelardo Ramos- estamos ante un personaje vital, creativo, provinciano al fin". Sarmiento fue una personalidad exuberante que se desbordaba por los cuatro costados. Quienes lo conocieron admiraban su vitalidad, esa fuerza interior que se expresaba en su mirada, en los movimientos de su boca, en sus gestos. Un loco. "El Loco" Sarmiento como le dirán sus adversarios. "Un genio", responderá el psiquiatra Nerio Rojas, hermano de Ricardo. Un genio -admite Jorge Luis Borges-, con el don de anticiparse al futuro. Esa personalidad contradictoria, lúcida, genial a pesar o gracias a sus contradicciones, no podría conocerse sin su infancia y su adolescencia en San Juan. Es allí donde forja un destino que nunca puso en duda. La gravitación de las tradiciones coloniales, ese espíritu de refriega están en ese pasado. Es también allí donde aprende que la única posibilidad que tiene para ocupar un lugar en el mundo es a partir del saber. Lo que la cuna y la riqueza le negaron se lo dará la educación. Por eso su voracidad por los libros. Su hazaña intelectual es increíble y conmovedora. Tratar de entender a un jovencito en 1825 en San Juan, un jovencito sin la apostura física del padre, sin la riqueza de los primos, pero decidido a ser alguien a partir del saber en un caserío donde los libros llegan a cuenta gotas, es un desafío a la imaginación.
Lo asombroso no es que se lo haya propuesto, lo asombroso es que lo haya hecho. Lo hizo a empujones, a fuerza de talento y prepotencia. Sarmiento, en ese sentido, es una expresión anticipada de ese fenómeno de la modernidad que será el intelectual y autodidacta. Él encarna al intelectual, al hombre que disputa el espacio público no desde la fortuna sino desde el saber. Allí, en ese lejano y polvoriento caserío de San Juan, se estaba forjando la personalidad más vital, más lúcida de nuestro siglo XIX. Recordarlo hoy exige una operación consistente en evocar aquel pasado y proyectar este futuro, porque la "novedad" de Sarmiento, la permanente novedad de Sarmiento, es haber vivido y conjugado con la intensidad de un visionario esa relación entre los mandatos del pasado y las visiones del futuro instalado en su tiempo un programa de realizaciones que aún sigue vigente. Sarmiento sigue hablando, sus desafíos, sus interrogantes palpitan Por eso lo respetamos tanto; por eso mismo, lo odian tanto.
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