Por Enrique Butti
Por Enrique Butti
Sebreli es Sebreli, es decir, único, incomparable con respecto a la hueste de “investigadores” de las “ramas sociales” que pululan en el país. Se distinguió desde el principio, desde la década del 60, cuando sus libros lograron una difusión inédita para el género ensayístico en la Argentina. Entre las características que lo distinguen vale mencionar tres: su amplio bagaje cultural (y existencial, digamos) que le permite apelar con solvencia tanto a la cita erudita como a sus experiencias personales; el hecho de que sepa escribir muy bien y, por lo tanto contar, con el encanto necesario para sostener el interés del lector sobre cualquier tema (la vida cotidiana porteña, Martínez Estrada, los desdichados mitos argentinos o, como,en el caso que nos ocupa, las religiones) y, tercero, quizás la cualidad más rara en el ámbito de la intelligentsia nacional, la valentía y la libertad para decir lo que piensa sin medir las correcciones políticas y académicas imperantes.
“Dios en el laberinto” es el libro que Juan José Sebreli acaba de publicar en Sudamericana, y explícitamente se trata de una “crítica de las religiones”, en el sentido más palmario de un ensayo “contra las religiones”, de un nutrido recorrido por las tenebrosidades que los fanatismos religiosos de toda laya provocaron a lo largo de la historia de la humanidad. La visión integral a la que nos referimos, faculta a Sebreli para atacar desde los flancos históricos, sociales, filosóficos, etnográficos, científicos, literarios, psicológicos, y acudir a quienes mejor (o peor) trataron el tema, de Freud a Reich, de Sartre a Küng, de Eliade a Habermas...
A cada paso, sin embargo, Sebreli nos trae a nuestra puntual realidad argentina, al pasado y presente nacional, al rol del catolicismo en el corazón de la violencia guerrillera y de la violencia represiva de los 70, a las relaciones del peronismo y del populismo con la religión, al recorrido representativo del cardenal Bergoglio y ahora sumo pontífice. Y también, a cada paso, aprovecha para describir el pedigree y el comportamiento de los principales funcionarios e intelectuales que adhirieron sin réplicas al kirchnerismo.
Un aspecto fundamental del libro concierne, desde luego, a las relaciones e influencias entre política, ideología y religión, sobre todo en las situaciones históricas en que se instala el “culto al Estado”. La dictadura jacobina, por ejemplo, “intentó la instauración de una “religión de la humanidad”, y algunos sacerdotes católicos intervinieron en su elaboración, tal el padre Jacques Roux, que se ubicó en la extrema izquierda del proceso revolucionario, preanunciando, en situaciones muy distintas, un fenómeno que se repetiría en el siglo XX con los curas revolucionarios latinoamericanos”, y recuerda que en ese período jacobino nace la política como espectáculo o ritual, con su guillotina en una suerte de escenario de Grand Guignol: “Su público más constante eran mujeres, las tricoteuses, que se pasaban la tarde viendo las ejecuciones mientras tejían”. O los espectáculos del nazismo, con los efectos lumínicos diseñados por Albert Speer y filmados por Leni Riefenstahl, o los del estanilismo, con las figuras geométricas de jóvenes gimnastas.
Desde luego, Sebreli es contundente con respecto a los fundamentalismos islámicos, y reprueba las consideraciones de quienes defienden el multiculturalismo a ultranza, apelando a la identidad cultural “desconociendo que, para los fundamentalistas islámicos, no hay relatividad, sus valores son absolutos y jamás se les ocurriría defender la ‘identidad cultural’ de cualquiera que no sea islámico... La tolerancia, si quiere ser eficaz, debe ponerse sus propios límites, no ser tolerante con los intolerantes. El pacifista no es el que no hace nada, sino el que lucha contra los belicistas”.
Los últimos capítulos están dedicados a la defensa del agnosticismo, “ni ciencia ni filosofía sino una actitud del pensamiento que se plantea preguntas sin poder dar respuestas certeras”. Diferenciándose sea del teísmo que del ateísmo, el agnosticismo correspondería a quien “tiene el coraje de decir: ‘no sé’, una ignorancia consciente de sí misma y una sabiduría conocedora de sus límites”. Sebreli llega a establecer una relación estrecha entre el agnosticismo y la democracia (ambos “se basan en la pluralidad de maneras para llegar a la verdad y en la libertad de los individuos para elegir”). Y también encuentra una relación entre el agnosticismo y el género literario que él frecuenta, el género al que dio firme entidad Montaigne, en 1570, con los “Ensayos” (“el tratado filosófico es dogmático, establece verdades supuestamente inmutables... El ensayo, en cambio, es un género ambiguo, problemático, contradictorio...”).
Algunas preguntas importantes, sin embargo -siempre mantenidas fuera del ámbito de la fe-, permanecen latiendo en estas críticas bien fundadas. Remitiéndonos al ámbito católico: ¿qué hubiera sido históricamente de actuar sólo la espada, sin la cruz? ¿Cuánto pesa en lo mejor de nuestra civilización el papel de la religión como impulsora de una ética de amor al prójimo, de libertad y de tolerancia? Sin el impulso de esa ética, ¿no habría sido todo mucho peor? Porque, por otro lado, no son siempre causas religiosas las que periódicamente atentan contra esos ideales de respeto, libertad y tolerancia.
Pero, como decíamos, Sebreli es siempre polémico de la mejor manera. El recientemente fallecido ministro de la Corte Suprema, Carlos Fayt, escribió al respecto: “¿Quién no se enojó al leer algún texto de Sebreli que, seguramente, dice algo que uno no hubiera querido leer? No obstante ello, el enojo se disipa rápidamente, porque en ese texto que nos disgusta sabemos que hay un examen certero de los hechos; un análisis reflexivo de los conceptos, los juicios y los valores que se refieren a la cuestión; una investigación relacionada con los intereses que se vinculan con el tema desarrollado y que influyen sobre él. Y, lo más importante, una verdad dicha con estilo y amenidad envidiables, por una persona valiente que, con sus actos, sus palabras y su ejemplo, descubre cuánto de lo indigno se oculta detrás de lo ‘políticamente correcto’”.