Por Rogelio Alaniz
Por Rogelio Alaniz
Abel Ayerza y Santiago Hueyo fueron secuestrados la noche del 23 de octubre de 1932. Los muchachos regresaban de la ciudad de Marcos Juárez adonde habían asistido a una función de cinematógrafo, como se decía entonces. Y se dirigían a la estancia El Calchaquí, propiedad de la familia Ayerza, donde estaban disfrutando de unos días de vacaciones. Los acompañaban su amigo Alberto Malaver y el mayordomo de la estancia, José Bonetto.
Ayerza, era hijo del doctor Abel Teodato Ayerza, uno de los médicos más prestigiados del país fallecido hacía unos quince años; Hueyo, era hijo del ministro de Hacienda del presidente Agustín Justo; y el padre de Malaver, era el titular de la Lotería Nacional. Como ya se dijera en aquellos años, se trataba de hijos del poder, una consideración que los secuestradores no tuvieron en cuenta o subestimaron.
Abel, nacido en 1906, estudiaba Medicina en la UBA y su madre Adela Arming Lawson pertenecía por linaje familiar a una de las familias más poderosas de la Argentina de entonces. El dato merece destacarse, porque este operativo dirigido por algunos cabecillas de la mafia rosarina habrá de movilizar no sólo a la Policía de Santa Fe, Córdoba y Buenos Aires, sino también al Ejército y a una opinión pública que reclamará indignada que no sólo ajusten cuentas con los secuestradores, sino que apliquen la pena de muerte para ellos y expulsen a los italianos mafiosos. “Pena de muerte a los que aplican la pena de muerte”, será una de las consignas que se publicarán en esos días.
Pero aquella noche apacible de octubre de 1932 el auto manejado por Bonetto transitaba por los caminos de tierra de entonces a través de un paisaje de maizales iluminados por una luna indiferente. Según los testimonios, alguien les hizo señas en el camino para que se detuvieran. Se trataba de un señor parado al lado de un auto marca Pontiac supuestamente descompuesto. Ayerza se detuvo y de la oscuridad salieron cuatro hombres armados con armas largas que los redujeron en el acto. Los secuestradores llevaron a Hueyo y Ayerza, mientras que Malaver y Bonetto fueron maniatados y advertidos de que no avisaran a la policía si querían ver con vida a sus amigos.
Pocas horas después, Hueyo fue dejado en libertad con una carta firmada por Ayerza en la que informaba a sus familiares que estaba detenido y que los secuestradores exigían 150.000 pesos de rescate. El acuerdo al que arribaron con los familiares establecía que en los próximos cuatro días, un auto con una bandera argentina en el radiador debía recorrer el tramo entre Marcos Juárez y Rosario. Se suponía que en algún momento serían interceptados, ocasión en la que deberían entregar el dinero. Las intensas lluvias de esos días impidieron que este plan se pudiera cumplir, motivo por el cual también se cortó el contacto con los secuestradores, un detalle que habrá de incidir en el desenlace.
El segundo contacto se estableció pocos días después. Una versión sostiene que Zorroaquín Becú y Marcelo Peluffo, amigos de la familia Ayerza, llegaron desde Buenos Aires con el dinero y se encontraron en un descampado cercano al ferrocarril con Salvador Rinaldi, quien recibió el dinero. Rinaldi se comunicó con María de Marino, la que debía comunicarle a los secuestradores que todo había salido bien y que debían liberar al joven Ayerza.
Aquí continúan los fatales malos entendidos. Doña Marino era analfabeta y le encarga a su hija Graciela que escriba el telegrama dirigido a Marcelo Dallera, un criador de chanchos residente en la localidad de Corral de Bustos. “Manden el chancho urgente”, dice el telegrama. Es decir: liberen a Ayerza. Dallera no está en el pueblo y el telegrama lo recibe su mujer, quien le pasa la información a Juan Vinti y a los hermanos Vicente y Pablo Di Grado, dos verduleros que son los que efectivamente tienen secuestrado a Abel en una modesta vivienda rural.
En este punto las versiones difieren en detalles, lo cual en todo episodio policial resulta decisivo. Lo cierto es que los secuestradores matan a Ayerza de un disparo de escopeta en la espalda. Después lo entierran en un maizal y luego, tal vez asustados por el operativo policial que se despliega en la región, trasladan los restos en un carro de verduras a Colonia Carlitos donde lo vuelven a enterrar. Como se podrá apreciar, todo el caso está envuelto en un clima sórdido, miserable. ¿Por qué lo mataron? No hay una sola explicación. Se dice que leyeron mal el telegrama. “Manden el chancho”, fue leído como “Maten el chancho”. Y procedieron en consecuencia. La otra versión es la que sostiene que los secuestradores -unos pobres gringos brutos y mafiosos- no soportaron la presión policial o temieron que Ayerza los hubiese identificado. Fuera lo que sea, lo cierto es que lo mataron a contramano de las órdenes de los jefes intelectuales del operativo. Lo mataron sin piedad. Tal vez más dominados por el miedo que por la especulación. Mataron, además, porque es lo que sabían hacer. Mataron asustados, pero sin culpas y sin remordimientos.
¿Quiénes eran esos jefes intelectuales? Tampoco hay una exclusiva versión al respecto. Por lo pronto, se admite que la mafia estuvo detrás de todo. Pero luego trascendió que el principal capo, Chicho Grande, es decir Juan Galiffi, nunca estuvo de acuerdo con este secuestro y, mucho menos con la muerte de Ayerza. Según la versión de Torre Nilsson en su película “La mafia”, el “ideólogo” del secuestro fue Chicho Chico, quien a esa altura de los hechos se permitía tomar algunas decisiones sin consultar a su jefe.
Chicho Grande no se oponía al secuestro y muerte por razones humanitarias o filantrópicas, dos sentimientos desconocidos para el capo mafioso. Ocurre que Chicho podía ser un implacable enemigo, un inescrupuloso extorsionador, un hombre capaz de dar la orden de matar sin que se le moviera un pelo, pero no era necio y mucho menos estúpido. Chicho sabía que las posiciones económicas y sociales adquiridas en Rosario las había ganado a punta de pistola, pero también ejerciendo la astucia y conociendo cuáles eran sus límites.
Su organización mafiosa en Rosario cumplía con todos los ritos y funcionaba muy bien, entre otras cosas porque sus matones prestaban servicios eficaces a empresarios preocupados por las actividades “subversivas” de obreros anarquistas y socialistas. Chicho, además, controlaba el juego, los prostíbulos, recaudaba “protección” a comerciantes, y todo delincuente en Rosario sabía que debía pagar un porcentaje para continuar ejerciendo su oficio.
Para ello contaba con el visto bueno de comisarios, jueces y políticos, todos agradecidos por las donaciones que el jefe mafioso realizaban en tiempos de campaña electoral. En la gruesa “nómina” de Chicho figuraban periodistas, aunque cuando un corresponsal de un diario nacional intentó investigar más allá de lo prudente, tres matones se hicieron presentes en el hotel donde se alojaba y lo cocinaron a balazos delante de todos. Con la mafia rosarina no se jugaba.
Ahora bien, Chicho era patón y sota, pero sabía muy bien que no todo le estaba permitido. Entre otras cosas, no podía meterse con las clases altas y, mucho menos atentar contra sus vidas. El secuestro de Ayerza rompió ese acuerdo tácito. Dicho con otras palabra, se metió en realidad no él, pero sí sus secuaces- donde no debía
(Continuará)